El
Sínodo de la familia, vital para la Iglesia/Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE.
ABC
| 1 de junio de 2015
El
cambio del que habla esa inolvidable canción inmortalizada por Mercedes Sosa
forma parte de la historia humana y, aún más, es el presupuesto sine qua non
para que la historia misma exista, su condición de posibilidad. El cambio siempre
trae consigo alguna novedad y eso precisamente es lo que va conformando nuestra
propia dimensión histórica –la nuestra y la de las instituciones que creamos–,
aquellas que nos influyen en la configuración de nuestra identidad. Podemos
negarlo, despreciarlo o incluso combatirlo, pero el cambio, para bien o para
mal, es un hecho que afecta ineludiblemente a todo cuanto existe. También a esa
institución tan primaria y vital de la sociedad como es la familia, tal como
vienen dando cuenta multitud de estudios sobre su origen y sus diferentes
configuraciones en las diversas culturas y tradiciones. Así ha sido y así es
también ahora en el contexto social y global en el cual estamos insertos.
Pero
no nos engañemos: la familia cambia, incluso sufre ataques virulentos y
profundas metamorfosis, pero su esencia y necesidad permanecen resistiendo las
embestidas que el paso del tiempo y la transformación de valores suponen para
su siempre problemática realidad. Porque a pesar de todo, miremos hacia donde
miremos, se sigue respirando un «profundo deseo de familia»; un deseo de
relaciones donde se viven la solicitud sincera y el servicio desinteresado, la
gratuidad y el don de uno mismo, el aprendizaje del ser sobre el tener… No en
vano mientras el resto de instituciones han visto cómo se desplomaba su
confianza pública, la familia, a pesar de ser cuestionada en sus formas, no ha
dejado de crecer en prestigio como lugar esencial de vinculación primordial,
escuela de humanismo y de sociedad y primera creadora de bienestar social y
surtidora de solidaridad intergeneracional.
Efectivamente
la familia resiste con enorme ductilidad catalizando y asumiendo las novedades
del paso del tiempo y de las diferentes circunstancias históricas. Basta mirar
a nuestro alrededor para comprobar las múltiples formas o modelos en las que se
vive y expresa: matrimonios casados por la Iglesia con o sin hijos, matrimonios
civiles, parejas de hecho, abandonados, separados no divorciados, divorciados y
recasados, viudos, parejas homosexuales, familias monoparentales… Toda una gama
de situaciones que no dejan de poner en cuestión cualquier forma estereotipada
para enclaustrar una realidad que siempre nos supera con su complejidad y que,
en este momento, se ha vuelto todavía más plural, más versátil, pero también
más frágil que en cualquier época anterior. La familia pasa por un momento
especialmente delicado en el que necesita ser eficazmente apoyada por políticas
adecuadas, pero también repensada en algunos de sus elementos constitutivos.
La
Iglesia, gran y perseverante defensora y promotora de la familia, es consciente
de esta nueva situación y de los problemas doctrinales y pastorales en los que
numerosas familias se encuentran a lo largo y ancho del mundo. No por
casualidad el Papa Francisco ha convocado un Sínodo de Obispos con el objetivo
de tratar los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la
evangelización y del que ya se celebró en octubre de 2014 su primera fase, con
una transparencia y nivel de participación nunca antes conocidos. Para ello no
solo se hizo una amplia consulta a los fieles católicos de todo el mundo, cuyos
resultados fueron sintetizados en el llamado Instrumentum laboris, sino que
además el propio Papa, en su discurso inaugural, hizo una llamada a «hablar
claro» y «sin miedo», diciendo lo que haya que decir con parresía evangélica y
también escuchando con humildad todas las opiniones. En España, monseñor
Ricardo Blázquez, presidente de la Conferencia Episcopal, ha hecho un
llamamiento a diócesis y grupos e instituciones católicas para que reflexionen
las distintas cuestiones teológicas, canónicas, pastorales y ecuménicas que se
plantean en torno al matrimonio y la familia, de cara a la segunda fase sinodal
dentro de unos meses. El debate está candente, con publicaciones e
intervenciones variopintas y procedentes de los más diversos ámbitos.
En
ese contexto se enmarca un libro recién publicado por profesores de la
Universidad Pontificia Comillas –la Universidad jesuita de Madrid– titulado La
familia a la luz de la misericordia (ed. Sal Terrae), y en el que con libertad
pero también con rigor y fidelidad doctrinal intentan contribuir a ese
«movimiento de espíritus» que siempre anima la vida de la Iglesia y cuyo
objetivo es ofrecer reflexión y orientación a aquellas personas que por
diversas razones viven situaciones familiares que parecen chocar con la
doctrina canónica o teológica. Esta no debe convertirse en una losa pesada, ni
ser un obstáculo que nos lleve a negar lo que es una más que evidente realidad:
el hecho de que mucha gente, en ocasiones por su debilidad y otras sin buscarlo
ni ser responsable de ello, vive su identidad cristiana marcada por un
sufrimiento matrimonial o familiar, que además les impide participar de forma
plena en esa Iglesia de la que nunca han querido dejar de formar parte. Porque
no podemos olvidar que la ley suprema de la Iglesia no es sino la salus
animarum, algo que no es posible sin comprensión y misericordia, las que
contienen todas las palabras y acciones de Jesús.
Escribía
hace unos años el Papa emérito Benedicto XVI que la grandeza de una cultura
estriba no solo en las características que la convierten en única, sino también
en la capacidad que tiene para aceptar y asimilar lo recibido dentro de lo
propio, pues eso genera novedad. También en la cuestión de la doctrina y la
pastoral de la familia tenemos por delante el reto de articular toda la
herencia recibida de una gran tradición dentro de un contexto polimorfo y
complejo que nos exige, sin lugar a dudas, respeto y prudencia, pero también
audacia y creatividad. No se trata de disminuir el ideal cristiano del proyecto
de amor compartido de por vida entre un hombre y una mujer y abierto a los
hijos, ni de poner en entredicho una doctrina que intenta proteger el vínculo
de amor que las personas sellan ante Dios, sino de acompañarlas, ayudarlas y
favorecer que puedan vivir su fe en la plenitud de la vida eclesial sin pasar a
ser cristianos de segunda. Porque en definitiva, la Iglesia, como dice el Papa
en Evangelii gaudium, «no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar
para cada uno con su vida a cuestas».
Por
todo ello este Sínodo sobre la familia es de una enorme trascendencia para la
vida de la Iglesia y el futuro de la evangelización. Nos jugamos demasiado como
para dejar pasar la oportunidad de una auténtica conversión pastoral a la
altura de un momento histórico en el que no podemos dejar de atender a la
pluralidad, a la fragilidad e incluso a los posibles errores en nuestro periplo
familiar; una conversión pastoral, en fin, realista y marcada por la bondad,
imposible sin la misericordia.
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