México
electoral/Héctor E. Schamis, profesor en el Centro de Estudios Latinoamericanos y en el programa “Democracy & Governance” de la Universidad de Georgetown
El
País | 1 de junio de 2015
Había
un partido de izquierda, Corriente Democrática, luego PRD. Surgió en 1988 bajo
el liderazgo de Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de Lázaro, prócer histórico del
nacionalismo revolucionario. Fracción disidente del PRI, le desafió en las
elecciones de aquel julio. Ganó, dice la historia, pero el fraude le impidió
llegar a Los Pinos.
Ese
partido casi no existe hoy. Agobiado, su fundador renunció, un concluyente
señalador de su crisis terminal. Ocurre que el alcalde de Iguala, electo por el
PRD, fue quien dio la orden de reprimir a los normalistas y entregarlos al
cartel Guerreros Unidos. Es difícil regresar de ese lugar.
Había
otro partido, de centro-derecha, surgido en los años sesenta. Vinculado a la
élite industrial norteña, pero al mismo tiempo pragmático, fue el partido que
interrumpió la hegemonía del PRI en el año 2000. Gobernó dos sexenios, pero con
el tiempo fue adoptando rasgos de su antiguo rival: clientelismo, corrupción,
colusión con los grupos económicos y un creciente autoritarismo. El saldo de
cien mil víctimas durante su segundo periodo en el poder, entre muertos y
desaparecidos, ilustra el punto.
Derrotado
en la elección de 2012, el papel del PAN se ha reducido a ser el socio pasivo y
minoritario de la agenda legislativa de Peña Nieto. Su propia crisis de
liderazgo, de Cordero a Madero, y sus conflictos de largo alcance no son más
que un síntoma de la profunda descomposición en curso.
Y
también estaba el PRI, que sigue estando. De regreso al poder en 2012, funciona
anclado en los grandes negocios y con poder transversal, es decir, con sólidos
lazos con diferentes partidos al mismo tiempo. Su agenda continúa siendo la
reforma energética y el pacto por México. Es la vieja fórmula del salinismo:
liberalización económica e iniciativa política. El problema es que su
insensibilidad frente a la violencia del narcotráfico —“fue el Estado” y “ya me
cansé”— y la corrupción —de la casa blanca al tren de alta velocidad— lo han
hecho cada vez menos creíble y menos capaz de gobernar.
En
este contexto de baja competitividad electoral, México vota el domingo 7 de
junio en elecciones de medio término, con partidos de oposición debilitados,
casi inexistentes, y un oficialismo amarrado al poder pero desorientado y con
un creciente déficit de legitimidad. En este contexto, precisamente, no puede
sorprender que la población esté desafectada del proceso electoral.
O,
mejor dicho, está afectada —no es que sea indiferente— pero en sentido
negativo. En vastas zonas del país, la propia idea de la elección ha perdido su
significado. Es el caso de los padres de los 43 estudiantes desaparecidos en
Ayotzinapa, quienes advirtieron que no habría elección en paz si no aparecían
sus hijos. Usaron la noción de “farsa electoral” e indicaron que sabotearían
los comicios.
La
voz de los padres de los normalistas es representativa de las zonas rurales en
general, las más castigadas por el narcotráfico y la pobreza. En algunas de
ellas —además de Guerrero, Oaxaca y Chiapas, por ejemplo— existe una sociedad
civil radicalizada, que ya ha incursionado en modos de acción directa y que
espera impedir la normal realización de las elecciones. El bajo número de
candidaturas independientes también ha contribuido al llamado masivo a la
anulación del voto y la abstención. En zonas urbanas, a su vez, el
descreimiento se manifiesta de formas más civiles, pero no por ello menos
significativas. No hay más que recordar la inocultable decepción con la
política que ha expresado el mundo de las artes y la cultura.
En
este escenario, con un solo partido, probablemente gane el PRI. Claro que
“ganar” es un eufemismo para un partido que no parece conocer, ni mucho menos
comprender, el país que debe gobernar. Solo así se entiende que este México
violento, fragmentado y cada vez más desigual le haya explotado al Gobierno en
la cara, casi sin que se diera cuenta, y que todavía no haya sido capaz de reaccionar,
o que le interese hacerlo.
Es
un país ahora marcado por varias crisis simultáneas: la corrupción, la
criminalidad y la baja representatividad de los partidos, todo ello erosionando
la legitimidad de su sistema político. Agréguese que, para vastos segmentos de
la población, la vida cotidiana transcurre sin ley y sin Estado, en la total
desprotección. También se trata de una sociedad huérfana y sin normas.
México
enfrenta un escenario de enorme incertidumbre política, económica y social. Lo
más grave de este escenario es que, en un país sobrepasado por la criminalidad
y la violencia, la próxima víctima bien podría ser lo poco que le queda de
democracia.
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