Fallece en Madrid el escritor y periodista Santiago Castelo
Tenía apenas 66 años de edad.
La
luz se hace sombra/Juan Van-Halen, escritor.
ABC
| 2 de junio de 2015
De
madrugada una voz amiga me da noticia de la muerte de José Miguel Santiago
Castelo, aunque esperada no menos terrible; ha sido derrotado en su larga lucha
contra la enfermedad. Marguerite Yourcenar escribió poco antes de morir que
«los poetas se deshacen, pero no mueren». Es el consuelo que nos queda a sus
viejos amigos, a quienes tanto recibimos y aprendimos de él. Le sentiremos vivo
cuando releamos un libro suyo, como me ocurre a mí en este momento. La muerte
de los poetas nunca es silencio.
Conocí
a José Miguel cuando ambos éramos jóvenes y queríamos comernos el mundo. Mucho
después llegamos a la conclusión de que el mundo nos había comido a nosotros.
Eran los tiempos en que él acababa de llegar a la redacción de ABC, principios
de los años setenta del pasado siglo, y no mucho después por su generosidad
conocí a Pedro de Lorenzo, entonces subdirector del periódico, del que luego
José Miguel sería biógrafo, y comencé a colaborar en el histórico diario,
entonces en el fundacional edificio de la calle de Serrano. Eran épocas de
linotipias y huecograbado, de tertulias poéticas y de ilusiones, en un Madrid
distinto y sin prisas que ya no volverá.
José
Miguel, que pronto firmaría sólo con sus apellidos, era un periodista de raza
pero en las costuras de su prosa siempre reventaba la poesía. Hay poetas que
por no apuntarse al canon, que tantas veces abruma y condiciona la
autenticidad, se alejan de las pasarelas literarias. No siguen las modas. Son
creadores que saben, como me dijo hace años en París Pierre Cardin, que «moda
es lo que pasa de moda». José Miguel construyó su voz propia desde una
dedicación rigurosa, mantenida, dando pasos adelante y sin mirar ni un segundo
atrás. Los lectores de poesía –esa inmensa minoría juanramoniana– reconocen ese
camino de autenticidades. José Miguel era un poeta que, por preservar su voz,
nunca se dejó seducir por el canon.
Su
primer libro, «Tierra en la carne», cuyo original me leyó una tarde en el
«Lion», descubría muchas lecturas bien digeridas y no pocas reflexiones. Sus
libros siguientes, casi una decena, mostraban una evolución cómplice tanto con
el intimismo como con la contemplación de un mundo de cercanías y lejanías en el
que los paisajes con alma y el inclemente paso del tiempo eran hilos
conductores. El premio Fastenrath de la Real Academia Española a su libro
«Memorial de Ausencias» confirmó a un poeta de vena profunda y muy cuidados
resortes. La antología «Como disponga el olvido» evidencia esa trayectoria
ascendente.
La
muerte de su hermana Lola, pintora y poeta, desembocó en una de las obras
fundamentales de José Miguel: «La hermana muerta», un magistral canto elegiaco
con versos conmovedores en homenaje a quien tanto influyó en su vida y en su
quehacer, en la estela de las grandes elegías de nuestra literatura. Le recordé
entonces aquella reflexión de José Hierro: «Toda poesía estimable nace del
dolor». Hierro abrió su célebre libro «Alegría» con el estremecedor soneto que
inicia un endecasílabo aparentemente contradictorio: «Llegué por el dolor a la
alegría».
En
su siguiente poemario, «Esta luz sin contorno», en cierto modo llega a la
alegría desde el dolor, en versos muy suyos, ligeros, cotidianos: el fervor por
el arte, por la amistad y, desde ellos, alza su fe en una vida recuperada tras
las ausencias y el desconsuelo. Un gran canto a la fugacidad de la vida, al
tiempo que nos hace y nos deshace. Porque desde la cotidianidad de lo vivido,
el mundo interior, José Miguel observa poéticamente el mundo exterior. No en
vano era un viajero impenitente que asimilaba aquello que otros mundos ofrecen.
De ahí su subyugación poética por La Habana o Buenos Aires.
Considero
a José Miguel un francotirador de la poesía, consciente de los riesgos que se
afrontan cuando se mantiene la fidelidad a uno mismo como creador sin las
mieles que puede otorgar asumir el canon. Siempre se mostró fiel a sus
admiraciones poéticas y a su camino sin saltos en el aire. Y esta autenticidad
va más allá de sus muchos premios y reconocimientos. Nunca dejó de ser él,
devoto de sus formas, por ejemplo del soneto, del que era un magnífico
cultivador. Acaso la suprema dificultad se esconde tras lo aparentemente
sencillo. José Miguel es un creador sin enrevesamientos, de fácil lectura.
Desde «La hermana muerta» sus poemas, con una sencillez formal, afrontan el
reto íntimo de la superación –¿superación?– del dolor. En mi libro «Escribo tu
nombre» dedico un soneto a ese reto que, desde el rigor, representa su obra
«Esta luz sin contorno».
José
Miguel Santiago Castelo, buen poeta y hombre bueno, no ha muerto, se ha
deshecho según la autora de «Memorias de Adriano». Ya está en el ignoto paraíso
de los poetas con sus sones de La Habana, sus coplas preferidas, su fervor
extremeño y su enriquecedora conversación. La luz sin contorno se ha hecho
sombra y pena.
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