El
Mundo | 17 de julio de 2015
Describir
los destrozos causados por la crisis griega en Europa exigiría una amplia
monografía: tal es su magnitud. En esta sede vamos a tratar de exponer aquéllos
que nos parecen de mayor envergadura por estar llamados a dejar una huella
profunda y duradera.
Probablemente
no sea una casualidad el hecho de que Bruselas sea la referencia de Europa si
se tiene en cuenta que Bélgica es uno de los países donde más floreció la
industria del encaje de bolillos. Porque, en efecto, la arquitectura europea,
por su complejidad responde a esa forma sutil de trenzar hilos y más hilos en
que consiste el famoso bordado. Si convenimos que destacan en ella los ingredientes
del federalismo (con el Parlamento y el Consejo de ministros como
colegisladores) llegaremos con facilidad a la conclusión de que todo el
edificio se basa en delicadas formas de equilibrios de las soberanías, de
atribución o cesión de competencias, de confianza mutua, de respeto a las
reglas comunes… Si no estamos dispuestos a asumir tales ingredientes es mejor
que renunciemos cuanto antes al producto final.
Pues
bien, en la crisis que estamos viviendo los dirigentes que han tomado parte en
ella han destacado la quiebra de la confianza mutua. Para expresar mejor esta
idea preferimos echar mano de un concepto capital en la construcción del
federalismo, el de la lealtad institucional explicado por los juristas alemanes
desde hace ya más de un siglo, y que básicamente significa la obligación de
mantener una actitud positiva o constructiva en las relaciones que traban los
diversos componentes del Estado federal. Tal lealtad impide el abuso en el
ejercicio de lo propio, un abuso que se percibe fácilmente cuando de una
determinada acción se derivan perjuicios para los intereses comunes pues con
ello se compromete el funcionamiento mismo del sistema y de su armonía.
Sostenemos
que Grecia rompió esa lealtad con la convocatoria unilateral de un referéndum.
Que ésta es la más tosca de las herramientas con que cuentan los sistemas
democráticos lo pone de manifiesto el hecho de que los dictadores son sus más
destacados entusiastas (Franco nunca convocó elecciones pero sí nos obsequió
varios referendos). En el delicado contrapeso de poderes que representa la
Unión europea, el hecho de que un gobernante saque a la población a la calle
-por su cuenta- es de una gran deslealtad, pues ignora algo evidente: que sus
colegas pueden hacer lo mismo en sus respectivos países. ¿Qué ocurriría si el
primer ministro holandés convocara a su pueblo con los modos -por cierto
atropellados- en que lo ha hecho el primer ministro griego?
Y
es que la forma en que el partido Syriza y luego el Gobierno griego se han
conducido desde hace meses es de una imprudencia que se ha revelado explosiva.
Queremos decir que los candidatos de las elecciones del pasado mes de enero,
sobre todo los del partido que quiere obrar de una manera diferente a como lo
han hecho los demás en los últimos decenios, están obligados a explicar a la
ciudadanía las circunstancias en que se desarrollaría su acción política, caso
de alcanzar el poder. Y esas circunstancias eran y son todas ellas adversas:
acreedores con carpetas abultadas al acecho; un Estado que emite desde su
condición de tal pálidas señales; en fin, una capacidad de decisión
institucionalmente limitada desde el punto y hora en que Grecia se incorpora a
la UE y, después, al euro. Parece mentira tener que aclararlo: Grecia, como
cualquier país de la Unión, dispone de una soberanía compartida, por lo que las
decisiones que tomen sus ministros reunidos en Consejo o su Parlamento se han
de producir necesariamente en un terreno de juego muy acotado, sintiendo el
aliento cercano y constante, molesto a veces, benéfico otras, de sus socios.
Es
una irresponsabilidad hacer en los mítines ofertas que son pompas de jabón
lanzadas al viento, el que por cierto suele soplar en el Partenón. Es decir, lo
que se advierte -y esta observación vale no sólo para Grecia- es una falta de
adecuación del funcionamiento del modelo democrático nacional a la existencia
de unas estructuras, las europeas, que, al exigirnos a todos remar en la misma
dirección, deben recrear el sistema en su conjunto ajustando, de un lado, sus
fundamentos básicos, pero también las piezas que le permitan caminar erguido:
desde la idea de la soberanía a las citas electorales, las reglas en ellas
imperantes, el papel de los parlamentos nacionales, etcétera. Es urgente que
nos metamos en la cabeza que Estados-nación y políticas europeas cada vez más
entrelazadas y sólidas no pueden convivir fácilmente o, por lo menos, no pueden
hacerlo siguiendo las partituras tradicionales.
El
resultado a la vista está: los ciudadanos de los países en crisis pierden la
paciencia y son el caldo de cultivo de opciones antieuropeístas y populistas;
los del Norte se irritan; los del Este desconfían de los mecanismos de rescate;
el eje franco-alemán se resquebraja … y todo el conjunto corre el riesgo de
convertirse en una triste osamenta extendida y desarticulada en un campo de
batalla.
Campo
en el que ya emiten ayes de dolor las instituciones comunes heridas,
especialmente el Parlamento y la Comisión, oscurecidas por el Consejo europeo y
el Ecofin. El presidente Hollande acaba de proponer un Gobierno y un Parlamento
sólo para los países del euro. A nuestro juicio, multiplicar los regímenes
especiales es el camino contrario para avanzar: las políticas económicas han de
ser impulsadas por las instituciones ya existentes y esas instituciones han de
insistir en que los presupuestos de los Estados miembros -con euro o sin euro-
tengan como horizonte la estabilidad económica y la mejora de la calidad de
vida de los europeos. Algunos elementos para guiar esta política se encuentran
ya en las disposiciones que se conocen como semestre europeo, pero deberían
completarse con un Tesoro europeo y emisiones de deuda pública en euros.
Algunos
especialistas imputan la debilidad de Europa a la inexistencia de un pueblo (de
un demos, ya que estamos liados con Grecia). A nuestro juicio, los perfiles de
ese pueblo son necesarios pero sólo pueden dibujarse echando mano de la
identidad cultural común en cuya rica tradición deben anclarse las mejores de
nuestras iniciativas porque desde que Europa emerge en la Edad Media como
civilización consciente es la cultura precisamente su fundamento básico.
Y
al mismo tiempo se deben tejer, aderezar y aprestar los intereses también
comunes, aquellos que nos obligan a permanecer unidos porque nos conviene (la
defensa de las libertades y derechos fundamentales, la calidad de vida y de
protección al consumidor, el mercado interior, las políticas económica y
tributaria europeizadas, la disciplina segura de los bancos, de los seguros, de
nuestras inversiones, etcétera). Identidad cultural pues e intereses comunes
son elementos suficientes para conformar el pueblo europeo.
Sabiendo
por supuesto que, pese a tal identidad y tales intereses, Europa no es una
nación, ni falta que hace pues para nada necesitamos de esa pasión colectiva
subrayada por los exclusivismos -y la sangre- que es propia de los
nacionalismos.
Desde
las instituciones europeas y desde los Estados miembros (Alemania, Francia,
España, Holanda, Finlandia, etcétera) debe imponerse un caminar cuidadoso que
ponga el esfuerzo necesario en acomodar las convulsiones y daños que estamos
viviendo a la mesura, en todo caso, al principio de proporcionalidad. Por su
parte, Grecia es un país milenario que está acostumbrado a convertir en objetos
de interés cultural y turístico los restos de ánforas y vasijas rotas.
Esperemos que su actual Gobierno no quiera convertir también a la Unión
Europea, a base de improvisaciones, en un amasijo de restos arqueológicos.
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