31 mar 2018

Cristiano en tiempos de Francisco/

Cristiano en tiempos de Francisco/ Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC y escritor. Su último libro publicado es El fútbol (no)es así (Sotelo Blanco).
El Mundo, Sábado, 31/Mar/2018...
En la actualidad, casi nadie niega la existencia histórica de Jesús. Sus biografías críticas han empezado a aparecer a partir del siglo XIX. Una escuela dice que los Evangelios no pretendieron hacer verdadera historia sino exponer mitos, conceptos abstractos expresados en forma de hechos históricos que son el resultado de choques en la vida social de la Iglesia. Lo único importante es la existencia de Jesús y no la descripción de su manera de existir ni el sentido de su muerte Strauss inauguró esta tendencia con su Vida de Jesús en 1835. En esta línea, aunque con más contención, escribió Bultmann, extraordinario teólogo y exégeta protestante alemán, su Jesús. Otra corriente trató de reconstruir psicológicamente, partiendo del hecho referencial narrado en el texto, la vida del Jesús de la historia, prescindiendo de toda interpretación fideista. Como representante de esta corriente se puede citar a E. Renán con su Vida de Jesús, aparecida en 1863. La tercera serie de biografías, nacidas a las sombras del historicismo, trata de eludir la distancia entre la narración del hecho y el hecho en sí creando confusión entre ellos, como si el texto fuese un cristal que permitiera filmar de nuevo el acontecimiento, y como si la Historia no fuera una simple denotación de la realidad extralingüística. Hasta hubo intentos de someter el Evangelio a una lectura materialista, Lectura materialista del Evangelio de San Marcos, de F. Belo; y al psicoanálisis, El Evangelio ante el psicoanálisis, de F. Dolto. Otra serie de ellas aplicando los criterios de la historiografía moderna, unas escritas por creyentes tales como Jesús, Aproximación histórica, de Pagoda; Vida de Jesucristo, de J. Ricciotti; o Jesús et lHistoire, de C. Perrot. Otras escritas por no creyentes, como El Jesús que yo conozco, de A. Piñero. Otras vidas de Jesús noveladas, escritas también por creyentes, son las de Papini, Mauriac o por ateos, como la de Saramago.
Jesús murió bajo Pilatos, probablemente, el año 30. El poder político romano y el religioso judío condenaron a Jesús a morir crucificado por el simple pecado de haber roto muchos tabús y por su predicación utópica, un tanto libertaria. Su profetismo y su mesianismo lo condujeron a la cruz. La doctrina de Jesús es como una anarquía divina. Elige a los tontos para confundir a los sabios, y a los débiles para avergonzar a los fuertes y poderosos. La radicalidad del cristianismo consiste en la disolución, en el vaciamiento de todas las estructuras fundadas en el poder, en el dinero, en la sabiduría del mundo. Cristo me envió a evangelizar “no con la sabiduría de la palabra para que no se desvirtúe la cruz de Cristo”, pues escrito está: “arruinaré la sabiduría de los sabios y anularé la inteligencia de los inteligentes” (I Cor. 1, 17-25). Los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos: “las prostitutas os precederán en el reino de los cielos”. Las bienaventuranzas son la cumbre de la literatura del absurdo para la mentalidad de nuestros días: “Bienaventurados los pobres, los mansos, los afligidos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los ultrajados y despreciados por causa de mi nombre” (Mat. 5, 1-12). Cristo es la misma insolencia, se sale de las normas y desafía las tradiciones que traicionan el espíritu. Cuestiona a los que, socialmente, no se ven cuestionados. Se enfrenta al poder político y religioso, y opera la ruptura con el orden establecido para subrayar el carácter nuevo y original de su mensaje. Traducido para el hombre de hoy se podría decir: El mayor poder es el servicio. Decir esto a los sabios y poderosos es una insolencia. Por eso Jesús es un insolente.
La vida del cristiano debe estar enmarcada en dos principios: el principio individuationis y el de la solidaridad (compasión, piedad, caridad, amor, justicia). El cristiano debe vivir tensionado por un deseo de perfección: no de ser el mejor sino de mejorar cada día; se reconoce a sí mismo en cada otro; trata de conformar la sociedad a su ideal de vida sin confundir su causa con sus fantasmas ni sus delirios de perfección. El cristiano no es un fanático que no duda ni un escéptico que no cree. Para la extrema derecha, el único principio es el principium individuationis olvidando por completo la comunidad y la solidaridad. Sus militantes son individualistas por definición: cada uno que se las arregle como pueda. La extrema izquierda insiste en la masa, la colectividad, no comunidad, y olvida el principio individuationis; sostiene que la culpa del fracaso es del sistema: “el hombre nace bueno y el sistema lo corrompe”, dicen parafraseando a Rousseau. La extrema derecha detesta el cristianismo porque éste exige solidaridad y la extrema izquierda porque exige esfuerzo personal. Los discursos del Papa Francisco son, a veces, “gemidos indecibles” de víctimas de trata de blancas, inmigrantes y mendigos. Su posición niega la división de seres humanos fundada en esas diferencias. El cristianismo pone a cada uno delante de la imposibilidad de coincidir consigo mismo, delante de sus divisiones íntimas.
En Occidente, el abandono de la mitología produjo un vacío en forma de Dios en la conciencia humana, ennui (Baudelaire, Les fleures du mal); la duda (Tennyson, In memoriam, 1850); insatisfacción y desánimo (Flaubert, Madame Bobary, 1856). El humanismo laico y todo lo que implica llena a los fundamentalistas de terror. Pascal retrocedió espantado ante el vacío del cosmos; sin Dios, Descartes veía el mundo como un universo inerte; Hobbes creía que Dios se había retirado del mundo; Nietzsche dijo: “Dios ha muerto”. La revolución industrial no arregló los problemas. Trabó más diferencias sociales y nuevas formas de explotación e injusticia.
La teología es la interpretación del hombre y de la época expresada con un lenguaje sobre Dios. El lenguaje es histórico y, por lo tanto, contingente, aunque su contenido revelado no lo sea. La tarea de los teólogos es traducir la realidad cotidiana al lenguaje evangélico para que no parezca como un mero documento de una época pasada. Para sintonizar y estar en armonía con el nuevo Reino hay que cambiar el corazón de piedra por una mente y un corazón humildes, sencillos y caritativos. Esta transformación, en lenguaje teológico, se llama conversión. Su fruto es el hombre nuevo, quien está convencido de que donde hay amor, allí está Dios porque Dios es caridad. El lenguaje de la Iglesia ha de adaptarse a los tiempos de consumo inmediato si quiere ser oída y entendida por todos, especialmente por las generaciones más jóvenes. Las expresiones que hoy trasmite, mañana pueden quedarse obsoletas. El tiempo es el horizonte de todo intento de comprensión y de interpretación.
Adaptar el lenguaje no es traicionar el mensaje, sino utilizar los medios apropiados y propicios para que el mensaje llegue a la gente de hoy. Cristo y su mensaje son inmortales. Pero los sistemas, las traducciones, las maneras de hablar de ellos son efímeras. El lenguaje es creatividad, artesanía pura, antropología y ciencia. La predicación, las ceremonias y las celebraciones deben tener en cuenta el cine, la literatura, el teatro y la crónica política. Como dice Hamlet: los cómicos “son el compendio y breve crónica de los tiempos”. La teología debe presentar a Jesús al hombre de su tiempo de manera novedosa, atrayente, seria, atractiva y comprometida. Dios habló a los hombres de un tiempo en su lenguaje que hay que interpretar para cada momento. Quien quiera quedar bien con todos quedará mal con unos y con otros. La teología no puede pasar de puntillas sobre la degradación ética, política e intelectual de nuestros días.
Es imposible ser occidental y no ser cristiano en el sentido de haber estado influenciado por el cristianismo. Nietzsche, pese a su ateísmo, decía: “Soy el más cristiano de los hombres. No se trata de un simple personaje histórico, sino de alguien que ha configurado la conciencia de miles de millones de personas y partido en dos la Historia del mundo”. ¿Qué hubiera sido hoy del mundo sin Jesús de Nazaret? Escribió Renán:”arrancar tu nombre [el de Jesús] del mundo sería lo mismo que sacudirlo en sus cimientos”.

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