El último de los tibetanos/Ian Buruma, profesor de Derechos Humanos en el Bard College
Publicado en LA VANGUARDIA, 13/04/2008;
¿Están condenados los tibetanos a sufrir la misma suerte que los indios estadounidenses? ¿Acabarán siendo poco más que una atracción turística, vendiendo recuerdos baratos de una cultura que alguna vez fue grande? Ese triste destino parece cada vez más probable y el año olímpico ya se ha visto opacado por los esfuerzos del Gobierno chino para reprimir la oposición a que llegue.
El destino de Tíbet no es simplemente cuestión de la opresión semicolonial. A menudo se olvida que muchos tibetanos, especialmente las personas educadas de las ciudades grandes, estaban tan ansiosos de modernizar su sociedad a mediados del siglo XX que vieron a los chinos comunistas como sus aliados en la lucha contra el gobierno de los monjes y los terratenientes. A principios de los años cincuenta, el joven Dalai Lama mismo quedó impresionado por las reformas chinas y escribió poemas en alabanza del presidente Mao.
Sin embargo, en lugar de reformar la sociedad y la cultura tibetanas, los chinos comunistas acabaron por destruirlas. En nombre del ateísmo marxista oficial, se aplastó la religión. Durante la revolución cultural, se demolieron monasterios y templos (a menudo con la ayuda de los guardias rojos tibetanos). Y el Dalai Lama y su séquito se vieron obligados a huir a India.
Nada de esto fue exclusivo de Tíbet. La destrucción de tradiciones y la uniformización cultural forzada sucedieron en todas partes de China. En algunos aspectos, los tibetanos recibieron un trato menos despiadado que la mayoría de los chinos. Tampoco la amenaza al carácter único tibetano ha provenido únicamente de los comunistas. En 1946, el general Chang Kai Chek declaró que los tibetanos eran chinos y ciertamente no les habría concedido la independencia si sus nacionalistas hubieran ganado la guerra civil.
Si el budismo tibetano ha resultado severamente dañado, el comunismo chino apenas ha sobrevivido a los estragos del siglo XX. Pero el desarrollo capitalista ha sido aún más devastador para la tradición tibetana. Tíbet se ha beneficiado de enormes cantidades de dinero chino para la energía y la modernización del país. Los tibetanos no se pueden quejar de quedarse atrás en la transformación de China de una ruina de Tercer Mundo a una maravilla de desarrollo urbano.
Pero el precio en Tíbet ha sido más alto que en cualquier otra parte. La identidad regional, la diversidad cultural y las artes y costumbres tradicionales han quedado sepultadas bajo el cemento, el acero y el vidrio por toda China, y todos los chinos respiran el mismo aire contaminado. Pero por lo menos, los chinos de la etnia han pueden sentir orgullo por el renacimiento de su fortuna nacional. Los tibetanos, por el contrario, sólo podrán compartir este sentimiento si se convierten plenamente en chinos.
Los chinos han exportado su versión del desarrollo moderno a Tíbet no sólo en arquitectura e infraestructuras, sino también en personas - oleada tras oleada de personas: empresarios de Sichuan, prostitutas de Hunan, tecnócratas de Pekín, funcionarios del Partido de Shanghai y tenderos de Yunan; la mayoría de la población de Lhasa ya no es tibetana-.
Dado que el idioma de enseñanza en las escuelas y universidades de Tíbet es el chino, todo el que quiera ser más que un campesino pobre, limosnero o vendedor de baratijas tiene que ajustarse a las normas chinas. Incluso los intelectuales tibetanos que quieren estudiar su propia literatura clásica deben hacerlo en traducciones al chino. Mientras, los turistas chinos y extranjeros se visten con ropa típica tibetana para tomarse fotos de recuerdo ante el antiguo palacio del Dalai Lama.
Ahora la religión se tolera en Tíbet, igual que en el resto de China, pero bajo condiciones estrictamente controladas. Los monasterios y los templos se explotan como atracciones turísticas, al tiempo que los agentes del Gobierno tratan de asegurar que los monjes respeten el orden. Todavía no han tenido un éxito total; el resentimiento entre los tibetanos es muy profundo. En las últimas semanas, ese resentimiento se desbordó, primero en los monasterios y después en las calles, contra los migrantes chinos han. El Dalai Lama ha dicho en repetidas ocasiones que no busca la independencia, y el Gobierno chino ciertamente se equivoca al culparlo de la violencia. Pero mientras Tíbet siga siendo parte de China, es difícil ver cómo podría sobrevivir su singular identidad cultural.
Fuera de Tíbet, sin embargo, la situación es otra. Si los chinos son responsables de extinguir el viejo estilo de vida en Tíbet, pueden ser, sin proponérselo, los causantes de que se mantenga vivo fuera. Al obligar al Dalai Lama a exilarse, han garantizado el establecimiento de una diáspora tibetana que bien podría sobrevivir de una manera más tradicional de lo que habría sido probable incluso en un Tíbet independiente. Las culturas de diáspora se nutren de sueños nostálgicos de volver.
¿Y quién puede decir que esos sueños nunca se cumplirán? Los judíos lograron aferrarse a los suyos durante casi dos mil años.
El destino de Tíbet no es simplemente cuestión de la opresión semicolonial. A menudo se olvida que muchos tibetanos, especialmente las personas educadas de las ciudades grandes, estaban tan ansiosos de modernizar su sociedad a mediados del siglo XX que vieron a los chinos comunistas como sus aliados en la lucha contra el gobierno de los monjes y los terratenientes. A principios de los años cincuenta, el joven Dalai Lama mismo quedó impresionado por las reformas chinas y escribió poemas en alabanza del presidente Mao.
Sin embargo, en lugar de reformar la sociedad y la cultura tibetanas, los chinos comunistas acabaron por destruirlas. En nombre del ateísmo marxista oficial, se aplastó la religión. Durante la revolución cultural, se demolieron monasterios y templos (a menudo con la ayuda de los guardias rojos tibetanos). Y el Dalai Lama y su séquito se vieron obligados a huir a India.
Nada de esto fue exclusivo de Tíbet. La destrucción de tradiciones y la uniformización cultural forzada sucedieron en todas partes de China. En algunos aspectos, los tibetanos recibieron un trato menos despiadado que la mayoría de los chinos. Tampoco la amenaza al carácter único tibetano ha provenido únicamente de los comunistas. En 1946, el general Chang Kai Chek declaró que los tibetanos eran chinos y ciertamente no les habría concedido la independencia si sus nacionalistas hubieran ganado la guerra civil.
Si el budismo tibetano ha resultado severamente dañado, el comunismo chino apenas ha sobrevivido a los estragos del siglo XX. Pero el desarrollo capitalista ha sido aún más devastador para la tradición tibetana. Tíbet se ha beneficiado de enormes cantidades de dinero chino para la energía y la modernización del país. Los tibetanos no se pueden quejar de quedarse atrás en la transformación de China de una ruina de Tercer Mundo a una maravilla de desarrollo urbano.
Pero el precio en Tíbet ha sido más alto que en cualquier otra parte. La identidad regional, la diversidad cultural y las artes y costumbres tradicionales han quedado sepultadas bajo el cemento, el acero y el vidrio por toda China, y todos los chinos respiran el mismo aire contaminado. Pero por lo menos, los chinos de la etnia han pueden sentir orgullo por el renacimiento de su fortuna nacional. Los tibetanos, por el contrario, sólo podrán compartir este sentimiento si se convierten plenamente en chinos.
Los chinos han exportado su versión del desarrollo moderno a Tíbet no sólo en arquitectura e infraestructuras, sino también en personas - oleada tras oleada de personas: empresarios de Sichuan, prostitutas de Hunan, tecnócratas de Pekín, funcionarios del Partido de Shanghai y tenderos de Yunan; la mayoría de la población de Lhasa ya no es tibetana-.
Dado que el idioma de enseñanza en las escuelas y universidades de Tíbet es el chino, todo el que quiera ser más que un campesino pobre, limosnero o vendedor de baratijas tiene que ajustarse a las normas chinas. Incluso los intelectuales tibetanos que quieren estudiar su propia literatura clásica deben hacerlo en traducciones al chino. Mientras, los turistas chinos y extranjeros se visten con ropa típica tibetana para tomarse fotos de recuerdo ante el antiguo palacio del Dalai Lama.
Ahora la religión se tolera en Tíbet, igual que en el resto de China, pero bajo condiciones estrictamente controladas. Los monasterios y los templos se explotan como atracciones turísticas, al tiempo que los agentes del Gobierno tratan de asegurar que los monjes respeten el orden. Todavía no han tenido un éxito total; el resentimiento entre los tibetanos es muy profundo. En las últimas semanas, ese resentimiento se desbordó, primero en los monasterios y después en las calles, contra los migrantes chinos han. El Dalai Lama ha dicho en repetidas ocasiones que no busca la independencia, y el Gobierno chino ciertamente se equivoca al culparlo de la violencia. Pero mientras Tíbet siga siendo parte de China, es difícil ver cómo podría sobrevivir su singular identidad cultural.
Fuera de Tíbet, sin embargo, la situación es otra. Si los chinos son responsables de extinguir el viejo estilo de vida en Tíbet, pueden ser, sin proponérselo, los causantes de que se mantenga vivo fuera. Al obligar al Dalai Lama a exilarse, han garantizado el establecimiento de una diáspora tibetana que bien podría sobrevivir de una manera más tradicional de lo que habría sido probable incluso en un Tíbet independiente. Las culturas de diáspora se nutren de sueños nostálgicos de volver.
¿Y quién puede decir que esos sueños nunca se cumplirán? Los judíos lograron aferrarse a los suyos durante casi dos mil años.
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