¿Para qué quiso ser Papa?/Juan Arias, periodista y autor de La seducción de los ángeles. Un antídoto contra la soledad
Publicado en EL PAÍS, 15/04/09;
Conocí en Roma, hace ahora 50 años, al entonces simple teólogo progresista, Joseph Ratzinger, cuando era asesor del también progresista episcopado alemán. Era ya como hoy: delgado, de mirada esquiva y misteriosa, lo opuesto del otro teólogo también asesor de los obispos progresistas, el suizo Hans Küng, todo él alegría y vitalidad. Eran los tiempos del Concilio Vaticano II. Juan XXIII, que hablaba por teléfono con Kruschev en ruso para intentar evitar la guerra de los misiles de Cuba, lanzó un reto al mundo descreído y pidió que volviera a la Iglesia. Abrió las puertas a los episcopados más avanzados, gritó contra los “profetas de desventuras”, se ganó a la inteligencia de la Iglesia de entonces. Se vislumbró la esperanza.
Duró poco. Un cardenal español que, como tal, formaba parte de uno de los episcopados más oscuros del mundo, dijo al clero, al volver a su diócesis: “Y ahora a esperar que las aguas vuelvan a su cauce”. Volvieron en parte, por obra sobre todo de Ratzinger, que cambió de piel y llegó a escribir un libro contra aquel Concilio, que en su opinión había sido un “error”. Fue premiado: le hicieron obispo, después cardenal y más tarde guardián de la ortodoxia como Prefecto de la Sagrada Congregación de la Fe, la heredera de la antigua Inquisición.
Ratzinger usó mano de hierro contra la inteligencia progresista de la Iglesia, apoyado sólo en parte por el Papa polaco Wojtyla. Condenó a todos los teólogos capaces de pensar, sobre todo a los teólogos de la liberación, que intentaban devolver a los pobres de América Latina la esperanza traicionada de los Evangelios. Recuerdo la mañana del proceso en Roma a un teólogo brasileño, el franciscano Leonardo Boff. Le esperé cuatro horas a la puerta del ex Santo Oficio. Salió cansado, pero seguro, digno. “Me ha condenado. No podré seguir escribiendo”, dijo con tristeza y dolor. Me relató algunas escenas del proceso con Ratzinger. “Me dijo que estaba más guapo con el hábito de franciscano y yo le advertí de que quizás fuese verdad, pero que si en un autobús, en Brasil, fuera vestido así, todos me dejarían su asiento. Sería un hombre de poder y no un siervo de Jesús, pobre con los pobres”, me contó.
Silencioso y misterioso, impenetrable y siempre un duro suave pero inconmovible, convencido de su valer, Ratzinger quiso más: aspiró a las llaves de Pedro. Usó el Cónclave que debería elegir al sucesor del carismático y casi santificado en vida Juan Pablo II, para eliminar a todos los posibles candidatos menos conservadores que él. Se apoderó de las reuniones de los cardenales reunidos en Roma para la elección del nuevo papa. Les prohibió hablar con los medios de comunicación. Les convenció de que Europa se estaba hundiendo, víctima de su pecado de agnosticismo y rechazo a la Iglesia. Hacía falta un salvador. Se presentó como tal en el discurso del Cónclave. Creó una red mundial de apoyo a su candidatura. En secreto.
Fue elegido. ¿Para qué? Creyó que era él quien llevaba razón al decir que el Concilio Vaticano II del profético y anciano Juan XXIII había sido una equivocación. Perdonó a los rebeldes contra las aperturas del Concilio, a los seguidores del excomulgado Lefevbre, a los que seguían diciendo misa contra la pared, de espaldas a los fieles, en latín. Se olvidó de restituir a los teólogos más abiertos la dignidad que él mismo les había quitado. Se equivocó. Aquel Concilio no murió. Sus semillas siguen vivas en los cinco continentes y ahora empiezan a brotar, con indignación, contra una Iglesia desorientada, donde, por primera vez en muchos siglos, se critica desde dentro o, peor aún, ya no se escucha la voz del Papa.
Ratzinger se reía benévolamente de lo poco de teología que, según él, sabía el Papa polaco, que era su superior. En una cena a la que asistí en Roma, en casa de un periodista alemán, se permitió decir que él tenía que leer previamente los discursos del Papa para que no tuvieran errores teológicos. Han pasado muchos años desde aquella cena. Hoy, el papa Ratzinger, el sutil y duro teólogo, no necesita que nadie le lea sus discursos para corregírselos.
Los cardenales que lo eligieron en el secreto del Cónclave, generalmente más pastores que teólogos, se dejaron encantar con la erudición académica del colega alemán. Pensaron que sus altos estudios teológicos y su firmeza doctrinal iban a ayudar a enderezar a la Iglesia rebelde, heredera del Concilio. Pero se olvidaron de que no siempre caminan parejas la teología y la diplomacia, la dureza dogmática y la capacidad de actuar políticamente y con flexibilidad frente a los problemas nuevos del mundo y los difíciles equilibrios internacionales.
La teología de Benedicto XVI chocó en África con la evidencia de la política y de la cultura de aquellas gentes. Ha chocado en casi todas las manifestaciones en las que ha preferido anteponer su saber teológico, de cuño intransigente y tridentino, con las esperanzas de los que aún siguen pensando que la Iglesia Católica puede ser árbitro de paz, defensora de la diversidad de las culturas y esperanza de libertad.
En verdad, no está consiguiendo ser recibido ni amado como lo fue el Papa que no sabía teología, que también era conservador, pero que no se avergonzaba de escribir poesías en sus ratos libres. Quizás en la soledad que lo agarrota en estos momentos Ratzinger se esté preguntando: “¿Para qué quise ser Papa
Duró poco. Un cardenal español que, como tal, formaba parte de uno de los episcopados más oscuros del mundo, dijo al clero, al volver a su diócesis: “Y ahora a esperar que las aguas vuelvan a su cauce”. Volvieron en parte, por obra sobre todo de Ratzinger, que cambió de piel y llegó a escribir un libro contra aquel Concilio, que en su opinión había sido un “error”. Fue premiado: le hicieron obispo, después cardenal y más tarde guardián de la ortodoxia como Prefecto de la Sagrada Congregación de la Fe, la heredera de la antigua Inquisición.
Ratzinger usó mano de hierro contra la inteligencia progresista de la Iglesia, apoyado sólo en parte por el Papa polaco Wojtyla. Condenó a todos los teólogos capaces de pensar, sobre todo a los teólogos de la liberación, que intentaban devolver a los pobres de América Latina la esperanza traicionada de los Evangelios. Recuerdo la mañana del proceso en Roma a un teólogo brasileño, el franciscano Leonardo Boff. Le esperé cuatro horas a la puerta del ex Santo Oficio. Salió cansado, pero seguro, digno. “Me ha condenado. No podré seguir escribiendo”, dijo con tristeza y dolor. Me relató algunas escenas del proceso con Ratzinger. “Me dijo que estaba más guapo con el hábito de franciscano y yo le advertí de que quizás fuese verdad, pero que si en un autobús, en Brasil, fuera vestido así, todos me dejarían su asiento. Sería un hombre de poder y no un siervo de Jesús, pobre con los pobres”, me contó.
Silencioso y misterioso, impenetrable y siempre un duro suave pero inconmovible, convencido de su valer, Ratzinger quiso más: aspiró a las llaves de Pedro. Usó el Cónclave que debería elegir al sucesor del carismático y casi santificado en vida Juan Pablo II, para eliminar a todos los posibles candidatos menos conservadores que él. Se apoderó de las reuniones de los cardenales reunidos en Roma para la elección del nuevo papa. Les prohibió hablar con los medios de comunicación. Les convenció de que Europa se estaba hundiendo, víctima de su pecado de agnosticismo y rechazo a la Iglesia. Hacía falta un salvador. Se presentó como tal en el discurso del Cónclave. Creó una red mundial de apoyo a su candidatura. En secreto.
Fue elegido. ¿Para qué? Creyó que era él quien llevaba razón al decir que el Concilio Vaticano II del profético y anciano Juan XXIII había sido una equivocación. Perdonó a los rebeldes contra las aperturas del Concilio, a los seguidores del excomulgado Lefevbre, a los que seguían diciendo misa contra la pared, de espaldas a los fieles, en latín. Se olvidó de restituir a los teólogos más abiertos la dignidad que él mismo les había quitado. Se equivocó. Aquel Concilio no murió. Sus semillas siguen vivas en los cinco continentes y ahora empiezan a brotar, con indignación, contra una Iglesia desorientada, donde, por primera vez en muchos siglos, se critica desde dentro o, peor aún, ya no se escucha la voz del Papa.
Ratzinger se reía benévolamente de lo poco de teología que, según él, sabía el Papa polaco, que era su superior. En una cena a la que asistí en Roma, en casa de un periodista alemán, se permitió decir que él tenía que leer previamente los discursos del Papa para que no tuvieran errores teológicos. Han pasado muchos años desde aquella cena. Hoy, el papa Ratzinger, el sutil y duro teólogo, no necesita que nadie le lea sus discursos para corregírselos.
Los cardenales que lo eligieron en el secreto del Cónclave, generalmente más pastores que teólogos, se dejaron encantar con la erudición académica del colega alemán. Pensaron que sus altos estudios teológicos y su firmeza doctrinal iban a ayudar a enderezar a la Iglesia rebelde, heredera del Concilio. Pero se olvidaron de que no siempre caminan parejas la teología y la diplomacia, la dureza dogmática y la capacidad de actuar políticamente y con flexibilidad frente a los problemas nuevos del mundo y los difíciles equilibrios internacionales.
La teología de Benedicto XVI chocó en África con la evidencia de la política y de la cultura de aquellas gentes. Ha chocado en casi todas las manifestaciones en las que ha preferido anteponer su saber teológico, de cuño intransigente y tridentino, con las esperanzas de los que aún siguen pensando que la Iglesia Católica puede ser árbitro de paz, defensora de la diversidad de las culturas y esperanza de libertad.
En verdad, no está consiguiendo ser recibido ni amado como lo fue el Papa que no sabía teología, que también era conservador, pero que no se avergonzaba de escribir poesías en sus ratos libres. Quizás en la soledad que lo agarrota en estos momentos Ratzinger se esté preguntando: “¿Para qué quise ser Papa
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