De zarzuelas y amores/Plinio Apuleyo Mendoza, periodista y escritor colombiano
Publicado en EL PAÍS, 08/08/09;
Fue como la llama de un fósforo encendida de repente en algún lugar penumbroso de la memoria, allí donde uno guarda sus más viejos recuerdos. Respondiendo a la queja de una lánguida soprano, aquel coro de 30 o 40 bellas muchachas cantaba el trozo más conocido de La verbena de la Paloma, la primera de una antología de zarzuelas que bajo el título Vive Madrid se estrenaba aquella noche en el soberbio y moderno Teatros del Canal recientemente inaugurado. Margarita Robledo, una vieja amiga tan colombiana como madrileña, había logrado el milagro de que estuviéramos en la primera fila cuando se levantó el telón. Y ahí empezó la magia.
Primero, la asombrosa escenografía: juego de luces, paredes móviles, faroles, penumbras e imágenes del viejo Madrid proyectadas sobre un telón de fondo. Luego, en aquella atmósfera, la entrada súbita de un enjambre de hombres y mujeres jóvenes, vestidos ellos con trajes grises muy ceñidos y ellas con mantones de Manila. Gatos y gatas, así se les llamaba entonces; y como tales, con el mismo sigilo de felinos cazadores, avanzaban los hombres al compás de la música tras unas muchachas que los esquivaban con coquetería. El coro de voces femeninas que brotó de pronto con una unidad perfecta, como si fuese una sola voz, me devolvió con una brusca emoción algo oído mucho tiempo atrás; algo nunca olvidado.
Volví a sentir lo mismo a medida que avanzaba aquella fastuosa antología de zarzuelas, cuyo tema era siempre Madrid, antología que se extendía desde los tiempos de Goya hasta aquellos muy vecinos donde el chaleco y el sombrero reinaban todavía en las calles. Nunca se había logrado, dentro de una escenografía moderna, con toda suerte de personajes y vestuarios y sin que se advirtiese ruptura alguna, reunir en un solo espectáculo las zarzuelas más famosas de España. Y algo paradójico: el autor de esta proeza no era un madrileño sino el catalán Jaime Martorell.
Extrañas trampas de la nostalgia: también esta música está adherida a nuestro pasado, en Colombia. La zarzuela siempre estuvo presente allí gracias a compañías que venían todos los años desde el otro lado del Atlántico. De niños, padres o abuelas nos llevaban al Teatro Colón para verlas. Quedábamos deslumbrados con aquella imagen de España. Era como vislumbrar otro mundo y al mismo tiempo encontrar algo de nuestras raíces profundas. Jamás llegamos a olvidar trozos de Luisa Fernanda. Eran aires que lo acompañaban a uno secretamente, como a los muchachos de hoy los acompaña el rock. Padres y abuelos nuestros debieron crecer a la sombra de la misma pasión oculta. Nunca he olvidado que mi padre ponía los domingos zarzuelas en un tocadiscos para oírlas mientras leía el periódico. Me duele recordar que nunca viajó a España, país que le atraía tanto como su música o sus corridas de toros.
No sé cuantos viejos bogotanos llegaron a enamorarse de las coristas españolas que una vez por año aparecían en el escenario del Teatro Colón. Uno de ellos, por cierto, fue el editor de El Tiempo, Enrique Santos Castillo, cuando era muy joven. Me lo contó alguna vez. Alcanzó a llegar hasta Buenaventura donde la compañía de su amada estaba a punto de embarcarse. Sus padres lograron atajarlo a tiempo.
Ahora que lo pienso, tampoco yo fui ajeno a tales desvaríos, pues el primer amor -desde luego platónico- que tuve en la vida me lo inspiró una niña que era la estrella principal de una compañía escolar de zarzuelas, sólo que no de Madrid sino de una ciudad colombiana más modesta: de Tunja. Claro que nunca supo ella el efecto que causó en mí, un pobre muchacho que entonces pasaba sus vacaciones de fin de año en Ramiriquí, un pueblo del altiplano andino, en casa de una prima de su padre. Allí había llegado la precoz artista de zarzuela con su grupo escolar para dar en aquel pueblo una sola representación antes de continuar su gira por aquella provincia. La conocí antes de la función de la noche mientras la maquillaban delante de un tocador de tres lunas. Nunca había visto yo una adolescente tan bella. No debía tener más de 13 años. Era muy fina, con unos rasgos bien dibujados y un pelo largo y sedoso por el cual ella pasaba su mano enredándoselo y desenredándoselo con coquetería. Parecía una actriz de cine.
Recuerdo que en un momento dado me vio en el espejo observándola con fascinación. “¿Qué lees?”, me dijo reparando en el libro que tenía en las manos. “Una novela”, fue lo único que pude contestarle. “¿Una novela? A mí también me gustan las novelas”, comentó ella. Yo no supe qué añadir. Sólo percibía una lumbre de simpatía en sus ojos oscuros.
Aquella noche, cuando le oí cantar en el teatro del pueblo las arias de Luisa Fernanda, vestida como una española, y al ver la manera como se movía en el escenario -con una gracia infinita, muy femenina-, experimenté esa zozobra que es el primer atisbo del amor. Y al día siguiente, desde el balcón de la casa, sentí una profunda tristeza cuando divisé el autobús que se la llevaba a ella y a los muchachos de la compañía de zarzuelas rumbo a otros pueblos de los Andes.
Quizás este viejo recuerdo explica muchas cosas. Por ejemplo, la extraña emoción que me brotó de pronto al escuchar en un teatro de Madrid el primer coro de una vieja zarzuela.
Primero, la asombrosa escenografía: juego de luces, paredes móviles, faroles, penumbras e imágenes del viejo Madrid proyectadas sobre un telón de fondo. Luego, en aquella atmósfera, la entrada súbita de un enjambre de hombres y mujeres jóvenes, vestidos ellos con trajes grises muy ceñidos y ellas con mantones de Manila. Gatos y gatas, así se les llamaba entonces; y como tales, con el mismo sigilo de felinos cazadores, avanzaban los hombres al compás de la música tras unas muchachas que los esquivaban con coquetería. El coro de voces femeninas que brotó de pronto con una unidad perfecta, como si fuese una sola voz, me devolvió con una brusca emoción algo oído mucho tiempo atrás; algo nunca olvidado.
Volví a sentir lo mismo a medida que avanzaba aquella fastuosa antología de zarzuelas, cuyo tema era siempre Madrid, antología que se extendía desde los tiempos de Goya hasta aquellos muy vecinos donde el chaleco y el sombrero reinaban todavía en las calles. Nunca se había logrado, dentro de una escenografía moderna, con toda suerte de personajes y vestuarios y sin que se advirtiese ruptura alguna, reunir en un solo espectáculo las zarzuelas más famosas de España. Y algo paradójico: el autor de esta proeza no era un madrileño sino el catalán Jaime Martorell.
Extrañas trampas de la nostalgia: también esta música está adherida a nuestro pasado, en Colombia. La zarzuela siempre estuvo presente allí gracias a compañías que venían todos los años desde el otro lado del Atlántico. De niños, padres o abuelas nos llevaban al Teatro Colón para verlas. Quedábamos deslumbrados con aquella imagen de España. Era como vislumbrar otro mundo y al mismo tiempo encontrar algo de nuestras raíces profundas. Jamás llegamos a olvidar trozos de Luisa Fernanda. Eran aires que lo acompañaban a uno secretamente, como a los muchachos de hoy los acompaña el rock. Padres y abuelos nuestros debieron crecer a la sombra de la misma pasión oculta. Nunca he olvidado que mi padre ponía los domingos zarzuelas en un tocadiscos para oírlas mientras leía el periódico. Me duele recordar que nunca viajó a España, país que le atraía tanto como su música o sus corridas de toros.
No sé cuantos viejos bogotanos llegaron a enamorarse de las coristas españolas que una vez por año aparecían en el escenario del Teatro Colón. Uno de ellos, por cierto, fue el editor de El Tiempo, Enrique Santos Castillo, cuando era muy joven. Me lo contó alguna vez. Alcanzó a llegar hasta Buenaventura donde la compañía de su amada estaba a punto de embarcarse. Sus padres lograron atajarlo a tiempo.
Ahora que lo pienso, tampoco yo fui ajeno a tales desvaríos, pues el primer amor -desde luego platónico- que tuve en la vida me lo inspiró una niña que era la estrella principal de una compañía escolar de zarzuelas, sólo que no de Madrid sino de una ciudad colombiana más modesta: de Tunja. Claro que nunca supo ella el efecto que causó en mí, un pobre muchacho que entonces pasaba sus vacaciones de fin de año en Ramiriquí, un pueblo del altiplano andino, en casa de una prima de su padre. Allí había llegado la precoz artista de zarzuela con su grupo escolar para dar en aquel pueblo una sola representación antes de continuar su gira por aquella provincia. La conocí antes de la función de la noche mientras la maquillaban delante de un tocador de tres lunas. Nunca había visto yo una adolescente tan bella. No debía tener más de 13 años. Era muy fina, con unos rasgos bien dibujados y un pelo largo y sedoso por el cual ella pasaba su mano enredándoselo y desenredándoselo con coquetería. Parecía una actriz de cine.
Recuerdo que en un momento dado me vio en el espejo observándola con fascinación. “¿Qué lees?”, me dijo reparando en el libro que tenía en las manos. “Una novela”, fue lo único que pude contestarle. “¿Una novela? A mí también me gustan las novelas”, comentó ella. Yo no supe qué añadir. Sólo percibía una lumbre de simpatía en sus ojos oscuros.
Aquella noche, cuando le oí cantar en el teatro del pueblo las arias de Luisa Fernanda, vestida como una española, y al ver la manera como se movía en el escenario -con una gracia infinita, muy femenina-, experimenté esa zozobra que es el primer atisbo del amor. Y al día siguiente, desde el balcón de la casa, sentí una profunda tristeza cuando divisé el autobús que se la llevaba a ella y a los muchachos de la compañía de zarzuelas rumbo a otros pueblos de los Andes.
Quizás este viejo recuerdo explica muchas cosas. Por ejemplo, la extraña emoción que me brotó de pronto al escuchar en un teatro de Madrid el primer coro de una vieja zarzuela.
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