Tlatlaya/Federico
Reyes Heroles
Excelsior
La
gestión de Enrique Peña Nieto atraviesa por una encrucijada que la puede marcar
ante la historia. Se resume en una palabra: Tlatlaya.
Todo
proceso civilizatorio encuentra un anclaje fundamental en la regulación de la
violencia. Los códigos penales y militares especifican qué debe entenderse por
defensa propia, por proporcionalidad ante una agresión. Toda fuerza pública
debe seguir un principio, sencillo de entender, difícil de aplicar. En el caso
de tener que acudir a ese expediente inevitable que es el uso de la violencia,
se deberá intentar que no haya pérdida de vidas, que en todo caso haya
detenidos, potenciales culpables, que deberán ser amparados en todo momento por
un debido proceso. El estricto apego a esos códigos de actuación se ha
convertido en el inviolable rasero para monitorear la forma de operar de las
autoridades.
México
ha venido construyendo instituciones, la CNDH en particular y sus
correspondientes estatales, para caminar hacia un ideal de comportamiento. Los
derechos humanos abarcan áreas muy diversas, se trata de una cultura que gira
alrededor de ese eje. La tarea es delicada, pues supone la adaptación de leyes
de diversa índole, códigos penales, pero también laborales, acatamiento de
convenciones internacionales. Sin embargo, el área más sensible sigue siendo la
de las confrontaciones entre autoridades y la ciudadanía, los ejemplos son
múltiples, de Acteal, Aguas Blancas o El Bosque, a Atenco o las calles de la
Ciudad de México. En esas andábamos, observando que las recomendaciones de la
CNDH se cumplan y que las autoridades capaciten a los elementos a cargo de los
operativos, cuando el escenario se complicó.
Calderón
decidió declarar la guerra al narco y, al carecer de una corporación especial,
sacó a las Fuerzas Armadas a las calles. Las noticias de violaciones a derechos
humanos o incluso ejecuciones sistemáticas empezaron a aparecer. Los reportajes
periodísticos y las investigaciones arrojaron luz a las sospechas. En noviembre
de 2011 Nexos publicó un trabajo pionero de tres investigadores (C. Pérez
Correa, C. Silva Forné y R. Gutiérrez Rivas) que establecía un Índice de
letalidad que midió las proporciones de bajas, muertos, entre las fuerzas
públicas y los presuntos responsables. En todos los casos había más bajas entre
los presuntos responsables. El hecho se podría explicar por la preparación y el
equipo.
Pero
lo más interesante fue la desproporción encontrada. La Policía Federal registró
la operación más profesional, pues tenía una relación de un elemento oficial
muerto por 1.4 del otro lado; en el Ejército la relación fue 1 por casi 14 y
finalmente la Marina, con más de 34 muertos de los presuntos responsables por
cada miembro de esa corporación. Ni el Ejército ni la Marina llegaban con ánimo
de detener. En parte fue eso lo que produjo una espiral incontenible de
violencia. La forma como se atrapaba a los narcos y se les exhibía ante la
opinión pública era una afrenta a lo que el sociólogo Diego Gambetta ha
denominado “Los códigos del inframundo”. Violencia que generaba más violencia,
venganza sobre venganza en un encadenamiento sin fin.
Cuando
Peña Nieto llegó al poder muchos esperaban que hubiera un giro espectacular en
la estrategia. Pero la persecución prosiguió contra los pronósticos de que la
nueva gestión pactaría. Hay cambios que parecieran sutilezas, pero no lo son.
Primero un secretario de Gobernación que asumió su rol como coordinador de la
estrategia federal. La subdivisión del país en regiones gobernadas por
distintos partidos ha empezado a dar frutos. Los secretarios de Defensa y
Marina han dado señales claras hacia el exterior de que van juntos en esta
misión. Pero también al interior de las corporaciones la señal es de unidad,
comenzando por los retratos oficiales de ambos en todas las instalaciones de
las Fuerzas Armadas. El qué hacer no cambió, sí el cómo. Son los mismos
elementos actuando diferente.
Ese
cambio en la forma de actuación empezó, lentamente, a dar resultados. El 12 de
agosto el secretario de Gobernación dio a conocer una disminución significativa
de los tres delitos centrales —homicidios, secuestros, extorsión— en el llamado
Escudo Centro, que abarca a siete entidades. Pero la opinión pública en México
desconfía, y con razón, de las cifras oficiales. Sin embargo, Alto al Secuestro
también ratificó la tendencia. Aún más espectacular fue el reporte de la CNDH
de julio pasado, que informaba de una caída de más de 72% de las quejas contra
las Fuerzas Armadas por violaciones a los derechos humanos. Se dice que el
presidente de esa institución suaviza los escenarios para conseguir su
reelección. Fui miembro de su Consejo Consultivo. Quiero pensar que son
especulaciones y que la CNDH es eso, una institución.
Por
eso en Tlatlaya Peña Nieto se juega mucho. La detención de ocho militares abre
la expectativa de encontrar la explicación de esa masacre, explicación que se
le debe a la sociedad, y la esperanza de que no habrá retorno a la barbarie.
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La pérdida de
credibilidad en el gobierno/ Leo Zuckermann
Excelsior
La pérdida de
credibilidad en el gobierno
A
las instituciones del gobierno les pasa como a las personas: si mienten, y las
cachan, pierden credibilidad. Por eso, apostar a que el encubrimiento va a
funcionar es una apuesta muy arriesgada, sobre todo en esta época donde es tan
difícil esconder la verdad. Pero muchos dentro del gobierno, con buenos aliados
en los medios, siguen apostándole a eso. Es el caso de lo ocurrido en Tlatlaya
donde los gobiernos federal y del Estado de México mintieron, los cacharon, y
por tanto han perdido credibilidad.
¿Quién, en su
sano juicio, le va a creer a la Procuraduría General de Justicia del Estado de
México (PGJEM) después de la mentira que se echó para encubrir la ejecución de
22 personas por parte de una patrulla del Ejército? Ayer cité el
boletín completo que envió esta Procuraduría después que el 14 de julio
solicitamos en Es la hora de opinar explicaciones de los hechos ocurridos el 30
de junio en Tlatlaya. Queda claro que la PGJEM se puso del lado del Ejército en
lugar de procurar la justicia.
Sin
investigar, simulando pruebas, optó por proteger al poderoso. Porque es
indudable que el Ejército es una organización con mucho poder. Se trata de
gente armada con gran peso entre la clase política. Pero eso no les da derecho
a matar a quien se les pegue la gana. Cuando abusan de su poder, deben ser
castigados. No obstante, la PGJEM, en lugar de investigar, inmediatamente
replicó la explicación de la Secretaría de la Defensa Nacional en su intento
por encubrir la verdad. En ningún momento la Procuraduría dudó que las víctimas
no merecían este desenlace por más delincuentes que hayan sido (lo cual, por
cierto, también es de dudarse).
Si
aceptamos que los soldados maten gente en lugar de ponerla a disposición de las
autoridades judiciales, estamos aceptando que mañana hagan exactamente lo mismo
con cualquiera de nosotros: que entren a nuestro domicilio, nos ejecuten y
luego digan que se justificaba porque éramos bien malos y repelimos la acción
de las Fuerzas Armadas. Eso sucede en sociedades donde impera la ley de la
selva, no en el Estado de derecho.
El
primer damnificado de la mentira de Tlatlaya es el Ejército, una de las
instituciones que más confianza genera entre la población. Al tratar de
encubrir lo ocurrido, su credibilidad ha quedado abollada. Aunque hay que
reconocer que, ante el alud de críticas y presiones de organizaciones
internacionales de derechos humanos, la Sedena rectificó arrestando a los soldados
responsables de los hechos. A estos militares, como corresponde en una sociedad
civilizada, se les juzgará respetando su derecho al debido proceso, cosa que
les negaron a las 22 personas que mataron en Tlatlaya.
En
cuanto a la Procuraduría mexiquense, esta institución ha perdido toda
credibilidad posible al ponerse rápidamente del lado de los poderosos en lugar
de cumplir con su misión: “Garantizar la convivencia social armónica a través
de una procuración de justicia eficaz, pronta, imparcial y oportuna, que
asegure el cabal cumplimiento del orden jurídico, el respeto a los derechos de
las personas y la integridad de las instituciones, vigilando la prevalencia del
principio de legalidad, persiguiendo al delincuente, preservando el estado de
derecho y fortaleciendo la vida democrática”. Pamplinas. La PGJEM demostró que
su verdadera misión es proteger al poderoso. Si mañana un influyente (un
empresario rico o político encumbrado) asesina a un ciudadano común y
corriente, ya sabemos de qué lado se pondrá la Procuraduría: del victimario.
Lo
de Tlatlaya es gravísimo: demostró que los gobiernos federal y mexiquense le
apostaron al encubrimiento. En este caso, perdieron la apuesta con un gran
costo para su credibilidad. No sólo de las instituciones involucradas sino de
todo lo que presumen como avances en la gestión gubernamental. Pongo un
ejemplo. Este último año hemos visto una caída en las cifras oficiales de los
homicidios, extorsiones y secuestros. El gobierno de Peña ha presumido que esto
se debe a una estrategia con más inteligencia y coordinación para combatir el
crimen. Pero hay expertos en este tema, como Alejandro Hope, o miembros de
asociaciones civiles, como Isabel Miranda, que dudan de las cifras. Argumentan
que existe un sub reporte de la realidad. Ya sea porque los gobiernos son
mañosos en el manejo de las estadísticas, o porque los ciudadanos no están
denunciando los delitos, resultaría cuestionable la supuesta mejoría de la
seguridad en México. Yo, después de ver lo de Tlatlaya, comienzo a sospechar lo
mismo.
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