La
cerveza y la literatura/ Antoni Puigverd
La
Vanguardia | 18 de mayo de 2015
También
yo, como días antes Carme Riera, he recibido el SOS de algunos profesores de
instituto que temen la desaparición de la literatura incluso del bachillerato
humanístico. En realidad, la literatura como materia de estudio ya ha
desaparecido. Que exista como asignatura obligatoria con el título genérico de
“lengua y literatura” no es significativo, pues en estas clases se impone la
dinámica de la selectividad, que reserva para la literatura preguntas
genéricas, mientras se centra en los contenidos lingüísticos, generalmente
abstractos y técnicos.
Una
visión tecnocrática del estudio lingüístico predomina en los programas
docentes. Me sorprende que no se hable de ello. Desde pequeños, los niños
aprenden en la escuela muchos conceptos gramaticales: morfología, sintaxis,
fonología… Los contenidos lingüísticos se repiten cada año, aunque con
dificultad añadida, lo que desincentiva el interés de los alumnos: las clases
de lengua se parecen al día de la marmota: siempre los mismos contenidos,
siempre los mismos conceptos abstractos.
Durante
mis años de profesor de lengua y literatura, nunca tuve la seguridad de que el
contacto abstracto con la gramática ayudara a los alumnos a tener un mejor
dominio de la lengua. Es más: alumnos que sacaban buenas notas en el apartado
teórico del examen, podían redactar desastrosamente. Memorizar conceptos o
resolver ejercicios de lengua no les ayudaba a escribir bien. El único
ejercicio lingüístico que les ayudaba verdaderamente a progresar en la escritura
era la redacción. Y ninguna redacción más interesante y útil que el comentario
de texto literario. ¡Recuerdo cómo sudaban mis alumnos para superar aquellos
ejercicios! Muchos de ellos empezaban el curso con prejuicios arraigados: o
bien, abandonando el texto, se limitaban a explicar la vida y las obras del
autor; o bien se limitaban a pescar todo tipo de figuras literarias (como si el
texto no fuera más que un río de metáforas, anáforas y otros peces retóricos).
De
este estilo eran los primeros comentarios de mis alumnos. Enseguida, les
explicaba la visión del comentario que el añorado Fernando Lázaro Carreter
había popularizado en un librito precioso, Cómo se comenta un texto literario,
que era mi biblia profesoral. No hay una única forma de comentar los textos,
sostenía Lázaro Carreter: será buena cualquier explicación bien escrita y bien
argumentada que muestre la relación entre fondo y forma. A mis alumnos, les
costaba una barbaridad habituarse a esta visión. Primero protestaban mucho,
pero, poco a poco, aprendían a leer a fondo, para comprender el sentido del
texto, a disfrutar de la expresividad y la argumentación de los autores y a
diferenciar los procedimientos retóricos esenciales de los estrictamente
decorativos. También aprendían a diferenciar un fragmento literario de textos
de cualquier otro tipo. Leíamos fragmentos. Aquellas primeras catas servían de
iniciación a un mundo desconocido. Partiendo de un texto particular,
explorábamos espacios más amplios: el mundo de un libro, el universo de su autor,
la galaxia de su época.
Esta
manera de hacer las clases de literatura yo la había aprendido, no en la
universidad, sino en el bachillerato, gracias a dos grandes profesores que me
tocaron en suerte. El primero en Palafrugell, Félix Pérez Diz (tío de la
cantante Sílvia Pérez Cruz), que se jubiló recientemente después de 41 años de
docencia; y el segundo en el instituto de Girona: Ignasi Bonnín, ya fallecido.
¡Enseñaron a miles de alumnos a leer bien! Me contagiaron el gusto por las
palabras y a usar el diccionario para entender el sentido con precisión, y no
sólo por aproximación. Me enseñaron a evaluar el esqueleto interno de una
composición; y a disfrutarla. Me encomendaron la pasión por la lectura (¡se
emocionaban en clase mientras leían!). Y me acompañaron hasta la visión de
Flaubert: primero esperamos de la lectura que nos haga reír o llorar, que nos
empuje a la lujuria o la cólera; pero después descubrimos que la lectura, como
la naturaleza, nos colma de maravilla. Aprender a leer y a explicar bien lo que
hemos leído es la función de la clase de literatura, que pretende educar la
mirada sobre el mundo y sobre el ser humano, a través de los textos que mejor
han contemplado a ambos. Leer es captar la maravilla que sobre nuestro mundo
los libros esconden. Una maravilla que no significa tan sólo belleza o bondad,
pues comprende todo lo que de bueno y malo hay en nuestras vidas.
Uno
de los problemas de la enseñanza contemporánea es la idealización tecnológica.
No hay que olvidar que los profesores siempre serán, en lo que a nuevas
tecnologías se refiere, más incompetentes que sus alumnos, pues estos han
nacido con smartphones y todo tipo de gadgets tecnológicos bajo el brazo. La
enseñanza no debe acomplejarse ante los fetiches contemporáneos. Debe salvaguardar
y transmitir el tesoro cultural que la humanidad ha acumulado. Y la literatura
es una parte preciosa de este tesoro.
El
mundo actual tiende a la velocidad, a la facilidad y a la satisfacción
inmediata. La literatura, en cambio, es lenta, no es fácil y sólo satisface
después de un cierto esfuerzo. ¡Qué extraño, los alumnos de hoy tienen más
probabilidades de aficionarse a la cerveza que a la literatura! La cerveza es
amarga y, puesto que no es inicialmente placentera, exige un aprendizaje de su
sabor. Curiosamente, nuestra vida está organizada para que los jóvenes se
familiaricen con la cerveza, mientras que las autoridades educativas son
partidarias de prescindir del amargo y lento, pero finalmente placentero,
aprendizaje de la lectura.
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