El
reto global es aumentar la calidad educativa, no la cantidad de alumnos/Eduardo Porter writes the Economic Scene column for The New York Times. Formerly he was a member of The Times’ editorial board, where he wrote about business, economics, and a mix of other matters.
The
New York Times | 19 de mayo de 2015
Hace
un cuarto de siglo, en el África subsahariana, apenas la mitad de los niños en
edad escolar estaban inscritos en la escuela. Para 2012 esa proporción fue del
78 por ciento. En el sur de Asia, en el mismo período, la inscripción en
escuelas primarias pasó de 75 a 94 por ciento.
Esto
no fue casualidad. En todo el mundo los responsables de las políticas han
llegado a entender la importancia del aprendizaje, en todos los aspectos del
desarrollo humano. La educación primaria universal es uno de los objetivos
centrales de desarrollo del milenio de la Organización de Naciones Unidas, que
movilizó grandes cantidades de ayuda en el primer decenio de este siglo, para
que los países pobres ampliaran el acceso a la educación.
A
pesar de este avance fenomenal una ojeada más allá de los titulares revela que
el mundo, de hecho, ha avanzado poco. Si el reto era darles a todos un nivel
mínimo de educación, lo que parece una gran mejoría representó un asombroso fracaso
en demasiados casos.
“En
todo el mundo hemos logrado progresos sustanciales en materia de enviar los
niños a la escuela”, afirma Eric Hanushek, experto en economía de la educación
en la Universidad de Stanford. “Pero un gran número de personas que han ido a
la escuela, no han aprendido nada”, apuntó.
¿Podría
el mundo hacer mejor las cosas? Desde hace dos años, expertos y diplomáticos
han estado trabajando para fijar una serie de metas de desarrollo sustentable
que reemplazarán a los objetivos del milenio. La idea es que guíen la
estrategia de desarrollo y dirijan la ayuda internacional en los próximos 15
años. Se prevé que la asamblea general de la ONU adopte formalmente estos
objetivos en septiembre.
Una
población con estudios es una condición importantísima de la prosperidad
compartida, una herramienta esencial para las naciones que buscan un papel en
la cadena global de producción que impulsa el crecimiento económico en todo el
mundo. Sin embargo, simplemente promover una “educación universal”, no nos
lleva a eso. Por sí misma no puede alcanzar la meta.
Dirigir
recursos para ampliar el acceso a la educación probablemente no sería
fructífero, sin un concepto claro de lo que significa una educación de calidad.
Y sin normas claras y mesurables que delimiten las habilidades que deben
alcanzarse, es muy probable que la estrategia vuelva a quedarse corta.
Un
informe publicado recientemente por la Organización de Cooperación y Desarrollo
Económico, que maneja los exámenes del programa de evaluación internacional de
estudiantes (PISA) — que se aplican cada tres años a una muestra de chicos de
15 años de unos 75 países — ofrece una visión desalentadora de la situación de
la enseñanza en el mundo. Incluso en países relativamente ricos, muchos
estudiantes no llegan a dominar los conocimientos más básicos.
Veamos
el caso de México, con una economía de ingresos medios, una educación primaria
casi universal y una inscripción en secundaria del 70 por ciento. En el examen
PISA de 2012, 54 por ciento de los estudiantes mexicanos no alcanzaron el nivel
básico de competencia que la OCDE considera “necesario para participar
productivamente en las economías modernas”.
Alcanzar
el nivel 1 en los exámenes PISA no requiere más que una especie de alfabetismo
funcional. Los chicos de 15 años, por ejemplo, deben poder averiguar cuántos
rands sudafricanos tendría Mei-Liing si cambia $3000 dólares de Singapur a la
divisa de Sudáfrica, a un tipo de cambio de $1 dólar de Singapur por 4.2 rands
(la respuesta es 12.600).
Entre
los chicos de 15 años, 89 por ciento de los ghaneses no alcanzaron este nivel,
como tampoco 74 por ciento de indonesios y 64 por ciento de brasileños. Ni
tampoco 24 por ciento de estadounidenses.
Esas
deficiencias significan un elevado costo. El reporte de la OCDE, elaborado por
el profesor Hanushek y Ludger Woessmann de la Universidad de Múnich, trata de
establecer un modelo del impacto de la educación en el crecimiento económico.
Por
ejemplo, si los conocimientos de todos los estudiantes de secundaria alcanzaran
el nivel 1 en los próximos 15 años, Ghana sumaría más de 1.2 puntos
porcentuales a su crecimiento económico anual en el largo plazo. Indonesia
crecería 1 punto porcentual más. Llevar a todos los chicos de secundaria a ese
nivel tendría más repercusiones económicas que la inscripción universal en
secundaria con la calidad actual.
No
es sorprendente que el mundo haya aceptado objetivos en la cantidad de la
educación pero haya escatimado en la calidad, que no solo es más difícil de
procurar sino también más polémica y difícil de medir.
“La
educación universal es una agenda sin oposición, ofrece servicios gratuitos y
aumenta el empleo público”, observa Justin Sandefur del Centro de Desarrollo
Global. “La calidad es algo más polémico políticamente”, asevera.
Las
políticas dirigidas a promover la inscripción, como los subsidios y la transferencia
condicionada de dinero, ofrecida a los padres que envíen a sus hijos a la
escuela en México y en Brasil, suma estudiantes al sistema sin mejorar su
capacidad.
“El
reto de la calidad es un resultado de éxito”, observa Chandrika Bahadur,
directora de Iniciativas Educativas en la Red de Soluciones de Desarrollo
Sustentable de la ONU. Este grupo asesora al organismo mundial en estrategias
de desarrollo: “Los sistemas se vieron sobrecargados por la llegada de los
niños y muy pronto se volvió un problema asegurarse de que estuvieran
aprendiendo bien”, acotó la experta.
No
estaban aprendiendo bien. Hay muy poca información de qué tan bien — o qué tan
mal — les va en la escuela a los niños de muchos países. Pero un reciente
intento del Banco Mundial para medir la calidad de los sistemas de educación,
en algunos países africanos, pinta una descorazonadora imagen de lo que se les
está ofreciendo.
En
Uganda, solo uno de cada cinco profesores de escuela primaria cumple la norma
mínima de competencia en matemáticas, lenguaje y pedagogía. De todos modos, son
pocos los que pasan mucho tiempo enseñando. En visitas sorpresivas a escuelas
públicas, encuestadores encontraron que 27 por ciento de los profesores estaban
ausentes. Y de los que estaban presentes, 56 por ciento no se encontraba en el
salón de clase a la hora programada de los cursos.
El
reporte de la OCDE que aspira a influir en el debate sobre las metas de
desarrollo de Naciones Unidas, propone el objetivo de ofrecer para 2030 una
educación secundaria universal, que garantice que todos los estudiantes
alcancen el nivel básico de conocimientos medido por PISA. Las ganancias
económicas, sostiene, pagarían con creces ese esfuerzo.
Los
que es desalentador es que las metas educativas que se están discutiendo no se
concentran en la calidad. El borrador del documento de Naciones Unidas
vagamente promete una educación secundaria universal “equitativa y efectiva”,
que produzca resultados de aprendizaje “relevantes y efectivos”. Pero no define
los términos. La promesa de eliminar el analfabetismo entre los jóvenes es lo
más cerca que se llega a un objetivo concreto y significativo.
Alcanzar
la calidad será difícil y más costoso. Los profesores necesitan volver a
capacitarse, hay que revisar los planes de estudio y cambiar los enfoques
pedagógicos. Todo esto, al tiempo que se ofrece educación secundaria universal,
y se cierra la brecha que sigue existiendo en el acceso a la primaria, en una
época en que está menguando la asistencia para la educación.
Quizá
el mayor obstáculo sea diseñar una medida útil de competencia educativa, para
garantizar la responsabilidad en todo el mundo entre culturas radicalmente
diferentes, cada una con sus propios principios pedagógicos. “¿Existe un
conjunto común de preguntas?”, se pregunta Bahadur. Los exámenes PISA, observa,
están diseñados para países ricos.
El
debate tan caldeado en Estados Unidos sobre la aplicación de exámenes
estandarizados revela lo difícil que puede ser esta tarea.
Pero
sin una mejora, no solo en las bases de la educación (como el número de
profesores y el tiempo dedicado a la enseñanza) sino también en los resultados
(estudiantes con mejor desempeño), gran parte de ese esfuerzo será un
desperdicio. “Equidad al precio de malos resultados, en general, no le hace
bien a nadie”, observa Andreas Schleicher, que dirige PISA en la OCDE.
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