Lo reciente queda antiguo/Luis Goytisolo
El País |15 de mayo de 2015
La gente, según va entrando
en años, tiende a comparar el mundo presente con el de su propia juventud.
“Cuando yo era joven…”. Por lo general, una realidad más positiva que la
conocida por la juventud actual: antes había más seriedad, más conciencia, más
educación, etcétera. Y cuando la evocación es negativa —la guerra, la posguerra,
los rigores del sistema educativo de entonces—, el hecho de haberla superado la
convierte en un triunfo personal. El resto, curiosidades para amenizar la
tarde, tanto más chocantes cuanto más remotas: apenas había coches, el
Atlántico solo se cruzaba en barco, etcétera. Curiosidades que han ido
cambiando de generación en generación a lo largo de los últimos 200 años.
Claro que a veces los
cambios son más bruscos, y a eso responde la tradicional división de la
Historia en Edades.
Con todo, en el curso del
pasado siglo, esa sucesión de cambios, esa constante evolución perfeccionista
así en lo bueno como en lo malo, era más de lo mismo. Había un progreso social
y económico interrumpido de vez en cuando por una revolución o una guerra, y la
técnica no dejaba de incrementar sus aplicaciones, desde el avión a reacción
hasta el aire acondicionado o el frigorífico. Y esa progresión en los ámbitos
más diversos era lo que recogían los abuelos al destacar ante sus nietos las
diferencias entre el ayer y el ahora. Cosas que hoy a los menores de 20 años
les parecen poco menos que irrelevantes, simples aspectos de ese más de lo
mismo antes mencionado. Y es que, en poco más de dos décadas la realidad
circundante parece haberse diluido en sus contornos. Las crisis económicas y
financieras se producen casi sin saber cómo por más que se les busque un
referente concreto. A las guerras entre bloques han sucedido los
enfrentamientos entre milicias de difícil identificación. La clase obrera ha
sido sustituida por simples trabajadores y los títulos universitarios no han
hecho más que perder relieve. Los Estados semejan cada vez más una empresa y
las empresas, un Estado. Vamos, un mundo fluido, de consistencia desdibujada,
en contraposición a la firmeza de los bloques enfrentados hace tan solo poco
más de dos décadas. Una realidad en la que la única referencia válida acaba por
ser Internet. Solo que la Red, y en especial las redes sociales que propicia,
no es el espejo en el que se reflejan y visualizan esos cambios, sino una realidad
estrechamente ligada al origen de tales cambios.
En efecto, la consolidación
totalizadora de Internet y las redes sociales supone, en la vida y hábitos
cotidianos, un cambio de mayor trascendencia que el que en su día supuso la
máquina de vapor o el motor de explosión, en la medida en que afecta directamente
a la sociedad considerada en su conjunto, individuo por individuo; en la medida
en que ese individuo interioriza su uso de forma similar a como se pueda asumir
una ideología o una creencia religiosa. Algo no comparable, por ejemplo, a
tener un coche o a viajar en tren, en avión o en barco; ni siquiera al acto de
darle a un interruptor y que se encienda una luz, una luz que ilumina el
entorno más inmediato de quien la ha encendido. Lo propio de la Red es su
capacidad de introducirse en todos los órdenes de la vida del individuo, de
cada individuo. Y ese cambio, que por su carácter generalizado produce en los
hábitos sociales creando así un antes y un después, da pie a empezar a pensar
que tal vez nos encontremos ante un cambio de Edad similar al que se creó en el
Renacimiento, en el tránsito de la Edad Media y la Edad Moderna.
La importancia de los
hábitos sociales, de un cambio en esos hábitos es, a este respecto, decisiva:
cuando se produce, la vida de los ciudadanos es otra. Y es que, a diferencia de
otros inventos, la Red establece una relación íntima con el usuario puesto que,
a la vez que este entra en ella, sea para resolver un problema o una duda, sea
por puro placer adictivo, en justa reciprocidad, la Red entra en el usuario
tocando o afectando sus puntos más sensibles, trazándole o configurándole un
carácter, un perfil —como suele decirse—, al tiempo que ofreciendo a los otros,
al mundo entero, la posibilidad de que le conozcan tal cual es o como quisiera
ser. Algo que no le sucede, como decíamos, a quien se compra un nuevo coche,
por ilusión que le haga conducir un ejemplar de tal o cual marca; ni emprender
un vuelo intercontinental, por no hablar ya del tren o el metro. Para el
usuario —y aunque no sea consciente de ello— más estimulante que utilizar la
Red es la posibilidad de ser él quien se vuelque en ella.
El epicentro de ese volcarse
es el selfie o, mejor dicho, el intercambio de selfies. Una adicción que si
comienza con el propósito de dar a conocer su actividad cotidiana al tiempo que
recibe la de los otros, termina impulsándole a hacer tal o cual cosa sin otro
objetivo que introducir sus ocurrencias en ese intercambio de selfies.
Así, cuando las vacaciones,
al emprender un viaje, lo de menos es ya el viaje en sí, las peculiaridades de
los lugares que se visita. Lo importante es poder ir mandando imágenes de esas
peculiaridades o curiosidades a las que se va accediendo, a la vez que a las
ideas ingeniosas que tales peculiaridades puedan suscitar aunque poco o nada
tengan que ver con el viaje. Lugares o monumentos famosos junto a los que
fotografiarse. O las vicisitudes de un crucero marítimo. O de un hotel de
ensueño en una isla paradisiaca. O de un imprevisto cualquiera de lo más
chocante. Más que el disfrute de la cosa en sí lo que interesa es el resultante
proceso de integración propio de un chat. El resto es lo que a una obra de
teatro el decorado.
La repercusión de ese cambio
radical en los hábitos sociales terminará afectando a todos los aspectos de la
vida cotidiana. Por el momento, los más perceptibles se revelan en los ámbitos
más mediáticos de la realidad circundante. La prensa, los libros, las salas de
cine. Y es que, ¿por qué ir al cine, por ejemplo? Trasladarse hasta él, hacer
cola, comprar entrada, conseguir un asiento aceptable… ¿No es mucho más
sencillo bajarse la película? Y en cuanto a la prensa y los libros, ¿por qué
someterse a esa tarea de ir pasando páginas y más páginas? O sea que si cierran
cines y librerías, ¡pues que cierren!
Por suerte, desde la época
de los papiros al libro actual, la lectura, acompañada a veces de la imagen, ha
traspasado todas las Edades, adaptándose siempre su formato a las
características del momento. Y el que no haya sido nunca una afición
mayoritaria permite pensar que va a seguir subsistiendo, al margen de su
siempre más evanescente versión digital. Por algo es una afición minoritaria.
Como la caza o la pesca. O el ajedrez. Eso sí: cuando se le cuente a un niño
cómo era el mundo hace poco más de dos décadas no acabará de entender que la
gente pudiese apañárselas sin la Red.
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