Estado Islámico, crónica del
horror/GRAEME WOOD
Tomado de El País semanal, 6 MAY 2015
© 2015 ‘The Atlantic’. Publicado en ‘The Atlantic’. Distributed by Tribune Content Agency, LLC. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
- Constituyen un grupo religioso con creencias arraigadas. Esta es una investigación sobre su estrategia y los errores de Occidente a la hora de combatirlos.
¿Qué es el Estado Islámico?
¿Cuáles son sus orígenes? ¿Y sus intenciones? La simplicidad de estas preguntas
es engañosa. Pocos líderes occidentales parecen conocer las repuestas. “Ni
siquiera entendemos el concepto”, reconocía el general Michael K. Nagata, jefe
de operaciones especiales de Estados Unidos en Oriente Próximo, en unos
comentarios confidenciales publicados por The New York Times en diciembre. En
el último año, Barack Obama ha dicho del Estado Islámico que “no es islámico”
y, en otras ocasiones, que es una filial de Al Qaeda, unas declaraciones que
reflejan la confusión existente y que, tal vez, han llevado a cometer
importantes errores estratégicos.
También nos ha llevado a
error una campaña bien intencionada, pero deshonesta, para negar la naturaleza
religiosa medieval del Estado Islámico. Peter Bergen, que publicó la primera
entrevista con Bin Laden en 1997, tituló su libro Guerra Santa, S. A., en parte
porque consideraba al líder yihadista como un producto del mundo laico y
moderno. Bin Laden convirtió el terrorismo en una empresa y creó franquicias.
Exigía concesiones políticas concretas, como la retirada de las fuerzas
estadounidenses de Arabia Saudí. Su infantería se movía a sus anchas por el
mundo moderno: en su último día de vida, Mohamed Atta hizo compras en Walmart y
comió en Pizza Hut.
Es tentador encajar al
Estado Islámico en esta percepción y considerar a los yihadistas como
personajes laicos y modernos, con preocupaciones políticas modernas y con un
disfraz religioso. Pero lo cierto es que muchas de las cosas que hace la
organización parecen absurdas salvo si se analizan desde la óptica de un
compromiso sincero y meditado para hacer retroceder a la civilización actual al
siglo VII y culminar con la llegada del Apocalipsis.
Los portavoces más
elocuentes de esta postura son los responsables y seguidores del Estado
Islámico. Cuando se habla con ellos, se burlan de la modernidad e insisten en
que no quieren –no pueden– apartarse de los preceptos del profeta Mahoma y sus
colaboradores. Suelen utilizar códigos y alusiones que suenan extraños o
anticuados a los no musulmanes y que remiten a tradiciones y textos concretos
del primer islam.
La realidad es que el Estado
Islámico es islámico. Muy islámico. Es innegable que ha atraído a psicópatas y
aventureros, reclutados sobre todo entre las poblaciones desafectas de Oriente
Próximo y Europa. Pero la religión que predican sus seguidores más fervientes
deriva de unas interpretaciones coherentes e incluso eruditas del islam.
Prácticamente todas las decisiones importantes y las leyes promulgadas por el
Estado Islámico se atienen de forma puntillosa a lo que en sus comunicados,
pronunciamientos, carteles, membretes y monedas se denomina “la metodología
profética”, es decir, la profecía y el ejemplo de Mahoma. Puede que los
musulmanes rechacen el Estado Islámico; la mayoría lo hace. Pero el empeño en
decir que no es un grupo religioso y milenarista, con una teología que debemos
comprender para poder combatirla, ha llevado ya a Estados Unidos a
infravalorarlo y respaldar planes insensatos para intentar acabar con su poder.
Es necesario conocer la genealogía intelectual del Estado Islámico para que
nuestra reacción no le fortalezca, sino que le empuje a inmolarse en su propio
celo.
Al Maqdisi formó a Al
Zarqawi, que fue a la guerra en Irak teniendo presentes los consejos del
anciano. Sin embargo, con el tiempo, Al Zarqawi superó a su mentor en fanatismo
y acabó recibiendo una reprimenda de él. Los motivos fueron la afición de Al
Zarqawi a los espectáculos sanguinarios y, desde el punto de vista de la
doctrina, su odio a otros musulmanes, hasta el punto de excomulgarlos y
matarlos. Al Maqdisi escribió a su antiguo pupilo para decirle que debía tener
cautela con el exceso de excomuniones (takfir) y que no debía “declarar que las
personas son apóstatas porque han pecado”. La distinción entre apóstata y
pecador puede parecer sutil, pero es un punto especialmente controvertido entre
Al Qaeda y el Estado Islámico. Negar la santidad del Corán o las profecías de
Mahoma es apostasía. Pero Al Zarqawi y el Estado engendrado por él opinan que
hay muchos otros actos que pueden hacer que se expulse a un musulmán del islam.
Entre ellos, vender alcohol
o drogas, llevar vestimenta occidental, afeitarse la barba, votar en unas
elecciones –incluso por un candidato musulmán– y evitar calificar a otros de
apóstatas. Ser chií, como lo son la mayoría de los árabes de Irak, también es
un motivo, porque el Estado Islámico considera que el chiísmo es una
innovación, e innovar aspectos del Corán es negar su perfección original. Eso
significa condenar a muerte a alrededor de 200 millones de chiíes [rama del
islam que supone entre el 10% y el 15% de los musulmanes de todo el mundo; el
resto son prácticamente todos suníes]. Y también a los jefes de Estado de todos
los países musulmanes, porque han situado las leyes hechas por el ser humano
por encima de la sharía (ley islámica) al presentarse a unas elecciones o al
hacer cumplir leyes no escritas por Dios.
Al seguir esta doctrina
takfiri, el Estado Islámico asume el compromiso de purificar el mundo mediante
el asesinato de un inmenso número de personas. La falta de informaciones
objetivas impide conocer la verdadera dimensión de las matanzas que se están
llevando a cabo en su territorio. Pero los comentarios en las redes sociales
indican que las ejecuciones individuales son más o menos continuas, y cada
pocas semanas las hay masivas. Las víctimas suelen ser sobre todo musulmanes
“apóstatas”. Al parecer, los cristianos que no se resisten al nuevo Gobierno
quedan exonerados de la ejecución automática. Al Bagdadi les permite vivir
siempre que paguen un impuesto especial, llamado jizya, y reconozcan su
sometimiento.
Hace siglos que terminaron
las guerras de religión en Europa y que la gente dejó de morir en masa por
arcanas disputas teológicas. Quizás eso explica la incredulidad de los
occidentales ante las informaciones sobre las bases teológicas y las prácticas
del Estado Islámico. Muchos se niegan a creer que esta organización sea tan
devota como dice ser, o tan retrógrada o apocalíptica como sugieren sus
acciones y declaraciones.
Su escepticismo es
comprensible. Hasta hace no mucho, los occidentales que acusaban a los
musulmanes de seguir ciegamente preceptos antiguos se granjeaban las críticas
de algunos intelectuales –en particular, del difunto Edward Said– que señalaban
que llamar “antiguos” a los musulmanes era, simplemente, otra forma de
denigrarlos. En lugar de eso, nos decían estos académicos, debíamos fijarnos en
el contexto en el que surgían esas ideas: países mal gobernados, costumbres
sociales cambiantes, la humillación de vivir en unas tierras que solo se
valoraban por el petróleo…
Sin estos factores es
imposible tener una visión completa del ascenso del Estado Islámico. Pero
centrarse solo en ellos y excluir la ideología es un reflejo de otro tipo de
sesgo propio de Occidente: considerar que si la religión no tiene importancia
en Washington o Berlín, debe de ser igualmente irrelevante en Raqqa o Mosul.
Pues bien, cuando un hombre enmascarado grita “Allahu Akbar” [Alá es el más
grande] mientras decapita con un cuchillo a un apóstata, a veces lo hace por
motivos religiosos.
Muchas organizaciones
musulmanas afirman que las prácticas del Estado Islámico son antiislámicas. Es
tranquilizador saber que la mayoría de los musulmanes no tiene el más mínimo
interés en sustituir las películas de Hollywood por vídeos de ejecuciones
públicas para pasar un rato entretenido después de la cena. Ahora bien, los
musulmanes que llaman antiislámico al Estado Islámico, explica el profesor de
Princeton Bernard Haykel, el mayor experto en la teología de esa organización,
“están avergonzados y son políticamente correctos, y tienen una visión
edulcorada de su propia religión” que olvida “las exigencias históricas y
legales de su fe”. Según Haykel, las filas del Estado Islámico están
impregnadas de fuerza religiosa. Las citas del Corán son constantes. “Hasta los
soldados rasos las sueltan sin parar”, asegura. “Posan delante de las cámaras y
repiten las doctrinas como fórmulas”. En su opinión, las afirmaciones de que el
Estado Islámico ha tergiversado los textos del islam son absurdas. “La gente
quiere absolver al islam”, dice. “Es ese mantra de que el islam es una religión
de paz. ¡Como si existiera una cosa llamada islam! El islam es lo que hacen los
musulmanes, cómo interpretan los textos”. Todos los suníes comparten esos
textos, no solo el Estado Islámico. “Y estos individuos tienen tanta
legitimidad como cualquier otro” para desentrañarlos.
Todos los musulmanes
reconocen que las primeras conquistas de Mahoma no fueron un asunto aseado. Las
leyes de la guerra transmitidas tanto al Corán como a otras narraciones sobre
el Profeta eran la respuesta a una época turbulenta y violenta. En opinión de
Haykel, los combatientes del Estado Islámico han retrocedido al primer islam y
reproducen al pie de la letra sus normas bélicas. Entre ellas se incluyen
varias prácticas que los musulmanes contemporáneos prefieren no reconocer como
parte de sus textos sagrados. “No son unos [yihadistas] enloquecidos que
manipulan la tradición medieval para justificar la esclavitud, la crucifixión y
las decapitaciones”, dice Haykel. Son soldados que “se sitúan en el corazón de
la tradición medieval y la aplican sin fisuras en el presente”.
Los líderes del Estado
Islámico creen que emular a Mahoma es su deber y han revivido tradiciones que
llevaban cientos de años olvidadas. “Lo asombroso no es solo que las apliquen
de forma tan literal, sino la seriedad con la que leen los textos”, explica
Haykel. “Muestran una minuciosidad y una obsesión poco habituales entre los
musulmanes”.
Al Qaeda nunca habló de
recuperar la esclavitud. ¿Por qué lo iba a hacer? Quizá no planteó la cuestión
por razones estratégicas, para evitar perder apoyo entre la opinión pública.
Cuando el Estado Islámico empezó a esclavizar a gente, se escandalizaron
incluso algunos de sus seguidores. Aun así, el califato sigue utilizando la
esclavitud y la crucifixión sin inmutarse. “Conquistaremos vuestra Roma,
romperemos vuestras cruces y esclavizaremos a vuestras mujeres”, prometió Abu Mohamed
al Adnani, su portavoz principal, en uno de sus mensajes de amor a Occidente.
II. Territorio
Se cree que al califato han
llegado decenas de miles de musulmanes. Los reclutas proceden de Francia, Reino
Unido, Bélgica, Alemania, Holanda, Australia, Indonesia y Estados Unidos, entre
otros países. Muchos van a luchar; muchos tienen la intención de morir.
Internet se ha convertido en un instrumento esencial para difundir su
propaganda y asegurarse de que los neófitos saben qué deben creer, según
explica Peter R. Neumann, catedrático del King’s College de Londres. Además, el
reclutamiento en la Red ha ampliado las estadísticas demográficas de la
comunidad yihadista, al permitir que mujeres musulmanas conservadoras, aisladas
físicamente en sus hogares, entren en contacto con los captadores, se
radicalicen y se organicen para llegar a Siria. Con su capacidad de atraer
tanto a hombres como a mujeres, el Estado Islámico confía en construir una
sociedad completa.
En Australia vive una de las
“nuevas autoridades espirituales” más importantes que guían a los extranjeros
que se incorporan al Estado Islámico. Se trata de Musa Cerantonio, un hombre de
30 años que durante tres años fue telepredicador en Iqraa TV, en El Cairo, pero
se marchó cuando la cadena se opuso a sus constantes llamamientos a establecer
un califato. Hoy predica en Facebook y Twitter. Las autoridades le han retirado
el pasaporte y no puede moverse de Melbourne. Cerantonio procede de una familia
mitad italiana, mitad irlandesa, y es un hombre amigable y educado. Dice que
palidece al ver los vídeos de decapitaciones. Odia la violencia, pese a que los
partidarios del Estado Islámico tienen la obligación de apoyarla.
En teoría, todos los
musulmanes tienen la obligación de emigrar al califato. Después del sermón de
Al Bagdadi en julio, empezó a llegar a Siria una avalancha diaria de
yihadistas. Estaban más motivados que nunca. Como Anjem Choudary, Abu Baraa y
Abdul Muhid. Viven en Londres y están deseando emigrar al Estado Islámico. Pero
las autoridades han confiscado sus pasaportes.
III. El Apocalipsis
La narración del Profeta que
predice la batalla de Dabiq identifica al enemigo con Roma. Quién es Roma es
materia de debate. Cerantonio dice que Roma representa el Imperio Romano de
Oriente, que tenía su capital en lo que hoy es Estambul. Otras voces del Estado
Islámico sugieren que Roma puede ser cualquier ejército infiel, y Estados
Unidos sirve perfectamente.
IV. La lucha
En Londres, Choudary y sus
alumnos explican con detalle cómo debe ser la política exterior del califato.
Ha emprendido ya la llamada yihad ofensiva, la expansión por la fuerza a países
gobernados por no musulmanes. “Hasta ahora nos limitábamos a defendernos”,
según Choudary; sin un califato, la yihad ofensiva es un concepto imposible de
aplicar. En cambio, librar una guerra para expandir el territorio es un deber
esencial del califa.
La ley islámica solo
autoriza tratados de paz provisionales, que no estén en vigor más de 10 años,
según Abu Baraa, el colega de Choudary. Del mismo modo, las fronteras son
anatema, tal como declaró el Profeta y repiten los vídeos del Estado Islámico.
El califa debe hacer la yihad al menos una vez al año.
El sistema internacional
moderno, nacido en 1648 del Tratado de Paz de Westfalia, se basa en que cada
Estado reconozca las fronteras, aun a regañadientes. Para el Estado Islámico,
ese reconocimiento es un suicidio ideológico. Otros grupos islamistas, como los
Hermanos Musulmanes y Hamás, han sucumbido a los halagos de la democracia y la
posibilidad de una invitación a formar parte de la comunidad de naciones,
incluso con un sitio en la ONU. La negociación y las concesiones también les
han sido útiles en ocasiones a los talibanes.
Las ambiciones del Estado
Islámico y sus planes estratégicos eran evidentes en sus declaraciones y en las
redes sociales ya en 2011, cuando no era más que uno de tantos grupos
terroristas en Siria e Irak y todavía no había cometido atrocidades en masa. Si
hubiéramos identificado desde el principio sus intenciones, y comprendido que
el vacío de poder en Siria e Irak les daría un amplio margen de actuación,
habríamos podido, por lo menos, presionar a Irak para que llegara a acuerdos con
la minoría suní y reforzara su frontera con Siria. Eso al menos habría evitado
el efecto multiplicador y propagandístico de la declaración del califato. Sin
embargo, hace poco más de un año, Obama declaró a The New Yorker que, en su
opinión, el EI era el socio débil de Al Qaeda. “Si un equipo filial se pone la
camiseta de los Lakers, eso no les convierte en Kobe Bryant”, dijo. El no haber
detectado la división entre el Estado Islámico y Al Qaeda ni sus divergencias
ha llevado a decisiones peligrosas. Por ejemplo, los intentos por parte de
Washington de que Al Maqdisi, líder de Al Qaeda, intercediera ante Turki al
Binali, antiguo discípulo suyo y hoy ideólogo del Estado Islámico, para salvar
la vida de Peter Kassig. El cooperante fue decapitado en noviembre. Su muerte
fue una tragedia, pero más trágico habría sido el éxito del plan. Una
reconciliación entre Al Maqdisi y Al Binali habría empezado a acercar a las dos
principales organizaciones yihadistas del mundo.
Occidente se enfrenta ahora
al Estado Islámico a través de los kurdos y los iraquíes en el campo de batalla
y mediante ataques aéreos. Estas estrategias no han desplazado al EI de todas
sus posesiones territoriales, aunque sí han impedido el ataque a Bagdad y Erbil
y las matanzas de chiíes y kurdos en las dos ciudades. Algunos observadores han
pedido una intervención directa, con el despliegue de decenas de miles de
soldados estadounidenses. No conviene desechar estos llamamientos demasiado
deprisa: se trata de una organización declaradamente genocida que comete
atrocidades diarias en el territorio bajo su control.
Una forma de deshacer el
embrujo que el Estado Islámico ejerce sobre sus seguidores sería dominarlo
militarmente y ocupar los territorios de Siria e Irak que hoy se encuentran
bajo su poder. Al Qaeda es imposible de erradicar porque puede sobrevivir como
las cucarachas, bajo tierra. El Estado Islámico, no. Si pierde el territorio,
dejará de ser un califato. Los califatos no pueden existir como movimientos
clandestinos, porque la autoridad territorial es un requisito indispensable: si
se les arrebata, los juramentos de lealtad dejarán de ser vinculantes. Los
antiguos fieles podrían seguir atacando a Occidente y decapitando a los
enemigos por su cuenta, desde luego. Pero el valor propagandístico del califato
desaparecería, y con él, el supuesto deber religioso de viajar allí para
ponerse a su servicio.
Sin embargo, los peligros
que supone una escalada del conflicto son inmensos. El mayor partidario de una
invasión estadounidense es el propio Estado Islámico. Es evidente que los vídeos
en los que un verdugo encapuchado se dirige a Obama por su nombre pretenden
arrastrar a Estados Unidos a la lucha. Una invasión sería una gran victoria
propagandística para los yihadistas de todo el mundo y ayudaría a reclutar más
gente. Además, Washington se resiste porque es consciente de los malos
resultados que ha cosechado en campañas anteriores. Al fin y al cabo, el
ascenso del Estado Islámico se produjo porque la ocupación norteamericana creó
un espacio para Al Zarqawi y sus seguidores. ¿Quién sabe qué consecuencias
tendría otro fracaso?
Dado todo lo que se sabe del
Estado Islámico, seguir desangrándolo poco a poco, con ataques aéreos y guerras
con terceros, parece la menos mala de las opciones militares. Ni los kurdos ni
los chiíes van a poder controlar todo el territorio suní en Siria e Irak; allí
les odian, y en cualquier caso no tienen ganas de una aventura de ese tipo.
Pero lo que sí pueden hacer es impedir que el Estado Islámico cumpla su deber
de expandirse. Sin conseguir ese objetivo, el califato no será el Estado
conquistador del profeta Mahoma, sino otro Gobierno más de Oriente Próximo
incapaz de llevar la prosperidad a su pueblo.
El coste humano de la
existencia del Estado Islámico es terrible. Pero la amenaza que representa para
Estados Unidos es menor que Al Qaeda. El núcleo de este último grupo está
obsesionado con el “enemigo lejano” (Occidente). Pero en general lo que
interesa a los yihadistas es su entorno. El Estado Islámico ve enemigos en
todas partes y, aunque sus dirigentes aborrecen a Estados Unidos, la aplicación
de la sharía en el califato y la expansión a las regiones vecinas son sus
prioridades.
Los combatientes extranjeros
(con sus esposas e hijos) viajan al califato con billetes de ida: quieren vivir
bajo la auténtica sharía, y muchos desean ser mártires. Algunos lobos
solitarios que apoyan el Estado Islámico han atacado objetivos occidentales, y
habrá más atentados. Pero los terroristas, en su mayoría, son aficionados
frustrados, que no han podido viajar al califato porque les han confiscado el
pasaporte. Aunque el Estado Islámico celebre estos atentados, todavía no ha
planeado ni financiado ninguno. (El ataque contra Charlie Hebdo, en enero en
París, fue fundamentalmente una operación de Al Qaeda).
Contenido de forma adecuada,
lo más probable es que el Estado Islámico se busque su propia ruina. Ningún
país es aliado suyo. El territorio que controla, aunque vasto, está deshabitado
en su mayor parte y es muy pobre. A medida que deje de expandirse o incluso se
reduzca, su afirmación de que es el instrumento de la voluntad divina y el
agente del Apocalipsis perderá fuerza y llegarán menos creyentes. Y cuando se
filtren cada vez más informaciones sobre la mísera situación interna, otros
movimientos islamistas radicales sufrirán el descrédito: nadie se ha esforzado
tanto en implantar estrictamente la sharía por medios violentos. Y este es el
resultado. No obstante, es poco probable que la muerte del Estado Islámico sea
rápida.
V. Disuasión
Los musulmanes pueden alegar
que ni la esclavitud ni la crucifixión son hoy legítimas. Muchos lo dicen. Pero
no pueden condenar la esclavitud ni la crucifixión sin contradecir al Corán y
el ejemplo del Profeta.
La ideología del Estado
Islámico ejerce una poderosa influencia sobre cierto sector de la población.
Musa Cerantonio y los salafistas de Londres son inasequibles al desaliento:
ninguna pregunta les hace titubear. Hasta es posible pasarlo bien con ellos, y
eso es lo que da más miedo. Al reseñar Mein Kampf en marzo de 1940, George
Orwell confesó que no había podido “nunca sentir antipatía por Hitler”; algo en
él que despertaba la compasión por el perdedor, incluso aunque sus objetivos
fueran cobardes u odiosos. “Si estuviera matando un ratón, sabría hacer creer
que era un dragón”.
Con los partidarios del
Estado Islámico sucede algo parecido. Creen que están involucrados en unas
luchas que rebasan con mucho sus propias vidas, y que el mero hecho de
participar en ese drama, y en el bando de los justos, es un privilegio y un
placer.
Que el Estado Islámico
considere como dogma el cumplimiento de profecías define el ánimo de nuestro
rival. No hay que menospreciar su atractivo intelectual y religioso. Se puede
recurrir a herramientas ideológicas para hacer ver a los conversos potenciales
que el mensaje del grupo es falso. Y las herramientas militares pueden limitar
sus horrores. Poco más puede hacerse ante una organización tan inmune a la
persuasión como esta. Y la guerra posiblemente será larga, aunque no dure hasta
el fin de los tiempos.
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