Revista Proceso # 2026, 30 de agosto de 2015..
A propósito de Regresa “La sombra del caudillo”
PALABRA DE LECTOR
De Jorge Meléndez Preciado
Al terminar la
primera sesión, los tricolores reían nerviosamente, hacían bromas y se
mostraban estupefactos. Nadie atinó a censurar lo que había visto. Hoy puede
adquirirse el filme –seguramente por el trabajo periodístico– en CD, en la
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
#
La historia según Soberón/GUILLERMO SOBERÓN
Proceso « 2025..,22 de agosto de 2015.
LIBROS
“Quiero dejar claro que sólo incluyo cuestiones que tuvieron repercusiones institucionales y que son relatos fidedignos de lo acontecido”, escribe Guillermo Soberón en la introducción de su libro El médico, el rector, coeditado por el Fondo de Cultura Económica, El Colegio Nacional y la UNAM. En este ejercicio memorialístico, no sólo dibuja la constelación de médicos y científicos sociales que lo rodearon durante su trayectoria profesional, sino que deja ver sus prejuicios y temores político-ideológicos. Proceso ofrece pasajes de la etapa en que el autor estuvo en la rectoría de la UNAM y de la singular forma como resolvió las contingencias que envolvieron en esa etapa a la máxima casa de estudios del país.
Cuando el Ejército entró a Ciudad Universitaria, en 1968, pegué un brinco y dije: “¡Mis ajolotes!” Busqué al general Toledo, que jefaturaba el contingente militar; y le expliqué que cultivábamos ajolotes y que había que alimentarlos. “Mire, doctor –me dijo– entiendo su problema, pero estamos muy cuidadosos de que no vayan a causarse otros estropicios y que esto se escale. Voy a permitir que vengan a hacer esta labor usted y una persona que lo acompañe, pero nadie más, porque si no esto rueda y se pierde el control, es muy riesgoso.” Y así fue. Durante el tiempo en que permaneció ocupada la Universidad, estuvimos pegados atendiendo a los animales. Me hacía acompañar de Quirino, que entonces trabajaba en el laboratorio, y entre los dos hacíamos la talacha de limpiar a los animales, darles de comer, etcétera…
u u u
El clima imperante en la UNAM durante 1972 fue el desquiciamiento institucional y la violencia por doquier. El conflicto de 1968 y el anterior de 1966, que ocasionó la caída del rector Ignacio Chávez, dejaron una secuela de inestabilidad alentada por grupos organizados ex profeso, para ocasionar disturbios en el campus universitario. Hubo intentos anarquizantes para ocupar posiciones académicas sin cumplir con los requisitos existentes y enclaves de activistas que enarbolaban las más variopintas y bizarras causas, principalmente en Economía, Ciencias Políticas y Filosofía y Letras. Además, las organizaciones verdaderamente criminales sentaban sus reales en el campus y, bajo un ropaje ideológico y al servicio de intereses antiuniversitarios, estaban dispuestas a todo con tal de subvertir el orden mediante tácticas que llegaban a la acción terrorista. Hay que recordar que eran los tiempos en que se dejaba sentir la Liga Comunista 23 de Septiembre, de carácter terrorista (Sic) y totalmente fuera de la ley. No faltaban tampoco los delincuentes del orden común, que hacían su agosto en un espacio carente de seguridad. Todos estos factores contribuían a poner a la institución en jaque permanente.
A este caldo de cultivo se sumó la exigencia de normalistas de ser admitidos en la Universidad sin cumplir con los requerimientos de admisión. A través de ruidosas manifestaciones y plantones, y asaltos a la rectoría, exigían su ingreso al margen de los reglamentos de Inscripciones y de Incorporación y Revalidación de Estudios, esgrimiendo “argumentos” como el de que los estudios cursados en la Escuela Normal eran equivalentes a los de bachillerato y, por tanto, tenían el derecho de ser admitidos en las licenciaturas de la UNAM. De acuerdo con la legislación universitaria, tal interpretación no era sino una hueca bandera de lucha. El rector Pablo González Casanova, con razón, negó sus pretensiones con fundamento en la normatividad vigente.
Hay una anécdota que revela claramente la situación que se vivía. Estaba yo un día en la Torre de Rectoría, a fin de desahogar mi acuerdo convencional con el rector desde mi posición como coordinador de la Investigación Científica. Discutíamos algún asunto en su despacho, cuando se escuchó un ruido creciente, como el que produce una turba. Uno de los ujieres se presentó, con poco disimulada agitación, para decirnos que unos cincuenta sedicentes estudiantes habían vencido la resistencia que les impedía el paso y habían ocupado la sala Sor Juana Inés de la Cruz, contigua al despacho del rector. Muy molesto por la situación, Pablo me dijo: “Ya están otra vez esos alborotadores, voy a tener que hablar con ellos. Te entretienes con este libro y me esperas, que yo regreso en cuanto pueda”. Como dejó la puerta entreabierta, pude escuchar lo que se dijo durante los 30 o 40 minutos que duró aquel ominoso intercambio de palabras, sintiéndome en verdad muy mal por el tono insolente, hasta llegar a los gritos estentóreos, con que los inconformes reiteraban sus peticiones, a cual más absurda. Era humillante y doloroso ver la forma irrespetuosa con la que se trataba la figura del rector.
(…) De infausta memoria por sus hechos de violencia durante la administración del rector Chávez y ampliamente conocido por sus fechorías, que ocasionaron severos daños a la institución, Miguel Castro Bustos hizo acto de presencia considerando que se ofrecían las condiciones idóneas para repetir sus hazañas delictivas supuestamente “revolucionarias” pero el verdadero corte terrorista, con la táctica de amedrentar y con objetivos que no tenían que ver, ni remotamente con la marcha de la Universidad. En mala hora se alió con otro individuo de su misma catadura, pero con pretensiones de artista, Mario Falcón, un frustrado pintor que, dando rienda suelta a sus fantasías, realizó unos burdos murales en el exterior del auditorio de la Facultad de Ciencias, con las efigies de Emiliano Zapata y del por aquellos días afamado guerrillero Genaro Vázquez Rojas, antecesor de Lucio Cabañas.
(…) Pertrechados con metralletas, recorrían edificios administrativos, donde tomaban lo que les venía en gana. En la Imprenta Universitaria, por ejemplo, se hacían materiales para su propaganda. Se paseaban ufanamente, sin que nadie lo impidiera, por todos los espacios de la institución, disparando al aire para hacer notar su presencia y aun vejando verbal y físicamente a las personas que tenían el infortunio de topárselos en su camino.
Un día, con motivo de cierta reunión, entre las muchas que en esos días efectuaba de manera periódica el Colegio de Directores para intercambiar información acerca del curso que seguían los acontecimientos, fui testigo del ignominioso ataque a la dignidad de un profesor, el doctor Fernando Ojesto, director de la Facultad de Derecho. Dado que las escuelas y facultades estaban allanadas, se convino en llevar a cabo las reuniones en la sede del Instituto de Investigaciones Filosóficas, en lo que era la Torre de Humanidades, la original, junto a la Facultad de Filosofía y Letras. Al terminar, Pepe Laguna y yo coincidimos en el elevador, con el doctor Ojesto, que acababa de ser intervenido quirúrgicamente por esos días y caminaba con dificultad. Mientras terminábamos de salir charlamos acerca de algún aspecto de los asuntos examinados, cosa normal dadas las críticas circunstancias, y luego nos despedimos de él para seguir nuestro rumbo. Lo veíamos tomar, con su paso cansino, el rumbo de Insurgentes cuando, sorpresivamente, nos dimos cuenta de que era objeto de insultos, vejaciones y violencia física por parte de Falcón y un grupo de delincuentes como él. Armados con metralletas y en actitud desafiante, arremetieron contra la fragilidad del doctor Ojesto y comenzaron a golpearlo.
(…) Cómo era posible que un par de delincuentes desplazaran a la máxima autoridad académica de la UNAM, mantuvieran a la institución como rehén y utilizaran el campus a manera de fortificación terrorista, campo de nadie y coto privado para sus fechorías… En los años subsiguientes estas preguntas se irían despejando, una a una, bajo la tesis esencial, que al respecto sustenté y machaconamente repetí, de que la autonomía universitaria, más que definirla, debe ejercerse.
(…) en una sesión del Consejo Universitario el 16 de noviembre de 1972 en el Anfiteatro Simón Bolívar, de San Ildefonso… González Casanova presentó su renuncia… Salí de la reunión francamente apesadumbrado. El naufragio del rector parecía inminente…
(…) La indefensión de la Universidad y la proliferación de gente ávida de poder al servicio de políticos y grupos de interés económico, junto con la ancestral idea de que la autonomía universitaria es equivalente a extraterritorialidad, confluyeron en la salida de González Casanova, creando un vacío de autoridad que fue llenado sabia y honorablemente por los integrantes de la Junta de Gobierno, sobre quienes recayó la necesidad de apoyar a su secretario general de la Universidad en su función de rector interino y la ingente labor de auscultar a la comunidad universitaria en medio de condiciones por demás complejas. Además de aceptar la renuncia, el órgano colegiado resolvió suspender el pago a los trabajadores que continuaban en paro.
(…) A finales de 1972 las relaciones entre el rector González Casanova y el licenciado (Luis) Echeverría no podían haber sido más difíciles. Un día el presidente convocó a los miembros de la comunidad científica a una reunión del Conacyt en Los Pinos, a la que el rector estaba invitado por ser miembro de la Junta de Gobierno del Consejo. En mi calidad de coordinador de la Investigación Científica de la UNAM yo tenía una relación cotidiana con el Conacyt, por lo que mi presencia en la reunión era natural.
(…) La reunión tuvo lugar a pesar de que Pablo no llegó nunca ni mandó excusa alguna, con lo cual se hizo aún más patente el malestar entre el rector y el presidente. En ese ambiente, propicio para atizar el fuego, Guillermo Haro se lanzó a formular una serie de comentarios sumamente críticos contra la Universidad, llegando al extremo de cuestionar su carácter nacional.
(…) Aunque había numerosos directores de la UNAM en Los Pinos, ninguno estimó conveniente tomar la palabra para hacer alguna interpelación. Al término del bochornoso acto, los convoqué en la Coordinación de la Investigación Científica, donde decidimos publicar un desplegado en el que haríamos precisiones acerca de lo expresado por Guillermo Haro. En un desmentido público de sus aseveraciones. Decidimos que era pertinente acudir a casa del rector González Casanova con el fin de relatarle lo ocurrido en Los Pinos y para que conociera el texto que habíamos redactado, pero se percibía en todo y por todo un ambiente muy cargado.
u u u
Del 5 de diciembre de 1972, fecha de la renuncia definitiva del doctor Pablo González Casanova, el día de mi designación, el 3 de enero de 1973, la Rectoría estaba acéfala, si bien Manuel Madrazo Garamendi, el secretario general, estaba al frente, como lo marca la legislación universitaria. Mi toma de posesión estaba programada para el 8 de enero, pero dadas las circunstancias no había acuerdo entre los organizadores acerca de la sede para la celebración de la solemne ceremonia.
(…) Sin duda estaba en juego, en aquellas horas, el destino de nuestra casa de estudios: su régimen jurídico administrativo, los derechos de los universitarios, la suerte de la vida colegiada, el deslinde entre lo laboral y lo académico, la definición misma del concepto de autonomía. La compleja situación demandaba el establecimiento de un espacio mínimo para respirar, y desde un principio actué con resolución. El mismo 3 de enero dije que tomaría posesión en Ciudad Universitaria y, más aún, que iría al auditorio de la Facultad de Medicina a recibir la venera. “Ésa es mi escuela”, dije con énfasis.
(…) Tengo que hacer un señalamiento especial a Henrique González Casanova, a quien tuve como asesor personal durante ocho años… Era incansable para discutir con los disidentes; con la legislación universitaria en la mano sus argumentaciones eran convincentes para muchos, y a los más recalcitrantes por lo menos los dejaba a medio camino. Fue un universitario cabal, muy respetado por tirios y troyanos.
(…) a Fernando Pérez Correa, a quien me acercó Henrique… a Emilio Rosenblueth… a Jorge Hernández Varela… a Gerardo Ferrando… a María de los Ángeles Knochenhauer… a José Dávalos… a David Pantoja… a Francisco de Pablo y a Francisco Montellano… a Cuauhtémoc Valdés…
u u u
Mi inicio como rector de la UNAM se dio en medio de la más grave crisis que la universidad había vivido hasta entonces, una vez promulgada la Ley Orgánica de 1945, conocida también como Ley Caso. Encontré una universidad debilitada, angustiada con actitudes rayanas en la desesperanza. Sabía que si la Junta de Gobierno se había inclinado por mi propuesta era porque implicaba la firme determinación de hacer valer la legislación universitaria y el principio de autonomía, así como el compromiso de realizar el máximo esfuerzo para colocar a la Universidad en los carriles de la normalidad, del trabajo organizado en la investigación y la extensión universitaria.
(…) Además, estaba convencido de que una de las metas institucionales de mayor prioridad y trascendencia consistía en consolidar y hacer más efectiva la proyección social de la Universidad… era claro que tendría que bregar en varios frentes y en forma inmediata: la violencia “revolucionaria”, la delincuencia del orden común, el sindicalismo en pie de lucha, el autogobierno de Arquitectura, el Colegio de Ciencias y Humanidades, las preparatorias populares y la Comisión Mixta de la Facultad de Medicina. Diversos tipos de violencia con un denominador común que los identificaba: el afán de perturbar, alterar y trastornar la vida académica de la Universidad y obstruir el desarrollo de sus metas y objetivos.
(…) En 1975 hubo un penoso incidente que pudo haber desbordado, a propósito de la salida del presidente Echeverría a Ciudad Universitaria. Debo mencionar, como antecedente. Mi impresión de que pesaban en su ánimo las recriminaciones que se le hacían por su intervención en el movimiento estudiantil de 1968. Ignoro si en verdad intervino en la forma que se le atribuía, pero no pudo haber sido ajeno a los acontecimientos puesto que era el secretario de Gobernación. Además, su actitud durante su campaña electoral había herido los sentimientos tanto del Ejército como del propio presidente Díaz Ordaz.
(…) se aceptó que Echeverría visitara Ciudad Universitaria, algunos lo objetaron argumentando que no querían que el presidente saliera airoso después de haber intervenido en –o al menos permitido– las atrocidades del 68.
(…) El viernes 14 de marzo llegué a Los Pinos poco antes de las diez de la mañana, una hora antes del inicio programado de la visita. Ahí estaban Bravo Ahuja y el general Castañeda, jefe del Estado Mayor Presidencial, a quien le dije que su presencia no debía ser explícita. Cuando aclaró que su gente tenía que ir, le sugerí que fueran de civiles, no con uniforme militar.
(…) La ceremonia comenzó como se pudo… Echeverría estaba de pie porque el tumulto impedía sentarse. Iba a intervenir el líder del sindicato, Evaristo Pérez Arreola, pero se hizo a un lado y quien agarró el micrófono fue Joel Ortega, otro de los líderes anarquistas de la Facultad de Economía, que se soltó a despotricar contra el gobierno. Mientras Ortega hablaba comenzaron los gritos desde la parte de arriba. Me preocupé, pues sentí que el acto se salía de control.
(…) En ese momento se oyó la quebradera de vidrios y voló una botella desde la puerta del auditorio. Alguien gritó que era una bomba y la multitud se abrió en dos como el Mar Rojo, pero no estalló nada. Oí pasar la botella y mientras sacaban a Echeverría sentí, con temor, que el tumulto me aplastaba. Brinqué cuanto pude, apoyé los codos en la caja torácica, me protegí con los brazos y mis pies no volvieron a tocar el suelo pues quedé suspendido entre la gente. Me llevaron flotando como corcho hacia la puerta.
(…) El lunes siguiente se publicaron editoriales que exigían mi renuncia. La prensa acudió a verme y aclaré que la Universidad estuvo en paz hasta ese día y que, pasado el desaguisado, siguió en plena paz. “Tuvimos este incidente –dije–, pero hay que ver cuáles son sus causas. La Universidad está trabajando como relojito, no entiendo a título de qué vienen a responsabilizar a la UNAM. Echeverría era consciente de que no se le podía dar la protección adecuada en esas circunstancias. La Universidad no tuvo ninguna culpa de los hechos.”
u u u
Hubo una segunda vez en que entró la policía a Ciudad Universitaria durante mi tiempo como rector. En julio de 1977, el sindicato quiso establecer el Sindicato Único de Trabajadores Universitarios (SUNTU), con la idea de que los trabajadores universitarios de todo el país se unieran en un solo sindicato, lo cual nos aterró porque, de ser así, cualquier conflicto en una universidad estatal significaría presiones gremiales para el resto de las instituciones. Nos opusimos de manera tajante a la iniciativa. Hablamos con el gobierno para rebatirla jurídicamente; nuestro argumento fue que un sindicato único violaba la autonomía universitaria, pues se prestaba a que trabajadores de otras dependencias, aun si eran universitarios, tuvieran injerencia en las instituciones
(…) Los años subsiguientes no tuvimos casi ningún conflicto. Acaso hubo dos: uno en la Facultad de Ingeniería, de carácter interno, en el que los estudiantes suspendieron las actividades unos días, y el otro en Cuautitlán, también local. Ninguno tuvo mayor trascendencia.
La historia según Soberón/GUILLERMO SOBERÓN
Proceso « 2025..,22 de agosto de 2015.
LIBROS
“Quiero dejar claro que sólo incluyo cuestiones que tuvieron repercusiones institucionales y que son relatos fidedignos de lo acontecido”, escribe Guillermo Soberón en la introducción de su libro El médico, el rector, coeditado por el Fondo de Cultura Económica, El Colegio Nacional y la UNAM. En este ejercicio memorialístico, no sólo dibuja la constelación de médicos y científicos sociales que lo rodearon durante su trayectoria profesional, sino que deja ver sus prejuicios y temores político-ideológicos. Proceso ofrece pasajes de la etapa en que el autor estuvo en la rectoría de la UNAM y de la singular forma como resolvió las contingencias que envolvieron en esa etapa a la máxima casa de estudios del país.
Cuando el Ejército entró a Ciudad Universitaria, en 1968, pegué un brinco y dije: “¡Mis ajolotes!” Busqué al general Toledo, que jefaturaba el contingente militar; y le expliqué que cultivábamos ajolotes y que había que alimentarlos. “Mire, doctor –me dijo– entiendo su problema, pero estamos muy cuidadosos de que no vayan a causarse otros estropicios y que esto se escale. Voy a permitir que vengan a hacer esta labor usted y una persona que lo acompañe, pero nadie más, porque si no esto rueda y se pierde el control, es muy riesgoso.” Y así fue. Durante el tiempo en que permaneció ocupada la Universidad, estuvimos pegados atendiendo a los animales. Me hacía acompañar de Quirino, que entonces trabajaba en el laboratorio, y entre los dos hacíamos la talacha de limpiar a los animales, darles de comer, etcétera…
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El clima imperante en la UNAM durante 1972 fue el desquiciamiento institucional y la violencia por doquier. El conflicto de 1968 y el anterior de 1966, que ocasionó la caída del rector Ignacio Chávez, dejaron una secuela de inestabilidad alentada por grupos organizados ex profeso, para ocasionar disturbios en el campus universitario. Hubo intentos anarquizantes para ocupar posiciones académicas sin cumplir con los requisitos existentes y enclaves de activistas que enarbolaban las más variopintas y bizarras causas, principalmente en Economía, Ciencias Políticas y Filosofía y Letras. Además, las organizaciones verdaderamente criminales sentaban sus reales en el campus y, bajo un ropaje ideológico y al servicio de intereses antiuniversitarios, estaban dispuestas a todo con tal de subvertir el orden mediante tácticas que llegaban a la acción terrorista. Hay que recordar que eran los tiempos en que se dejaba sentir la Liga Comunista 23 de Septiembre, de carácter terrorista (Sic) y totalmente fuera de la ley. No faltaban tampoco los delincuentes del orden común, que hacían su agosto en un espacio carente de seguridad. Todos estos factores contribuían a poner a la institución en jaque permanente.
A este caldo de cultivo se sumó la exigencia de normalistas de ser admitidos en la Universidad sin cumplir con los requerimientos de admisión. A través de ruidosas manifestaciones y plantones, y asaltos a la rectoría, exigían su ingreso al margen de los reglamentos de Inscripciones y de Incorporación y Revalidación de Estudios, esgrimiendo “argumentos” como el de que los estudios cursados en la Escuela Normal eran equivalentes a los de bachillerato y, por tanto, tenían el derecho de ser admitidos en las licenciaturas de la UNAM. De acuerdo con la legislación universitaria, tal interpretación no era sino una hueca bandera de lucha. El rector Pablo González Casanova, con razón, negó sus pretensiones con fundamento en la normatividad vigente.
Hay una anécdota que revela claramente la situación que se vivía. Estaba yo un día en la Torre de Rectoría, a fin de desahogar mi acuerdo convencional con el rector desde mi posición como coordinador de la Investigación Científica. Discutíamos algún asunto en su despacho, cuando se escuchó un ruido creciente, como el que produce una turba. Uno de los ujieres se presentó, con poco disimulada agitación, para decirnos que unos cincuenta sedicentes estudiantes habían vencido la resistencia que les impedía el paso y habían ocupado la sala Sor Juana Inés de la Cruz, contigua al despacho del rector. Muy molesto por la situación, Pablo me dijo: “Ya están otra vez esos alborotadores, voy a tener que hablar con ellos. Te entretienes con este libro y me esperas, que yo regreso en cuanto pueda”. Como dejó la puerta entreabierta, pude escuchar lo que se dijo durante los 30 o 40 minutos que duró aquel ominoso intercambio de palabras, sintiéndome en verdad muy mal por el tono insolente, hasta llegar a los gritos estentóreos, con que los inconformes reiteraban sus peticiones, a cual más absurda. Era humillante y doloroso ver la forma irrespetuosa con la que se trataba la figura del rector.
(…) De infausta memoria por sus hechos de violencia durante la administración del rector Chávez y ampliamente conocido por sus fechorías, que ocasionaron severos daños a la institución, Miguel Castro Bustos hizo acto de presencia considerando que se ofrecían las condiciones idóneas para repetir sus hazañas delictivas supuestamente “revolucionarias” pero el verdadero corte terrorista, con la táctica de amedrentar y con objetivos que no tenían que ver, ni remotamente con la marcha de la Universidad. En mala hora se alió con otro individuo de su misma catadura, pero con pretensiones de artista, Mario Falcón, un frustrado pintor que, dando rienda suelta a sus fantasías, realizó unos burdos murales en el exterior del auditorio de la Facultad de Ciencias, con las efigies de Emiliano Zapata y del por aquellos días afamado guerrillero Genaro Vázquez Rojas, antecesor de Lucio Cabañas.
(…) Pertrechados con metralletas, recorrían edificios administrativos, donde tomaban lo que les venía en gana. En la Imprenta Universitaria, por ejemplo, se hacían materiales para su propaganda. Se paseaban ufanamente, sin que nadie lo impidiera, por todos los espacios de la institución, disparando al aire para hacer notar su presencia y aun vejando verbal y físicamente a las personas que tenían el infortunio de topárselos en su camino.
Un día, con motivo de cierta reunión, entre las muchas que en esos días efectuaba de manera periódica el Colegio de Directores para intercambiar información acerca del curso que seguían los acontecimientos, fui testigo del ignominioso ataque a la dignidad de un profesor, el doctor Fernando Ojesto, director de la Facultad de Derecho. Dado que las escuelas y facultades estaban allanadas, se convino en llevar a cabo las reuniones en la sede del Instituto de Investigaciones Filosóficas, en lo que era la Torre de Humanidades, la original, junto a la Facultad de Filosofía y Letras. Al terminar, Pepe Laguna y yo coincidimos en el elevador, con el doctor Ojesto, que acababa de ser intervenido quirúrgicamente por esos días y caminaba con dificultad. Mientras terminábamos de salir charlamos acerca de algún aspecto de los asuntos examinados, cosa normal dadas las críticas circunstancias, y luego nos despedimos de él para seguir nuestro rumbo. Lo veíamos tomar, con su paso cansino, el rumbo de Insurgentes cuando, sorpresivamente, nos dimos cuenta de que era objeto de insultos, vejaciones y violencia física por parte de Falcón y un grupo de delincuentes como él. Armados con metralletas y en actitud desafiante, arremetieron contra la fragilidad del doctor Ojesto y comenzaron a golpearlo.
(…) Cómo era posible que un par de delincuentes desplazaran a la máxima autoridad académica de la UNAM, mantuvieran a la institución como rehén y utilizaran el campus a manera de fortificación terrorista, campo de nadie y coto privado para sus fechorías… En los años subsiguientes estas preguntas se irían despejando, una a una, bajo la tesis esencial, que al respecto sustenté y machaconamente repetí, de que la autonomía universitaria, más que definirla, debe ejercerse.
(…) en una sesión del Consejo Universitario el 16 de noviembre de 1972 en el Anfiteatro Simón Bolívar, de San Ildefonso… González Casanova presentó su renuncia… Salí de la reunión francamente apesadumbrado. El naufragio del rector parecía inminente…
(…) La indefensión de la Universidad y la proliferación de gente ávida de poder al servicio de políticos y grupos de interés económico, junto con la ancestral idea de que la autonomía universitaria es equivalente a extraterritorialidad, confluyeron en la salida de González Casanova, creando un vacío de autoridad que fue llenado sabia y honorablemente por los integrantes de la Junta de Gobierno, sobre quienes recayó la necesidad de apoyar a su secretario general de la Universidad en su función de rector interino y la ingente labor de auscultar a la comunidad universitaria en medio de condiciones por demás complejas. Además de aceptar la renuncia, el órgano colegiado resolvió suspender el pago a los trabajadores que continuaban en paro.
(…) A finales de 1972 las relaciones entre el rector González Casanova y el licenciado (Luis) Echeverría no podían haber sido más difíciles. Un día el presidente convocó a los miembros de la comunidad científica a una reunión del Conacyt en Los Pinos, a la que el rector estaba invitado por ser miembro de la Junta de Gobierno del Consejo. En mi calidad de coordinador de la Investigación Científica de la UNAM yo tenía una relación cotidiana con el Conacyt, por lo que mi presencia en la reunión era natural.
(…) La reunión tuvo lugar a pesar de que Pablo no llegó nunca ni mandó excusa alguna, con lo cual se hizo aún más patente el malestar entre el rector y el presidente. En ese ambiente, propicio para atizar el fuego, Guillermo Haro se lanzó a formular una serie de comentarios sumamente críticos contra la Universidad, llegando al extremo de cuestionar su carácter nacional.
(…) Aunque había numerosos directores de la UNAM en Los Pinos, ninguno estimó conveniente tomar la palabra para hacer alguna interpelación. Al término del bochornoso acto, los convoqué en la Coordinación de la Investigación Científica, donde decidimos publicar un desplegado en el que haríamos precisiones acerca de lo expresado por Guillermo Haro. En un desmentido público de sus aseveraciones. Decidimos que era pertinente acudir a casa del rector González Casanova con el fin de relatarle lo ocurrido en Los Pinos y para que conociera el texto que habíamos redactado, pero se percibía en todo y por todo un ambiente muy cargado.
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Del 5 de diciembre de 1972, fecha de la renuncia definitiva del doctor Pablo González Casanova, el día de mi designación, el 3 de enero de 1973, la Rectoría estaba acéfala, si bien Manuel Madrazo Garamendi, el secretario general, estaba al frente, como lo marca la legislación universitaria. Mi toma de posesión estaba programada para el 8 de enero, pero dadas las circunstancias no había acuerdo entre los organizadores acerca de la sede para la celebración de la solemne ceremonia.
(…) Sin duda estaba en juego, en aquellas horas, el destino de nuestra casa de estudios: su régimen jurídico administrativo, los derechos de los universitarios, la suerte de la vida colegiada, el deslinde entre lo laboral y lo académico, la definición misma del concepto de autonomía. La compleja situación demandaba el establecimiento de un espacio mínimo para respirar, y desde un principio actué con resolución. El mismo 3 de enero dije que tomaría posesión en Ciudad Universitaria y, más aún, que iría al auditorio de la Facultad de Medicina a recibir la venera. “Ésa es mi escuela”, dije con énfasis.
(…) Tengo que hacer un señalamiento especial a Henrique González Casanova, a quien tuve como asesor personal durante ocho años… Era incansable para discutir con los disidentes; con la legislación universitaria en la mano sus argumentaciones eran convincentes para muchos, y a los más recalcitrantes por lo menos los dejaba a medio camino. Fue un universitario cabal, muy respetado por tirios y troyanos.
(…) a Fernando Pérez Correa, a quien me acercó Henrique… a Emilio Rosenblueth… a Jorge Hernández Varela… a Gerardo Ferrando… a María de los Ángeles Knochenhauer… a José Dávalos… a David Pantoja… a Francisco de Pablo y a Francisco Montellano… a Cuauhtémoc Valdés…
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Mi inicio como rector de la UNAM se dio en medio de la más grave crisis que la universidad había vivido hasta entonces, una vez promulgada la Ley Orgánica de 1945, conocida también como Ley Caso. Encontré una universidad debilitada, angustiada con actitudes rayanas en la desesperanza. Sabía que si la Junta de Gobierno se había inclinado por mi propuesta era porque implicaba la firme determinación de hacer valer la legislación universitaria y el principio de autonomía, así como el compromiso de realizar el máximo esfuerzo para colocar a la Universidad en los carriles de la normalidad, del trabajo organizado en la investigación y la extensión universitaria.
(…) Además, estaba convencido de que una de las metas institucionales de mayor prioridad y trascendencia consistía en consolidar y hacer más efectiva la proyección social de la Universidad… era claro que tendría que bregar en varios frentes y en forma inmediata: la violencia “revolucionaria”, la delincuencia del orden común, el sindicalismo en pie de lucha, el autogobierno de Arquitectura, el Colegio de Ciencias y Humanidades, las preparatorias populares y la Comisión Mixta de la Facultad de Medicina. Diversos tipos de violencia con un denominador común que los identificaba: el afán de perturbar, alterar y trastornar la vida académica de la Universidad y obstruir el desarrollo de sus metas y objetivos.
(…) En 1975 hubo un penoso incidente que pudo haber desbordado, a propósito de la salida del presidente Echeverría a Ciudad Universitaria. Debo mencionar, como antecedente. Mi impresión de que pesaban en su ánimo las recriminaciones que se le hacían por su intervención en el movimiento estudiantil de 1968. Ignoro si en verdad intervino en la forma que se le atribuía, pero no pudo haber sido ajeno a los acontecimientos puesto que era el secretario de Gobernación. Además, su actitud durante su campaña electoral había herido los sentimientos tanto del Ejército como del propio presidente Díaz Ordaz.
(…) se aceptó que Echeverría visitara Ciudad Universitaria, algunos lo objetaron argumentando que no querían que el presidente saliera airoso después de haber intervenido en –o al menos permitido– las atrocidades del 68.
(…) El viernes 14 de marzo llegué a Los Pinos poco antes de las diez de la mañana, una hora antes del inicio programado de la visita. Ahí estaban Bravo Ahuja y el general Castañeda, jefe del Estado Mayor Presidencial, a quien le dije que su presencia no debía ser explícita. Cuando aclaró que su gente tenía que ir, le sugerí que fueran de civiles, no con uniforme militar.
(…) La ceremonia comenzó como se pudo… Echeverría estaba de pie porque el tumulto impedía sentarse. Iba a intervenir el líder del sindicato, Evaristo Pérez Arreola, pero se hizo a un lado y quien agarró el micrófono fue Joel Ortega, otro de los líderes anarquistas de la Facultad de Economía, que se soltó a despotricar contra el gobierno. Mientras Ortega hablaba comenzaron los gritos desde la parte de arriba. Me preocupé, pues sentí que el acto se salía de control.
(…) En ese momento se oyó la quebradera de vidrios y voló una botella desde la puerta del auditorio. Alguien gritó que era una bomba y la multitud se abrió en dos como el Mar Rojo, pero no estalló nada. Oí pasar la botella y mientras sacaban a Echeverría sentí, con temor, que el tumulto me aplastaba. Brinqué cuanto pude, apoyé los codos en la caja torácica, me protegí con los brazos y mis pies no volvieron a tocar el suelo pues quedé suspendido entre la gente. Me llevaron flotando como corcho hacia la puerta.
(…) El lunes siguiente se publicaron editoriales que exigían mi renuncia. La prensa acudió a verme y aclaré que la Universidad estuvo en paz hasta ese día y que, pasado el desaguisado, siguió en plena paz. “Tuvimos este incidente –dije–, pero hay que ver cuáles son sus causas. La Universidad está trabajando como relojito, no entiendo a título de qué vienen a responsabilizar a la UNAM. Echeverría era consciente de que no se le podía dar la protección adecuada en esas circunstancias. La Universidad no tuvo ninguna culpa de los hechos.”
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Hubo una segunda vez en que entró la policía a Ciudad Universitaria durante mi tiempo como rector. En julio de 1977, el sindicato quiso establecer el Sindicato Único de Trabajadores Universitarios (SUNTU), con la idea de que los trabajadores universitarios de todo el país se unieran en un solo sindicato, lo cual nos aterró porque, de ser así, cualquier conflicto en una universidad estatal significaría presiones gremiales para el resto de las instituciones. Nos opusimos de manera tajante a la iniciativa. Hablamos con el gobierno para rebatirla jurídicamente; nuestro argumento fue que un sindicato único violaba la autonomía universitaria, pues se prestaba a que trabajadores de otras dependencias, aun si eran universitarios, tuvieran injerencia en las instituciones
(…) Los años subsiguientes no tuvimos casi ningún conflicto. Acaso hubo dos: uno en la Facultad de Ingeniería, de carácter interno, en el que los estudiantes suspendieron las actividades unos días, y el otro en Cuautitlán, también local. Ninguno tuvo mayor trascendencia.
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