Mujeres y poder
público/ María Teresa Priego.
¿La
profesora Gordillo nos representa a todas las mujeres porque es mujer?
La
Silla Rota/ 8 de marzo de 2016..
“Agáchense, y
vuélvanse a agachar,
las niñas
bonitas se saben agachar”. Ronda
infantil.
Me ha sucedido escuchar con frecuencia: “El
poder masculiniza a las mujeres”, o “¿por qué el poder masculiniza a las
mujeres?”, Ya sea que se enuncie como afirmación o como pregunta, lo que sigue es una lista de nombres de
mujeres que ocupan o han ocupado cargos públicos cuyas características en común
-nos dicen- corroboran la afirmación. ¿Podríamos siquiera suponer que esas
mujeres concretas nos representan a todas las mujeres? ¿Margaret Thatcher -por
mencionar un ejemplo muy recurrido en el tema de “la masculinización de las
mujeres”- o la profesora Elba Esther Gordillo, mantienen alguna condición de
“idénticas” con el resto de nosotras?
¿Más
allá de ciertas características en el cuerpo (aún allí marcadas por amplísimas
diferencias) en qué podría consistir esa condición de “idénticas”? Cuando un
hombre se corrompe, nos referimos a él con sus nombres y apellidos, no lo consideramos el representante de todos
los millones de hombres en el mundo, vivos, muertos y por nacer. Sabemos que cada ser humano del sexo
masculino es libre de elegir su muy
personal manera de relacionarse con el poder y de ejercerlo. Nos guste su
manera o no.
Una
no dice: “Peña Nieto es un corrupto porque es hombre”. En todo caso se le
envuelve en el genérico: “Es un priísta”, pero su pertenencia al sexo masculino
no es un dato incluido en el debate de su eficacia o de su ineficacia. Tampoco
decimos: “El diputado jamás asiste a sesiones, ¿qué se podría esperar si es un
hombre? o “su intervención fue una hilera de mentiras deshilvanadas, claro, es
que es hombre”.
Me
llama muchísimo la atención cuando las críticas contra las cuotas para las
mujeres o contra la paridad, giran alrededor de frases como: “No es posible
otorgar más espacios si las mujeres no están preparadas”. “No se trata de que
pase cualquiera porque es mujer, sino de que lleguen los mejores”. ¿Podrían
estas elucubraciones sostenerse después
de un análisis –ni siquiera tendría que ser demasiado meticuloso- del sector
masculino en las cámaras y en general en los puestos de poder?
¿La
profesora Gordillo nos representa a todas las mujeres porque es mujer? ¿Acaso
todas las mujeres somos -¿biológicamente?-
responsables de sus decisiones?
“En
palabras de Celia Amorós, lo que señala la existencia de universos distintos
simbólicos para varones y mujeres es la
existencia de dos órdenes conceptuales, el de los iguales (entre sí) y el de las idénticas (entre sí).
Los iguales se reconocen como individuos, por lo tanto, como diversos, dotados
de esferas propias de opinión y poder. Las idénticas carecen justamente de
principio de individuación, de diferencia, de excelencia de rango”. Amelia
Valcárcel en “Sexo y filosofía. Sobre ‘mujer’ y ‘poder’”.
Un
hombre se representa a sí mismo, a su partido, a la corriente en la cual
participa, a la historia que ha escrito…
y allí habría que mirar de cerca, persona por persona, historia por historia.
Pareciera que una mujer tiene que representarnos a todas y que si esa mujer se
empeña en el abuso de poder y en la fiesta siniestra de convertir sus
compromisos en privilegios, todas las demás somos responsables de ella. Es más,
esa mujer se convierte en la prueba de que otra mujer en su lugar actuaría de
la misma manera. ¿Qué no es también una mujer?
¿Para qué entonces reivindicar espacios para las mujeres si no tienen
nada nuevo que aportar? Mejor que se queden en sus hogares donde sí son dulces
y buenas (todas y cada una de ellas), o en trabajos que no impliquen niveles
importantes en la toma de decisiones.
Sin
embargo, hasta los hombres pierden este derecho (de facto) a la
individualización en los contextos en los que se trata de estereotipar a las
mujeres. Supongo que afirmar que una mujer se “masculiniza”, implica que ejerce
el poder de una manera abusiva, que es corrupta, que está dispuesta a aplicar
la “mano dura”. ¿Lo anterior nos permitiría deducir que todos los hombres sin
excepción son corruptos y represores?
¿Existe entonces una esencia
masculina que lleve a esos sujetos a los que designamos como “hombres” a optar
– a ultranza- por la brutalidad, más que por el diálogo?
Y
sí esa “esencia” masculina existe y así
lo consideráramos por qué se escucharía tan absurdo e inaceptable si dijéramos:
“La única manera de transformar este país es que ningún hombre acceda al poder.
Ninguno. A ningún tipo de poder”. O “¿para qué pedir rendición de cuentas a los
funcionarios públicos si todos son biológicamente corruptos?”. O “estamos
fritos y sin esperanza porque la mitad del mundo son hombres y todos ellos sin
excepción son deshonestos y abusivos”. Pero siguiendo esta línea absurda de
pensamiento: que tampoco se vayan a la casa a cuidarnos a los niños porque nos
los van a desgraciar. Inaceptable, ¿verdad?
¿A
esa esencia masculina –a modo y a conveniencia- se contrapondría una esencia
femenina –a modo y a conveniencia- generosa, honesta, abnegada, incorruptible y preocupada sin
falla por el bien común? Pareciera que a las mujeres que acceden a un cierto
tipo de poder se les exigiera mantener los ideales atribuidos a La Madre, y que
en la realidad, millones de madres en este mundo no estamos en posibilidad de
cumplir, porque son eso: ideales. Porque
esos ideales arrastrados a la cotidianidad terminan convirtiéndose en
estereotipos. Y los estereotipos son
camisas de fuerzas destinadas a enmarcar un inamovible deber ser para los
hombres y otro para las mujeres.
Si
aceptamos como válida la frase: “El poder corrompe” (agregaría, a quien se lo
permite), ¿qué nos haría suponer que ningún hombre es capaz de no corromperse y
que ninguna mujer es corruptible? Pero ese es el detalle en la “lógica de las
idénticas” que tan bien señala Celia Amorós: cada hombre tiene el derecho a ser
distinto del hombre que tiene al lado. Es mucho más difícil concebir –fuera de
los estereotipos clásicos y “diferenciales”: “las santas” y “las putas”—que
cada mujer tiene el derecho a ser distinta
de la mujer que tiene al lado. Y que en la realidad: es distinta.
¿Una
mujer política en riesgo –cada segundo-
de “masculinizarse”, porque ejerce el poder que se ha ganado con su muy
singular propuesta?
La
afirmación “las mujeres se masculinizan cuando acceden al poder”, tiene
seguramente cantidad de posibilidades de análisis, me limito a dos: vivimos en
un sistema corrupto construido –a través de los siglos- sobre todo, por los
hombres. Esa desilusión, esa desesperación ante todo lo que falla podría
conducirnos a una esperanza que de hecho ha sido ampliamente analizada por los
distintos feminismos: ¿Las mujeres podemos representar una alternativa más leal
y justa en el ejercicio del poder? Si nos arropamos en la utopía (me encantaría
hacerlo) la respuesta sería: sí. La realidad nos ha dado muy tristes pruebas de
lo contrario. Una mujer sólo puede
representar una manera distinta de relación con el poder, si así lo trabaja y
si así lo elige. Igual para los hombres.
Sin
embargo, el planteamiento de formas más justas y honestas de ejercer el poder
ha sido un largo debate dentro de los
colectivos feministas, es más, el debate incluye como motor una
pregunta: ¿Las mujeres deseamos acceder al poder o elegimos convertirnos en una
fuerza de lucha en su contra? Un contra-poder. La respuesta individual ha dado
resultados muy diferentes. Pero es un hecho: hay decenas de miles de mujeres
que sí quieren acceder a ese poder que tiene que ver con la toma de decisiones
públicas. Y ese es su inalienable derecho.
¿Cómo van a ejercer su poder? En esa libertad –acotada por la ley, si la
ley se ejerce- en la que se mueven los hombres.
La
segunda posibilidad de análisis que me interesa es la siguiente: esta
afirmación podría ocultar un temor –que puede llegar hasta la categoría del
pánico- de muchos hombres a aceptar a las mujeres –de una manera creciente-
como sus interlocutoras, ya no sólo en los territorios de lo privado, como es
la costumbre, sino en los territorios de lo público. Y dado que por siglos no ha sido así, hay
cantidad de reglas que aprender de ambas partes. En todo caso, esa afirmación
contribuye a crear lo que se ha llamado “Los techos de cristal para las
mujeres” es decir, ese punto en donde el sistema no permite que una mujer, por
más capacitada que esté para hacerlo, continúe avanzando hacia puestos de mayor
toma de decisiones.
“Estaríamos
encantados de que más y más mujeres participen en lo público, pero ¿qué será de
ellas si se “masculinizan?”. Las pobres.
O, “¿cómo para que las querríamos si terminan actuando igual que
nosotros, no es mejor quedarnos entre nosotros? Es evidente que en algún lugar
de los imaginarios colectivos una mujer con poder político tiene mucho de
indecoroso, de incómodo y de amenazante. No es lo mismo el “No al poder” desde
aquellos feminismos que consideran que si la reflexión y la acción feministas
son legítimas, el feminismo
tiene/tendría que ser un movimiento anti-poder, que la necesidad de crear
impedimentos muy subjetivos desde reflexiones que son bien distintas y cuya
finalidad consciente o inconsciente sería atajar la participación femenina.
Regresar a las mujeres a lo privado.
Desde
la sorpresa bienintencionada y auténtica, hasta la magnanimidad, esa amenaza de
“masculinización” construye un techo de cristal para las mujeres. Uno que se
construye desde el exterior, otro que se construye desde las prohibiciones
introyectadas. Si un hombre actúa conforme a una ética basada en la honestidad
y el bienestar común, es un hombre ético. Si una mujer lo hace, ¿sería lo menos
que puede hacer dado que no le implica ni el más mínimo esfuerzo? Ninguna
elección particular, ninguna decisión, nada sino seguir el libre llamado de su
naturaleza honesta y bondadosa. Existen hombre y mujeres éticas/os. Hombres y
mujeres que no lo son. Esa
transformación: las mujeres a compartir los espacios de lo púbico y los hombres
a compartir los espacios de lo privado (en el caso de que así lo deseen) nos
obliga a re-pensar las rígidas definiciones que han marcado la diferencia entre
los sexos.
“No
puede asegurarse que la igualdad entre varones y mujeres nos haga mejores a
todos, como fue la optimista presunción del sufragismo y el reformismo, debe
resaltarse, kantianamente, que la igualdad es mejor por la universalidad que
comporta. El asunto es como se lo planteaba Russell: si conseguiremos hacer una
igualdad por arriba o por abajo”. Amelia Valcárcel, “Sexo y filosofía. Sobre
‘mujer’ y ‘poder’”. El poder existe en sus muy diversas formas y no dejará de
existir, tenemos, por supuesto, cantidad de preguntas dirigidas a lo que
podríamos llamar una ética en el ejercicio del poder. Tanto en lo privado como
en lo público.
La
voluntad de dominio existe en los seres humanos, creo –por supuesto- que de
manera más intensa en unas personas que en otras, de maneras menos trabajadas
en unas personas que en otras. Así como
la honestidad, el compromiso y la lealtad. La mitad de la población mundial
somos mujeres. Pensar en continuar excluyendo a las mujeres del derecho a
compartir los espacios de toma de
decisiones en lo público, es una empresa que no sólo es excluyente e injusta,
es –además- a estas aturas, ya imposible. Se puede acotar, estorbar,
desacelerar el acceso de las mujeres a la igualdad de derechos, pero es
imparable. ¿Existen mujeres corruptas, prepotentes, abusivas? Sí. “El derecho de las mujeres al mal”, como
escribe la filósofa Amelia Valcárcel. ¿Es un llamado a convertirnos en unas
miserables? No. Es sólo un llamado a aceptar la individualización de cada
mujer. Una manera de reventar la tan irreal: “Lógica de las idénticas”.
Es
interesantísimo discutir en este contexto –lo dejo para textos posteriores, por
cuestiones de longitud en este texto- ¿por qué cierto estilo de “mujeres malas”
resultan tan fascinantes cuando el poder que ejercen deriva de su atractivo
sexual y sus talentos seductores, en una diferencia notoria de esos talentos
femeninos colocados en la reflexión, la inteligencia y el poder de decisión en
asuntos públicos? Lo que de ninguna manera niega los atractivos y la seducción
de esas mujeres en otros espacios. Tampoco estos datos significan que las
mujeres que usan su atractivo sexual como fuente de poder en sus vidas
privadas, sean tontas, banales o sujetos merecedores de discriminación. Son distintas. Y ese es su derecho.
Una
narcotraficante convertida por los medios -en su momento- casi en un símbolo
sexual femenino. ¿Ella no corría el riesgo de “masculinizarse”?
Hay
casos en los que la inquietud me gana: ¿por qué una narcotraficante como Sandra
Ávila Beltrán fue convertida en casi un ícono de la femineidad, (la Vamp de la cocaína), mientras que las
mujeres que ejercen un poder político viven -ante cada decisión- amenazadas con
“virilizarse?” ¿Una mujer regentea una
red de asesinos seriales y los medios se extraviaban en su belleza real o
imaginaria? Interesantísimo.
¿Una
asesina serial de sonrisa extraviada y psicótica es elevada a reina de belleza y Patricia
Mercado cualquier día de estos se nos convierte, ya no en un hombre, sino en un
macho, porque es Secretaria de Gobierno de la Ciudad de México? Lo que tenemos
que discutir no es si el poder político “masculiniza” a las mujeres, discusión que se convierte en una trampa
absurda y coercitiva, sino, ¿cuál es la sociedad que necesitamos y deseamos?
¿Cuáles son los debates, las leyes, y las prácticas indispensables para
construirla?
Hay
una parte de mí que se horroriza más cuando la crueldad viene de una mujer. Sí.
Me sucede todo el tiempo. Me encuentro
pensando, ¿cómo es posible? Sí. Y me enojo y me entristezco. Las sicarias. Alguna parte de mí sigue
soñando que las mujeres podríamos encarnar maneras distintas de ejercer el
poder, y que hay cierto tipo de poderes a los que jamás podríamos sumarnos. Y
sin embargo. Esas son mis muy personales
necesidades y fantasías. La realidad es
otra y no podemos participar de los discursos que contribuyen a la exclusión de
las mujeres.
¿Cómo
construimos una sociedad incluyente, equitativa y justa? Las mujeres y los hombres. ¿Cómo nos sumergimos en nuestros
inconscientes por un ratito para
intentar analizar y desarmar nuestras contradicciones? No hay demasiado de racional en toda esa
construcción de estereotipos. Oh, no. No hay demasiado de racional en
principio. Pero se convierten en una herramienta de control. Se sostienen y
recrean porque son útiles. La construcción del “techo de cristal”. Las mujeres ganamos espacios de participación
y surgió Sandra Ávila. La realidad, por el momento, así va.
@Marteresapriego
No hay comentarios.:
Publicar un comentario