No confundir futuro con progreso. Para que haya futuro hay que contar con la irrupción de algo nuevo, y eso solo se consigue rompiendo el ritmo de los tiempos que corren.
El
lugar del intelectual/Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC.
El
Periódico |8 de marzo de 2016..
La
muerte de Umberto Eco ha puesto sobre la mesa el papel del intelectual. Esta
venerable figura que tan bien representó en Francia Emile Zola cuando se
enfrentó con su pluma, en el caso Dreyfus, a todos los prejuicios antisemitas
franceses al grito de «Yo acuso», ha ido consumiéndose, devorada por otros
voceros a los que se les oye más porque se adaptan mejor a los gustos del
respetable. Eco ha sido una excepción. El profesor universitario se vistió de
novelista y consiguió hacernos ver que el rey iba desnudo. En El nombre de la
rosa, en efecto, desmonta el tabú más preciado por el ser humano del siglo XX,
a saber, el progreso. Aquel bibliotecario, fray Jorge, que envenena a los
monjes deseosos de leer un libro nuevo que ha llegado a la abadía, no es el
representante de una cultura medieval periclitada que se prohibía a sí misma
toda novedad «porque la humanidad ya sabe lo necesario para salvarse» y no
necesitaba más, sino que nos representa a nosotros.
Nuestro
progreso, en efecto, es más de lo mismo; no aporta ninguna novedad por muchos
inventos que incorporemos porque seguimos igual de pasivos que los monjes
medievales. Antaño dominaba lo ya sabido y ahora la novedad que se nos impone.
En medio queda un sujeto vacío que necesita para llegar a la madurez de
Guillermo de Baskerville libros viejos y nuevos, el tiempo lento del monasterio
y un sano juicio crítico que le salve de comulgar con ruedas de molino. Eco
marca ahí el lugar del intelectual, que no es la candente actualidad sino la
medida distancia; no la vorágine de la actualidad sino el medio y largo tiempo.
Con razón acababa uno de sus artículos más celebrados, ironizando sobre el
progreso de la técnica, con un «tendamos al futuro, ¡atrás a toda máquina!». No
confundir futuro con progreso. Para que haya futuro hay que contar con la
irrupción de algo nuevo, y eso solo se consigue rompiendo el ritmo de los
tiempos que corren. La diferencia entre el intelectual italiano y los que se
presentan como tales entre nosotros es que los nuestros se enfrentan a lo obvio
y no se embarcan en causas que incomoden. Denuncian la corrupción, por ejemplo,
porque eso se lleva, pero saben adaptarse al entorno poniendo, eso sí, unas
gotas de moralina, que eso siempre da bien. Pero, como dice Brecht, no saben
decir ¡basta! cuando llega el momento.
El
intelectual no encuentra su sitio porque no tiene el valor de mirarse por dentro.
El problema es él. Hace 70 años, Albert Camus fue a Nueva York para explicar al
mundo la responsabilidad de una generación de franceses, la suya, que, nacida
en entreguerras y criada entre totalitarismos, no creía en nada. Su nihilismo
se expresaba literariamente en el surrealismo, que era una protesta contra la
claridad; en pintura, con el arte abstracto, una forma de rebelión contra el
sujeto y la realidad; en música despreciaban la melodía, y en filosofía se
mofaban de la verdad. Ayunos de valores y creencias, tuvieron que ir a la
guerra sin saber por qué.
Aquellos
jóvenes arrogantes se presentaban ahora ante los demás sin sombra de orgullo
porque sabían que no estuvieron a la altura de las circunstancias, pero con una
lección bien aprendida. Para hacer frente a peligros como el que habían vivido,
cada individuo tenía que trabajarse a fondo. El modelo tenía que ser Sócrates,
que es un personaje discreto y no quiere ser maestro ni siquiera un crítico
político. Lo suyo es más personal, como conversar con los que se le acercan,
pensar en voz alta e interpelar a sus conciencias. «No hay que preocuparse
-dice- de los asuntos de la ciudad sino de la ciudad misma», es decir, no de
los asuntos de Estado sino de la vida de la gente. La política es importante, pero
puede ser un desastre personal y colectivo si no la precede una intensa vida
privada. Si los que se dedican a los asuntos públicos no llegan a ello después
de un tiempo de maduración personal o, en términos socráticos, de vida
virtuosa, lo que hagan (si son políticos) o lo que aconsejen (si son
intelectuales) no valdrá la pena. Como luego explicitará Aristóteles, un hombre
público no es virtuoso porque haga las cosas bien sino que las hace bien porque
es virtuoso.
Lo
que tienen en común Umberto Eco, Albert Camus o Sócrates es el interés por
marcar el territorio propio del intelectual. Ese lugar se sitúa a una cierta
distancia de la actualidad y en un tiempo que no es el de la inmediatez.
Ninguno de ellos tiene vocación solitaria, al contrario, son hombres públicos,
pero al no depender de los aplausos del público pueden relativizar las líneas
rojas que en el día a día nos pueden parecer incuestionables o señalar otras
que nuestra conciencia no tiene registradas. Estos ciudadanos, de alguna manera
acontemporáneos, son los que podrían aportar la serenidad que nos falta.
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