27 feb 2008

El nuevo Fidel

Las armas y las letras de Fidel Castro/Por Jorge Edwards, escritor chileno.
Publicado en EL PAÍS, 26/02/2008;
Alguien me dijo hace tiempo, a propósito de un retrato literario, que Fidel Castro le parecía una persona simpática. Pienso, por mi lado, que el concepto de simpatía o de antipatía no es aplicable al personaje. Fidel Castro es un consumado actor, un hombre de notable talento para dominar ambientes pequeños y grandes, y es capaz, si se lo propone, hasta de inspirar simpatía. El novelista inglés Graham Greene, que visitó la isla con relativa frecuencia y que fue recibido más de una vez por el Comandante en Jefe, me dijo que le daba la impresión de un maestro de escuela. Entiendo que Greene era hijo de un maestro de escuela, de modo que hablaba con conocimiento de causa y quizá con un prejuicio favorable. Castro podía encarnar para él la figura del padre autoritario, reformista, voluntarioso, preocupado de la subsistencia de su numerosa familia y que no podía desligarse de esta obligación. Por eso se creía indispensable, irremplazable, necesario, y por eso no delegaba sus poderes en nadie y no confiaba, en definitiva, en nadie.
El domingo, la Asamblea parlamentaria decidió acerca de su sucesión. Yo suponía que esa decisión estaba tomada de antemano y que Fidel Castro había susurrado algo al oído de las personas que corresponden. En efecto, no hubo sorpresa: Raúl Castro fue el designado. Fidel Castro, ya lo sabíamos, es el tipo de persona que sólo confía en sus familiares más cercanos, y que castiga toda forma de traición con el más severo de los castigos.
Ahora, fenómeno curioso, en su retiro, en el otoño de su patriarcado, y de acuerdo con su propio anuncio, Fidel Castro se dedicará a escribir. Como ya lo viene haciendo desde hace un rato, comunicará sus reflexiones, sus orientaciones, sus críticas, sus consejos, en columnas de prensa. El Comandante en Jefe tiene una visión contradictoria, ambivalente, apasionada, de la escritura, de toda forma de escritura, y el hecho de que termine su ciclo humano dedicado a escribir, a influir desde la sombra por medio de la palabra escrita, no deja de ser elocuente y sorprendente.
Cuando estuve de representante diplomático en Cuba, a fines del año 1970 y a comienzos del 71, en los primeros meses del Gobierno de Salvador Allende en Chile, me preguntó muchas veces, casi en cada ocasión en que nos encontramos, que por qué a los chilenos se les había ocurrido mandar a la Isla a un escritor. Nosotros, decía siempre, hicimos lo mismo en la primera etapa de la Revolución, pero ya no volveremos a hacerlo. Quería decir: ya no volveremos a repetir este error garrafal, pero no lo decía en esta forma para no ser hiriente. Porque el Comandante tenía un buen control del lenguaje: sólo era hiriente cuando se lo proponía.
En mi perspectiva de hoy, me parece que el Jefe Máximo, durante mi breve misión en la isla (que me hizo pensar muchas veces en la Ínsula Barataria, la que gobernó Sancho Panza, y los conocedores del Quijote saben que la comparación no es trivial ni accidental), siempre manejó sus apariciones con teatralidad, en forma calculada y deliberada.
En la primera noche de mi llegada me llevaron a las dos de la mañana a una sala de reuniones del diario Granma con el pretexto de hacerme una entrevista. No era hora de entrevistas, como comprenderá el lector. Pues bien, me encontré frente a una mesa de proporciones nobles, rodeado de personajes que sonreían, que hacían comentarios sobre el estado del tiempo, que me preguntaban cómo había sido mi viaje en avión, hasta que se abrió una puerta lateral estrecha, donde Fidel se veía fuera de escala, y descubrí que a mi lado había una silla vacía que lo había estado esperando. En esa primera conversación no me habló de escritores, y menos de literatura. Sacó a relucir, en cambio, con gran fuerza, el tema de la guerra, el de la revolución armada. Hacía un rato había anunciado por televisión el fracaso de la zafra gigante de 10 millones de toneladas de azúcar, un proyecto que había movilizado a toda la isla durante el año 1970 completo. Pues bien, lo que me dijo en ese encuentro nocturno, a propósito de la naciente y balbuceante revolución chilena, estaba claramente relacionado. Si ustedes en Chile necesitan ayuda, dijo, pídanmela. Porque seremos malos para producir, pero para pelear sí que somos buenos. El fracaso que acababa de anunciar en cadena nacional revelaba, en efecto, que las tareas productivas no eran su lado más fuerte; en cambio, la capacidad militar del fidelismo ya se había demostrado en Cuba y se seguiría demostrando en otros lugares del mundo.
A veces uno interpreta en exceso, con el mayor rebuscamiento, las palabras de los grandes líderes políticos, y ocurre que tomarlas al pie de la letra no es una mala forma de interpretación. Aquel “seremos malos para producir”, que dentro del contexto de esa jornada de diciembre de 1970 adquiría un tono entre autocrítico e irónico, no se me ha olvidado hasta este minuto. Pero entonces, como si se hubiera propasado en las palabras, Fidel cambió de tema de un modo brusco y preguntó que por qué no había vino chileno en la mesa. Se bebió un poco y se discutió sobre el vino que exportaba desde Chile el senador Baltazar Castro, hasta que Fidel me dijo de repente: “Pero tú eres encargado de negocios, pero de negocios no sabes nada, porque eres escritor…”. Salía, pues, como de contrabando, al pasar, el tema de la escritura, y le respondí que Baltazar Castro, que andaba en esos días de paseo por la isla, también era escritor (de hecho, había escrito y publicado varias novelas). Fidel Castro hizo un gesto como de sorpresa, como si se saliera de su libreto, y exclamó: “¡Estos escritores chilenos son unos diablos!”.
Me dio la impresión, en ese primer encuentro en Granma, y me la siguió dando en los que siguieron, que su relación con la escritura, con los escritores, con los mundos literarios, era más compleja de lo que se podía pensar a primera vista. Ya en esos días, había diversos casos de escritores cubanos disidentes, aunque fuera de Cuba se sabía muy poco del asunto, y al final de mi estada de tres meses y medio estalló el bullicioso y escandaloso caso Padilla. Mi observación personal me indicaba que a Fidel Castro el tema de los escritores le provocaba una especie de incomodidad instintiva.
La carta de los escritores, intelectuales y artistas cubanos contra Pablo Neruda, difundida con bombos y platillos a partir de mediados de 1966, había sido escrita por inspiración suya. Nadie que conozca el ambiente político de la isla podría pensar que fue espontánea, no consultada a los niveles máximos. El propio Neruda, desde luego, no se hacía la menor ilusión a este respecto. A mí me tocó ser testigo de un detalle revelador. En la cámara del comandante del barco, en el Buque Escuela Esmeralda, había un calendario de lujo editado por cuenta de la Compañía de Aceros del Pacífico. Cada mes iba precedido de un texto de alguno de los mejores poetas de Chile. Fidel, huésped en ese momento en el puerto de La Habana del comandante chileno Ernesto Jobet, se puso a hojear el calendario de gran formato. Leyó unos versos de Gabriela Mistral descriptivos de un erizo de nuestros mares y le parecieron un perfecto disparate. Después leyó fragmentos de un antipoema de Nicanor Parra e hizo ostentosos gestos de desagrado. Dobló la página y le tocó un poema de Pablo Neruda. Guardó un estricto silencio, un silencio políticamente prudente, y pasó a otro tema.
Ahora, cansado, enfermo, renuncia de un modo definitivo a las armas, con los sentimientos encontrados del que sabía que era bueno para pelear, y escoge con resignación y hasta con una pizca de humor el camino tardío de las letras. Nosotros esperaremos sus columnas escritas. Y nos imaginaremos lo que habría podido decir, frente a una elección de esta naturaleza, el Caballero de la Triste Figura.

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