11 mar 2008

Nuevas sendas de la seculariacón

Nuevas sendas de la secularización/Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.
Publicado en LA VANGUARDIA, 14/01/2008;
Traducción: José María Puig de la Bellacasa.
A partir de la Ilustración, en el siglo XVIII, un interrogante se impuso en Europa: ¿no hemos entrado en la era de la secularización? En un primer momento podía tratarse -como quería Voltaire- de “aplastar al infame”, de acabar con la religión. Un combate que proseguiría a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX: ¿no es la religión, como decía Karl Marx, el “opio del pueblo”? Cabe detectar aquí una primera concepción de la secularización en la idea del fomento y la aceleración de un declive de la religión, que debe combatirse por medio de la razón y denunciarse como fuente de alienación; a menudo, en calidad de la más segura aliada del poder, que debe eliminarse como factor de dominio en cuyo seno se entremezclan inevitablemente lo religioso y lo político. Tal concepción se compaginaba con un evolucionismo sumario que dice que el progreso es la marcha hacia delante de la modernidad.
Modernidad que, a su vez, se concibe como realidad que ha de mermar inevitablemente tradiciones y particularismos; entre ellos, la religión.
Sin embargo, y desde los albores, se difundió también otra idea de la secularización, la que no considera el declive de la religión en provecho de la herencia racional de la Ilustración o de la idea de progreso, sino la referente a un proceso de disociación en virtud del cual se escinde de lo político y es expulsada del espacio público sin que por ello se combatan las convicciones, la fe o Dios ni se coarten las posibilidades de practicar la fe propia: en suma, se trata de garantizar la continuidad del viejo adagio que dice que debe darse al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios.
La primera de estas convicciones halló su expresión política más cumplida en los países comunistas, que han combatido la institución eclesial con mayor o menor ardor y celo. La segunda, bajo diversas variantes, caracteriza más bien a las democracias. Y en ambos casos debe subrayarse un factor común: la secularización significa que Dios no cuenta con lugar propio en el ámbito público.
El término en cuestión remite a la idea de un combate e, igualmente, a una constatación empírica: en efecto, los progresos de la secularización se combinan o con un declive puro y simple de la fe y la práctica religiosa o con una mengua de su ascendiente sobre la vida de las personas en tanto que en el pasado y en el caso de las sociedades no modernas el conjunto de la vida en todas sus dimensiones - incluidas las políticas- sólo tenía sentido a la luz de Dios o de la referencia a un elemento de garantía metasocial.
Sin embargo, tal constatación no basta e incluso puede resultar objetable. Porque la religión no sólo suele resistir los embates sino que incluso se afianza, también en el seno de las democracias. Así sucede en el caso de numerosas iglesias protestantes, por ejemplo en Estados Unidos o Latinoamérica. El catolicismo es tal vez la religión que muestra mayor retroceso, sobre todo en las regiones más desarrolladas, y cabe sostener la hipótesis de que sus dificultades actuales guardan relación con la importancia que concede - más que cualquier otra religión contemporánea- al mecanismo institucional jerárquico, de corte piramidal, que es el suyo propio y que culmina en el Vaticano con la figura del Papa. No obstante, aun en tal caso cabe constatar que el declive, tan espectacular en varios países de Europa durante los años cincuenta, sesenta o setenta del siglo XX, se ve frenado en cierto modo.
Es menester, por tanto, preguntarse: ¿puede continuar hablándose aún de secularización si la religión no sólo no retrocede sino que incluso encuentra -aun en los países más modernos- las sendas de un renovado impulso y (como ha llegado a decirse) de un “retorno de Dios”? De hecho, la secularización sigue generándose aunque bajo formas y contenidos renovados. No estriba ya únicamente en la pura y simple desaparición o atenuación del ascendiente de lo religioso sobre la vida de las sociedades o sobre su ámbito público: se convierte en un ingrediente de la vida de las personas, que no forzosamente abandonan la fe y que hallan en ella (al menos en ciertos casos) la fuente del sentido general de su existencia pero que, como si de un bricolaje se tratara, combinan con sus convicciones y prácticas otros elementos y significados que pertenecen en mayor medida a la esfera del individualismo moderno. Como indica el filósofo Charles Taylor en su último libro Una era secular susceptibles de forzar la retirada o el retroceso de lo religioso-, sino como un fenómeno según el cual los individuos adoptan decisiones complejas que les permiten conferir un significado superior a su existencia a través de la religión sin, por eso, dejar de participar plenamente en la vida moderna.
En tal perspectiva, la secularización resulta de la agregación de decisiones individuales y personales en las que sujetos particulares pueden - si así lo quieren- tanto comprometerse como desvincularse de una fe, creencia o religión; significa que el recurso a Dios o a una trascendencia (sea cual fuere) ya no se ve impuesto por la sociedad -como imperativo absoluto- sino que es una elección, una decisión que nunca es irrevocable y que se efectúa entre otras posibilidades. Dicho de otra forma: lo propio de las sociedades modernas y democráticas es dejar a cada individuo la posibilidad al menos teórica de hacerse a sí mismo, de controlar la propia experiencia, de comprometerse en procesos de subjetivación donde lo religioso es una posibilidad pero entre otras alternativas. A partir de ahí, la secularización se define no como lo contrario de lo religioso, sino como la posibilidad según cada individuo tanto de elegirla como de abandonarla.
De este modo se presenta a nuestros ojos una posible imagen distinta de la modernidad: no - o no sólo- el triunfo de la razón sobre las tradiciones; no - o no sólo- el confinamiento de la religión al espacio limitado de la vida privada sino también - y de modo creciente- la articulación (indudablemente difícil) de los valores universales (el derecho, la razón) y de las identidades particulares, especialmente religiosas. Y esta articulación no comporta o no sólo comporta grandes opciones políticas, sino que también experimenta procesos de subjetivación donde cada cual, con plena responsabilidad, actúa por una parte de modo más o menos racional (en función de las obligaciones o imposiciones que pesan sobre él) y por otra confiere un sentido a su existencia merced a sus opciones religiosas y otras.
La secularización, hoy, no es ni el abandono ni el retraimiento de lo religioso: significa que este es objeto de opciones notablemente subjetivas y que no se impone a los individuos.

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