Discurso de Benedicto XVI, al recibir en audiencia en el Palacio Apostólico Vaticano a los participantes en la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo de la Cultura.
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Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
estimados señores y señoras:
Me agrada recibiros, con ocasión de la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo de la Cultura, y me alegro del trabajo que desarrolláis y, en particular, del tema elegido para esta sesión: «La Iglesia y el desafío de la secularización». Es ésta una cuestión fundamental para el futuro de la humanidad y de la Iglesia. La secularización, que frecuentemente se transforma en secularismo abandonando la acepción positiva de secularidad, somete a dura prueba la vida cristiana de los fieles y de los pastores, y vosotros, en vuestros trabajos, la habéis interpretado y transformado también en un desafío providencial para proponer respuestas convincentes a los interrogantes y a las esperanzas del hombre, contemporáneo nuestro.
Agradezco al arzobispo monseñor Gianfranco Ravasi, desde hace pocos meses presidente del dicasterio, las cordiales palabras con las que se ha hecho vuestro intérprete y ha explicado la articulación de los trabajos. Os doy también las gracias a todos por el generoso empeño para que la Iglesia se sitúe en diálogo con los movimientos culturales de nuestro tiempo, y se conozca así, cada vez más capilarmente, el interés que la Santa Sede nutre por el gran y variado mundo de la cultura. Hoy más que nunca, de hecho, la apertura recíproca entre las culturas es un terreno privilegiado para el diálogo entre hombres y mujeres comprometidos en la búsqueda de un auténtico humanismo, más allá de las diferencias que les separan. La secularización, que se presenta en las culturas como planteamiento del mundo y de la humanidad sin referencia a la Trascendencia, invade todo aspecto de la vida cotidiana y desarrolla una mentalidad en la que Dios está de hecho ausente, en todo o en parte, de la existencia y de la conciencia humana. Esta secularización no constituye sólo una amenaza externa para los creyentes, sino que se manifiesta ya desde hace tiempo en el seno mismo de la Iglesia. Desnaturaliza desde dentro y en profundidad la fe cristiana y, en consecuencia, el estilo de vida y el comportamiento diario de los creyentes. Ellos viven en el mundo y frecuentemente están marcados, si no condicionados, por la cultura de la imagen que impone modelos e impulsos contradictorios, en la negación práctica de Dios: ya no hay necesidad de Dios, de pensar en Él y de volver a Él. Además, la mentalidad hedonista y consumista predominante favorece, en los fieles como en los pastores, una deriva hacia la superficialidad y un egocentrismo que perjudica la vida eclesial.
La «muerte de Dios» anunciada, en las décadas pasadas, por tantos intelectuales cede el lugar a un culto estéril del individuo. En este contexto cultural existe el riesgo de caer en una atrofia espiritual y en un vacío del corazón, caracterizados a veces por formas sucedáneas de pertenencia religiosa y de vago espiritualismo. Se revela cuánto más urgente reaccionar a tal deriva mediante el recuerdo de los valores elevados de la existencia, que dan sentido a la vida y pueden apagar la inquietud del corazón humano en busca de la felicidad: la dignidad de la persona humana y su libertad, la igualdad entre todos los hombres, el sentido de la vida y de la muerte y de lo que nos espera tras la conclusión de la existencia terrena. En esta perspectiva mi predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, consciente de los cambios radicales y rápidos de las sociedades, con insistencia llamó la atención sobre la urgencia de encontrar al hombre en el terreno de la cultura para transmitirle el Mensaje evangélico. Precisamente por ello instituyó el Pontificio Consejo de la Cultura, para dar un nuevo impulso a la acción de la Iglesia por hacer que se encuentre el Evangelio con la pluralidad de las culturas en las diversas partes del mundo (cfr. Lettera al Card. Casaroli, en: AAS LXXIV, 6, pp. 683-688). La sensibilidad intelectual y la caridad pastoral del Papa Juan Pablo II le impulsaron a poner de relieve el hecho de que la revolución industrial y los descubrimientos científicos permitieron responder a preguntas que antes se habían satisfecho parcialmente sólo desde la religión. La consecuencia ha sido que el hombre contemporáneo tiene con frecuencia la impresión de no necesitar ya a nadie para comprender, explicar y dominar el universo; se siente el centro de todo, la medida de todo.
Más recientemente la globalización, a través de las nuevas tecnologías de la información, no raramente ha tenido como resultado también la difusión en todas las culturas de muchos componentes materialistas e individualistas de Occidente. Cada vez más la fórmula «Etsi Deus non daretur» [«Como si Dios no existiera». Ndt] se convierte en un modo de vivir que trae origen de una especie de «soberbia» de la razón -realidad creada y amada por Dios- que se considera autosuficiente y se cierra a la contemplación y a la búsqueda de una Verdad que la supera. La luz de la razón, exaltada, pero en realidad empobrecida, por la Ilustración, reemplaza radicalmente la luz de la fe, la luz de Dios (cfr. Benedicto XVI, Alocución para el encuentro con la Universidad de Roma «La Sapienza», 17 enero 2008). Por ello son grandes los desafíos que debe afrontar la misión de la Iglesia en este ámbito. Cuánto más importante se revela, por eso, el compromiso del Pontificio Consejo de la Cultura por un diálogo fecundo entre ciencia y fe. Es un afrontamiento muy esperado por la Iglesia, pero también por la comunidad científica, y os aliento a proseguirlo. En él la fe supone la razón y la perfecciona, y la razón, iluminada por la fe, encuentra la fuerza para elevarse en el conocimiento de Dios y de las realidades espirituales. En este sentido la secularización no favorece el objetivo último de la ciencia que es al servicio del hombre, «imago Dei» [«imagen de Dios». Ndt]. Que continúe este diálogo en la distinción de las características específicas de la ciencia y de la fe. En efecto, cada una tiene métodos propios, ámbitos, objetos de investigación, finalidades y límites, y debe respetar y reconocer a la otra su legítima posibilidad de ejercicio autónomo según los propios principios (cfr. Gaudium et spes, 36); ambas están llamadas a servir al hombre y a la humanidad, favoreciendo el desarrollo y el crecimiento integral de todos y cada uno.
Exhorto sobre todo a los pastores del rebaño de Dios a una misión incansable y generosa para afrontar, en el terreno del diálogo y del encuentro con las culturas, del anuncio del Evangelio y del testimonio, el preocupante fenómeno de la secularización, que debilita a la persona y la obstaculiza en su anhelo innato hacia la Verdad completa. Que puedan así los discípulos de Cristo, gracias al servicio prestado en particular por vuestro dicasterio, seguir anunciando a Cristo en el corazón de las culturas, porque Él es la luz que ilumina la razón, al hombre y el mundo. Pongámonos también nosotros ante la admonición dirigida al ángel de la Iglesia de Éfeso: «Conozco tu conducta: tus fatigas y tu paciencia... Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes» (Ap 2,2.4). Hagamos nuestro el grito del Espíritu y de la Iglesia: «¡Ven!» (Ap 22,17), y dejemos que nos invada el corazón la respuesta del Señor: «¡Sí, vengo pronto!» (Ap 22,20). Él es nuestra esperanza, la luz para nuestro camino, la fuerza para anunciar la salvación con valentía apostólica llegando hasta el corazón de todas las culturas. ¡Que Dios os asista en el cumplimiento de vuestra ardua pero entusiasmante misión! Confiando a María, Madre de la Iglesia y Estrella de la Nueva Evangelización, el futuro del Pontificio Consejo de la Cultura y el de todos sus miembros, os imparto de todo corazón la Bendición Apostólica.
[© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana
Traducción del original italiano por Marta Lago]
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Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
estimados señores y señoras:
Me agrada recibiros, con ocasión de la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo de la Cultura, y me alegro del trabajo que desarrolláis y, en particular, del tema elegido para esta sesión: «La Iglesia y el desafío de la secularización». Es ésta una cuestión fundamental para el futuro de la humanidad y de la Iglesia. La secularización, que frecuentemente se transforma en secularismo abandonando la acepción positiva de secularidad, somete a dura prueba la vida cristiana de los fieles y de los pastores, y vosotros, en vuestros trabajos, la habéis interpretado y transformado también en un desafío providencial para proponer respuestas convincentes a los interrogantes y a las esperanzas del hombre, contemporáneo nuestro.
Agradezco al arzobispo monseñor Gianfranco Ravasi, desde hace pocos meses presidente del dicasterio, las cordiales palabras con las que se ha hecho vuestro intérprete y ha explicado la articulación de los trabajos. Os doy también las gracias a todos por el generoso empeño para que la Iglesia se sitúe en diálogo con los movimientos culturales de nuestro tiempo, y se conozca así, cada vez más capilarmente, el interés que la Santa Sede nutre por el gran y variado mundo de la cultura. Hoy más que nunca, de hecho, la apertura recíproca entre las culturas es un terreno privilegiado para el diálogo entre hombres y mujeres comprometidos en la búsqueda de un auténtico humanismo, más allá de las diferencias que les separan. La secularización, que se presenta en las culturas como planteamiento del mundo y de la humanidad sin referencia a la Trascendencia, invade todo aspecto de la vida cotidiana y desarrolla una mentalidad en la que Dios está de hecho ausente, en todo o en parte, de la existencia y de la conciencia humana. Esta secularización no constituye sólo una amenaza externa para los creyentes, sino que se manifiesta ya desde hace tiempo en el seno mismo de la Iglesia. Desnaturaliza desde dentro y en profundidad la fe cristiana y, en consecuencia, el estilo de vida y el comportamiento diario de los creyentes. Ellos viven en el mundo y frecuentemente están marcados, si no condicionados, por la cultura de la imagen que impone modelos e impulsos contradictorios, en la negación práctica de Dios: ya no hay necesidad de Dios, de pensar en Él y de volver a Él. Además, la mentalidad hedonista y consumista predominante favorece, en los fieles como en los pastores, una deriva hacia la superficialidad y un egocentrismo que perjudica la vida eclesial.
La «muerte de Dios» anunciada, en las décadas pasadas, por tantos intelectuales cede el lugar a un culto estéril del individuo. En este contexto cultural existe el riesgo de caer en una atrofia espiritual y en un vacío del corazón, caracterizados a veces por formas sucedáneas de pertenencia religiosa y de vago espiritualismo. Se revela cuánto más urgente reaccionar a tal deriva mediante el recuerdo de los valores elevados de la existencia, que dan sentido a la vida y pueden apagar la inquietud del corazón humano en busca de la felicidad: la dignidad de la persona humana y su libertad, la igualdad entre todos los hombres, el sentido de la vida y de la muerte y de lo que nos espera tras la conclusión de la existencia terrena. En esta perspectiva mi predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, consciente de los cambios radicales y rápidos de las sociedades, con insistencia llamó la atención sobre la urgencia de encontrar al hombre en el terreno de la cultura para transmitirle el Mensaje evangélico. Precisamente por ello instituyó el Pontificio Consejo de la Cultura, para dar un nuevo impulso a la acción de la Iglesia por hacer que se encuentre el Evangelio con la pluralidad de las culturas en las diversas partes del mundo (cfr. Lettera al Card. Casaroli, en: AAS LXXIV, 6, pp. 683-688). La sensibilidad intelectual y la caridad pastoral del Papa Juan Pablo II le impulsaron a poner de relieve el hecho de que la revolución industrial y los descubrimientos científicos permitieron responder a preguntas que antes se habían satisfecho parcialmente sólo desde la religión. La consecuencia ha sido que el hombre contemporáneo tiene con frecuencia la impresión de no necesitar ya a nadie para comprender, explicar y dominar el universo; se siente el centro de todo, la medida de todo.
Más recientemente la globalización, a través de las nuevas tecnologías de la información, no raramente ha tenido como resultado también la difusión en todas las culturas de muchos componentes materialistas e individualistas de Occidente. Cada vez más la fórmula «Etsi Deus non daretur» [«Como si Dios no existiera». Ndt] se convierte en un modo de vivir que trae origen de una especie de «soberbia» de la razón -realidad creada y amada por Dios- que se considera autosuficiente y se cierra a la contemplación y a la búsqueda de una Verdad que la supera. La luz de la razón, exaltada, pero en realidad empobrecida, por la Ilustración, reemplaza radicalmente la luz de la fe, la luz de Dios (cfr. Benedicto XVI, Alocución para el encuentro con la Universidad de Roma «La Sapienza», 17 enero 2008). Por ello son grandes los desafíos que debe afrontar la misión de la Iglesia en este ámbito. Cuánto más importante se revela, por eso, el compromiso del Pontificio Consejo de la Cultura por un diálogo fecundo entre ciencia y fe. Es un afrontamiento muy esperado por la Iglesia, pero también por la comunidad científica, y os aliento a proseguirlo. En él la fe supone la razón y la perfecciona, y la razón, iluminada por la fe, encuentra la fuerza para elevarse en el conocimiento de Dios y de las realidades espirituales. En este sentido la secularización no favorece el objetivo último de la ciencia que es al servicio del hombre, «imago Dei» [«imagen de Dios». Ndt]. Que continúe este diálogo en la distinción de las características específicas de la ciencia y de la fe. En efecto, cada una tiene métodos propios, ámbitos, objetos de investigación, finalidades y límites, y debe respetar y reconocer a la otra su legítima posibilidad de ejercicio autónomo según los propios principios (cfr. Gaudium et spes, 36); ambas están llamadas a servir al hombre y a la humanidad, favoreciendo el desarrollo y el crecimiento integral de todos y cada uno.
Exhorto sobre todo a los pastores del rebaño de Dios a una misión incansable y generosa para afrontar, en el terreno del diálogo y del encuentro con las culturas, del anuncio del Evangelio y del testimonio, el preocupante fenómeno de la secularización, que debilita a la persona y la obstaculiza en su anhelo innato hacia la Verdad completa. Que puedan así los discípulos de Cristo, gracias al servicio prestado en particular por vuestro dicasterio, seguir anunciando a Cristo en el corazón de las culturas, porque Él es la luz que ilumina la razón, al hombre y el mundo. Pongámonos también nosotros ante la admonición dirigida al ángel de la Iglesia de Éfeso: «Conozco tu conducta: tus fatigas y tu paciencia... Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes» (Ap 2,2.4). Hagamos nuestro el grito del Espíritu y de la Iglesia: «¡Ven!» (Ap 22,17), y dejemos que nos invada el corazón la respuesta del Señor: «¡Sí, vengo pronto!» (Ap 22,20). Él es nuestra esperanza, la luz para nuestro camino, la fuerza para anunciar la salvación con valentía apostólica llegando hasta el corazón de todas las culturas. ¡Que Dios os asista en el cumplimiento de vuestra ardua pero entusiasmante misión! Confiando a María, Madre de la Iglesia y Estrella de la Nueva Evangelización, el futuro del Pontificio Consejo de la Cultura y el de todos sus miembros, os imparto de todo corazón la Bendición Apostólica.
[© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana
Traducción del original italiano por Marta Lago]
Agencia Zenit
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