Demanda total de seguridad/Editorial
El salvaje asesinato del adolescente Fernando Martí, de 14 años, junto con su chofer Jorge Palma Lemus, de 61 —torturado previamente hasta despojarlo de todos sus dientes— ha sido el catalizador de una generalizada demanda de justicia y de contención de una violencia alentada por la impunidad. También, por supuesto, ha dado oportunidad de atizar el golpeteo entre políticos.
Principalmente contra el jefe de Gobierno del DF, Marcelo Ebrard, ya disminuido por la matanza de la discoteca New’s Divine. El propio presidente Felipe Calderón lo conminó a coordinarse con el gobierno federal en materia de seguridad, en lugar de organizar consultas que dividen a los ciudadanos con temas que éstos no ven como los más urgentes.
Sin embargo, la seguridad, fin primero del Estado, no solamente está hecha trizas en el DF, sino en buena parte de la República. Baste recordar a Naomi, la aún hospitalizada niña de tres años lesionada en su cuna por una bala perdida; las niñas acribilladas en Guamúchil, Sinaloa, al salir de una fiesta de 15 años; la toma de rehenes en un centro comercial de Mazatlán; los secuestros y crímenes en Guerrero y el estado de México; y otra larga relación de sucesos criminales. Sesenta secuestrados han sido asesinados en este sexenio.
La airada reacción de los mexicanos se notó ayer en una caudalosa corriente, que duró todo el día, de comentarios coincidentes con el editorial de EL UNIVERSAL, provenientes de todo el país y el extranjero.
La censura a las autoridades y los policías —no sólo ineficientes, sino criminales y que se sirven de los datos internos para planear sus desmanes— es unánime, sin distinción de partidos, y hay hasta propuestas para reinstaurar la pena de muerte.
Antes de estos extremos, habría que aplicar simplemente la ley actual, con integridad y eficacia. No es poca cosa.
Es necesario poner un límite.
El espejismo de la pena de muerte
La rabia y la indignación por el brutal secuestro y asesinato de Fernando Martí han revivido el debate sobre la conveniencia de la pena de muerte en México.
La escoria responsable por este caso merece el más duro de los castigos, pero decidir la vida o muerte de una persona es demasiada responsabilidad para dejarlo al arbitrio de un sistema judicial tan corrupto y politizado como el nuestro.
Si, como se asegura públicamente, se permite la corrupción en los sindicatos, la pederastia entre los poderosos, si se condena a indígenas por desconocer el español, si el Ministerio Público desaparece o aparece pruebas según quién pague, ¿cómo confiar en que la vida de inocentes quedará fuera de riesgo?
En un sistema más eficiente, caso de Estados Unidos, por ejemplo, la medida no ha demostrado por sí misma reducción en los índices delictivos. El caso de José Medellín ilustra que la revisión de un proceso de pena capital es susceptible incluso de criterios raciales.
La discrecionalidad inevitable, sujeta a prejuicios e intereses de todo tipo, que avalaría la pena de muerte es inmoral en cualquier sistema judicial.
Principalmente contra el jefe de Gobierno del DF, Marcelo Ebrard, ya disminuido por la matanza de la discoteca New’s Divine. El propio presidente Felipe Calderón lo conminó a coordinarse con el gobierno federal en materia de seguridad, en lugar de organizar consultas que dividen a los ciudadanos con temas que éstos no ven como los más urgentes.
Sin embargo, la seguridad, fin primero del Estado, no solamente está hecha trizas en el DF, sino en buena parte de la República. Baste recordar a Naomi, la aún hospitalizada niña de tres años lesionada en su cuna por una bala perdida; las niñas acribilladas en Guamúchil, Sinaloa, al salir de una fiesta de 15 años; la toma de rehenes en un centro comercial de Mazatlán; los secuestros y crímenes en Guerrero y el estado de México; y otra larga relación de sucesos criminales. Sesenta secuestrados han sido asesinados en este sexenio.
La airada reacción de los mexicanos se notó ayer en una caudalosa corriente, que duró todo el día, de comentarios coincidentes con el editorial de EL UNIVERSAL, provenientes de todo el país y el extranjero.
La censura a las autoridades y los policías —no sólo ineficientes, sino criminales y que se sirven de los datos internos para planear sus desmanes— es unánime, sin distinción de partidos, y hay hasta propuestas para reinstaurar la pena de muerte.
Antes de estos extremos, habría que aplicar simplemente la ley actual, con integridad y eficacia. No es poca cosa.
Es necesario poner un límite.
El espejismo de la pena de muerte
La rabia y la indignación por el brutal secuestro y asesinato de Fernando Martí han revivido el debate sobre la conveniencia de la pena de muerte en México.
La escoria responsable por este caso merece el más duro de los castigos, pero decidir la vida o muerte de una persona es demasiada responsabilidad para dejarlo al arbitrio de un sistema judicial tan corrupto y politizado como el nuestro.
Si, como se asegura públicamente, se permite la corrupción en los sindicatos, la pederastia entre los poderosos, si se condena a indígenas por desconocer el español, si el Ministerio Público desaparece o aparece pruebas según quién pague, ¿cómo confiar en que la vida de inocentes quedará fuera de riesgo?
En un sistema más eficiente, caso de Estados Unidos, por ejemplo, la medida no ha demostrado por sí misma reducción en los índices delictivos. El caso de José Medellín ilustra que la revisión de un proceso de pena capital es susceptible incluso de criterios raciales.
La discrecionalidad inevitable, sujeta a prejuicios e intereses de todo tipo, que avalaría la pena de muerte es inmoral en cualquier sistema judicial.
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Seguridad y responsabilidades de Estado/Editorial
La Jornada (www.jornada.unam.mx), 6 de agosto de 2008;
La sociedad se encuentra impactada por la ola de secuestros en todo el país, un fenómeno creciente que ha saltado a la vista de la opinión pública con especial fuerza tras el plagio y el homicidio de Fernando Martí, y que se suma a la cuota diaria de asesinatos y levantones (plagios sin intención de cobrar rescate) ocurridos en el contexto de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, hechos que han pasado a ser, por desgracia, parte del mapa informativo cotidiano.
Esta circunstancia no sólo evidencia, como lo han apuntado ya diversas organizaciones civiles y como lo percibe la población en general, un resquebrajamiento a escala nacional de los mecanismos de impartición de justicia y de combate a la delincuencia; revela, además, el desinterés que durante años han tenido los responsables de la seguridad pública para atacar a fondo esta problemática, por más que ahora se pretenda colocarla en el centro de la agenda política.
El Estado tiene la obligación de garantizar seguridad a su población. Por ello, las autoridades se encuentran facultadas para perseguir, capturar y presentar ante instancias judiciales a quienes infrinjan las leyes y violenten el estado de derecho. Sin embargo, las expresiones criminales y la violencia que en muchas ocasiones es inherente a estas acciones no surgen de manera espontánea y difícilmente se les puede combatir cuando las causas que les dan origen permanecen intactas. En las últimas dos décadas, la sociedad ha asistido al arranque y la consolidación de un modelo de gobierno que, entre otros efectos, ha acabado por desmantelar los mecanismos públicos de bienestar social, ha hundido a amplios sectores de la población en una miseria exasperante, ha generado una carencia sostenida de empleos y ha propiciado el retiro de los apoyos estatales a sectores de suma importancia para el desarrollo de una nación, como son la educación, la salud y la agricultura. No es posible combatir eficientemente un fenómeno social tan complejo como la delincuencia sin atender primero los elementos que lo configuran.
Del mismo modo, difícilmente se alcanzará el propósito de garantizar seguridad a la población mientras las autoridades empleen este tipo de circunstancias como instrumentos de golpeteo político. Al respecto, resulta impertinente la reprimenda del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, en contra del jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard Casaubon, a quien demandó atender “los problemas que verdaderamente afectan a la gente, como es el caso de seguridad pública”, y no promover “actividades políticas que dividen a los ciudadanos” –en alusión a la consulta petrolera del pasado 27 de julio–. Con tales declaraciones, el político michoacano descalificó un ejercicio democrático que fue, en efecto, convocado por el gobernante capitalino, pero que obedeció a un reclamo legítimo y procedente de amplios sectores de la sociedad para frenar la privatización de Petróleos Mexicanos, y que ciertamente no ha ocasionado la división del país: éste ya se encontraba dividido desde el arranque de su gobierno, en buena medida por el descontento que generó el desaseo de la pasada elección presidencial, e incluso desde antes, si se toma en cuenta la enorme fractura social generada por las políticas económicas a las cuales la presente administración ha dado continuidad.
Pero acaso lo más grave sea la afirmación presidencial en el sentido de que “si (los gobiernos federal y capitalino) estuviéramos más unidos, seguramente ya hubiéramos avanzado mucho más en el camino para mejorar la calidad de la policía”. Esto constituye algo inaceptable, al tratar de delegar en las autoridades de la capital un asunto que es de carácter nacional. Debe recordarse que la proliferación de los secuestros no sólo se ha dado en el Distrito Federal, sino también en entidades como el estado de México, Guerrero, Tabasco, Baja California, Jalisco y Guanajuato. En el caso de estas dos últimas, Calderón difícilmente podría argumentar que las cortapisas de índole política merman las perspectivas en el combate a ese flagelo, dado que ambos gobiernos son emanados del mismo partido que el jefe del Ejecutivo. Las razones del incremento de esa vertiente delictiva pasan, entonces, por circunstancias que, hasta ahora, el gobierno federal no ha podido o no ha querido atender.
El combate a la delincuencia demanda, en efecto, articulación entre los distintos niveles de gobierno. La unidad en el fin, sin embargo, no implica la unanimidad en los medios, sobre todo cuando éstos han demostrado, como en el caso de la política federal de seguridad, su falta de efectividad y de sensibilidad hacia los orígenes del problema que supuestamente se pretende resolver.
La sociedad se encuentra impactada por la ola de secuestros en todo el país, un fenómeno creciente que ha saltado a la vista de la opinión pública con especial fuerza tras el plagio y el homicidio de Fernando Martí, y que se suma a la cuota diaria de asesinatos y levantones (plagios sin intención de cobrar rescate) ocurridos en el contexto de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, hechos que han pasado a ser, por desgracia, parte del mapa informativo cotidiano.
Esta circunstancia no sólo evidencia, como lo han apuntado ya diversas organizaciones civiles y como lo percibe la población en general, un resquebrajamiento a escala nacional de los mecanismos de impartición de justicia y de combate a la delincuencia; revela, además, el desinterés que durante años han tenido los responsables de la seguridad pública para atacar a fondo esta problemática, por más que ahora se pretenda colocarla en el centro de la agenda política.
El Estado tiene la obligación de garantizar seguridad a su población. Por ello, las autoridades se encuentran facultadas para perseguir, capturar y presentar ante instancias judiciales a quienes infrinjan las leyes y violenten el estado de derecho. Sin embargo, las expresiones criminales y la violencia que en muchas ocasiones es inherente a estas acciones no surgen de manera espontánea y difícilmente se les puede combatir cuando las causas que les dan origen permanecen intactas. En las últimas dos décadas, la sociedad ha asistido al arranque y la consolidación de un modelo de gobierno que, entre otros efectos, ha acabado por desmantelar los mecanismos públicos de bienestar social, ha hundido a amplios sectores de la población en una miseria exasperante, ha generado una carencia sostenida de empleos y ha propiciado el retiro de los apoyos estatales a sectores de suma importancia para el desarrollo de una nación, como son la educación, la salud y la agricultura. No es posible combatir eficientemente un fenómeno social tan complejo como la delincuencia sin atender primero los elementos que lo configuran.
Del mismo modo, difícilmente se alcanzará el propósito de garantizar seguridad a la población mientras las autoridades empleen este tipo de circunstancias como instrumentos de golpeteo político. Al respecto, resulta impertinente la reprimenda del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, en contra del jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard Casaubon, a quien demandó atender “los problemas que verdaderamente afectan a la gente, como es el caso de seguridad pública”, y no promover “actividades políticas que dividen a los ciudadanos” –en alusión a la consulta petrolera del pasado 27 de julio–. Con tales declaraciones, el político michoacano descalificó un ejercicio democrático que fue, en efecto, convocado por el gobernante capitalino, pero que obedeció a un reclamo legítimo y procedente de amplios sectores de la sociedad para frenar la privatización de Petróleos Mexicanos, y que ciertamente no ha ocasionado la división del país: éste ya se encontraba dividido desde el arranque de su gobierno, en buena medida por el descontento que generó el desaseo de la pasada elección presidencial, e incluso desde antes, si se toma en cuenta la enorme fractura social generada por las políticas económicas a las cuales la presente administración ha dado continuidad.
Pero acaso lo más grave sea la afirmación presidencial en el sentido de que “si (los gobiernos federal y capitalino) estuviéramos más unidos, seguramente ya hubiéramos avanzado mucho más en el camino para mejorar la calidad de la policía”. Esto constituye algo inaceptable, al tratar de delegar en las autoridades de la capital un asunto que es de carácter nacional. Debe recordarse que la proliferación de los secuestros no sólo se ha dado en el Distrito Federal, sino también en entidades como el estado de México, Guerrero, Tabasco, Baja California, Jalisco y Guanajuato. En el caso de estas dos últimas, Calderón difícilmente podría argumentar que las cortapisas de índole política merman las perspectivas en el combate a ese flagelo, dado que ambos gobiernos son emanados del mismo partido que el jefe del Ejecutivo. Las razones del incremento de esa vertiente delictiva pasan, entonces, por circunstancias que, hasta ahora, el gobierno federal no ha podido o no ha querido atender.
El combate a la delincuencia demanda, en efecto, articulación entre los distintos niveles de gobierno. La unidad en el fin, sin embargo, no implica la unanimidad en los medios, sobre todo cuando éstos han demostrado, como en el caso de la política federal de seguridad, su falta de efectividad y de sensibilidad hacia los orígenes del problema que supuestamente se pretende resolver.
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