Dos años /Jesús Silva-Herzog Márquez
Publicado en Reforma, 1/12/2008;
Nada peor para el presidente Calderón que la audacia. Nada tan insensato como la imaginación. Limitado por su pétreo sentido de lo posible, cercado por un estrechísimo círculo de fieles, atado por sus alianzas ha caminado ya el primer tercio de su administración. Ha ejercido, más que como Poder Ejecutivo, como el primer diputado de la nación. Un legislador que entiende el Congreso, que conoce los procedimientos y los ritos parlamentarios pero que no alcanza a levantar la vista más allá de la bancada contraria. Un diputado que sabe caer del lado de la votación mayoritaria. En ocasiones ha sido gestor talentoso de la legislación; en otros ha sido aplastado por la voluntad de una mayoría a la que no ha opuesto ninguna resistencia. En todos los casos ha celebrado con fiesta cualquier movimiento del Congreso. Parece un convencido de que lo importante es que la maquinaria legislativa se mueva -sea cual sea su dirección. El larguísimo sexenio mexicano nos condena a cuatro años más de esta razonada defensa de la degradación llevadera. Evitando celosamente que nos golpee el cataclismo súbito, el segundo gobierno panista acompaña el lento y constante declive de la nación.
Desde luego, la historia de estos dos años no se reduce a la timidez de un liderazgo, a las limitaciones de un equipo o el lastre de sus pactos. Las circunstancias han sido extraordinariamente hostiles. Nadie recordará una atmósfera política tan adversa como la que marcó la asunción del presidente Calderón, hace exactamente dos años. Algunos apostaron a la interrupción del relevo institucional. Quisieron descarriar el ferrocarril de la continuidad republicana. La tensión llegó al máximo en la víspera del juramento presidencial. Esa tensión original no se ha desvanecido. El pluralismo mexicano fue pactado por tres fuerzas que empezaron a compartir el poder mientras reconocían las reglas de convivencia y a los árbitros. Ese pluralismo perdió uno de sus pies en la elección del 2006 y sigue cojeando por la desafiante semilealtad de uno de los protagonistas. Tampoco tenemos memoria de una alteración tan profunda del orden público como la que hemos visto en estos meses cubiertos de sangre. Hay que reconocer que Calderón dejó de ver la violencia criminal como una anécdota local, como nota propia de la página policiaca. Desde el primer día de su gestión reconoció la gravedad del problema y lo enfrentó como lo que es: un desafío a la seguridad nacional y por ello mismo, una amenaza a la viabilidad de México. Pero estos años no han sido simple despliegue de las "fuerzas del orden". Han sido de una insospechada violencia y crueldad. Han mostrado también la profunda inserción del crimen dentro del poder estatal. La ebullición criminal no es solamente una explosión de violencia, es la exhibición de un poder gangrenado por el crimen, la muestra de un Estado corroído por dentro. Y la crisis que nos cae de fuera tiene también un calado excepcional. No habrá sido incubada aquí, pero nos golpeará con terrible dureza. Hasta hace poco, celebrábamos que habíamos borrado la experiencia de la crisis de las nuevas generaciones de mexicanos. El consuelo de nuestro mediocre crecimiento era siempre que no habíamos caído en los pozos de la crisis. Ese orgullo acaba de desaparecer. Quiero decir con esto que cualquier examen que quiera hacerse de la gestión de Felipe Calderón debe hacerse cargo del peso de estas circunstancias que implican el fin del pacto esencial entre las tres fuerzas nacionales; la ruptura del arreglo tácito con el crimen organizado y el erosivo retorno de la crisis económica.
Felipe Calderón ha encarado las condiciones más adversas que ningún presidente ha enfrentado en la historia reciente del país. Por supuesto que cada uno de sus antecesores recibió problemas, deudas, reclamos, desconfianzas, aprietos de muy diversa naturaleza. Pero aquellas crisis tenían confines más o menos precisos, mientras el aparato de poder se mantenía relativamente corpulento. La inflación se disparaba pero el gobierno estaba al mando del volante y los pedales. Las elecciones eran cuestionadas, pero el régimen mantenía su jefatura. Si encallábamos, el grupo gobernante podía tronar los dedos y aumentar de inmediato los impuestos. Nuestro presente es muy distinto. Los retos son más hondos mientras los instrumentos más débiles. El país hace crisis en muchos frentes y no tenemos mecanismos de respuesta. Nunca habíamos enfrentado crisis tan severas con poderes tan disminuidos.
Dentro de esas circunstancias excepcionales, la administración de Felipe Calderón logró despegar en su primer año. Plantó cara a los chantajistas que quisieron impedir la asunción del poder presidencial; dio muestras de talento para hablar con el Congreso y se atrevió a nombrar la gravísima crisis de seguridad nacional. El arranque promisorio se detuvo en el segundo año. El pragmatismo se reveló más temeroso que diestro; la disciplina de su equipo empezó a ser disfuncional. La guerra declarada dejó de ser atractivo despliegue de valentía para propagar un denso sentimiento de inseguridad generalizada. El pesimismo vuelve a apoderarse de la emoción colectiva.
Desde luego, la historia de estos dos años no se reduce a la timidez de un liderazgo, a las limitaciones de un equipo o el lastre de sus pactos. Las circunstancias han sido extraordinariamente hostiles. Nadie recordará una atmósfera política tan adversa como la que marcó la asunción del presidente Calderón, hace exactamente dos años. Algunos apostaron a la interrupción del relevo institucional. Quisieron descarriar el ferrocarril de la continuidad republicana. La tensión llegó al máximo en la víspera del juramento presidencial. Esa tensión original no se ha desvanecido. El pluralismo mexicano fue pactado por tres fuerzas que empezaron a compartir el poder mientras reconocían las reglas de convivencia y a los árbitros. Ese pluralismo perdió uno de sus pies en la elección del 2006 y sigue cojeando por la desafiante semilealtad de uno de los protagonistas. Tampoco tenemos memoria de una alteración tan profunda del orden público como la que hemos visto en estos meses cubiertos de sangre. Hay que reconocer que Calderón dejó de ver la violencia criminal como una anécdota local, como nota propia de la página policiaca. Desde el primer día de su gestión reconoció la gravedad del problema y lo enfrentó como lo que es: un desafío a la seguridad nacional y por ello mismo, una amenaza a la viabilidad de México. Pero estos años no han sido simple despliegue de las "fuerzas del orden". Han sido de una insospechada violencia y crueldad. Han mostrado también la profunda inserción del crimen dentro del poder estatal. La ebullición criminal no es solamente una explosión de violencia, es la exhibición de un poder gangrenado por el crimen, la muestra de un Estado corroído por dentro. Y la crisis que nos cae de fuera tiene también un calado excepcional. No habrá sido incubada aquí, pero nos golpeará con terrible dureza. Hasta hace poco, celebrábamos que habíamos borrado la experiencia de la crisis de las nuevas generaciones de mexicanos. El consuelo de nuestro mediocre crecimiento era siempre que no habíamos caído en los pozos de la crisis. Ese orgullo acaba de desaparecer. Quiero decir con esto que cualquier examen que quiera hacerse de la gestión de Felipe Calderón debe hacerse cargo del peso de estas circunstancias que implican el fin del pacto esencial entre las tres fuerzas nacionales; la ruptura del arreglo tácito con el crimen organizado y el erosivo retorno de la crisis económica.
Felipe Calderón ha encarado las condiciones más adversas que ningún presidente ha enfrentado en la historia reciente del país. Por supuesto que cada uno de sus antecesores recibió problemas, deudas, reclamos, desconfianzas, aprietos de muy diversa naturaleza. Pero aquellas crisis tenían confines más o menos precisos, mientras el aparato de poder se mantenía relativamente corpulento. La inflación se disparaba pero el gobierno estaba al mando del volante y los pedales. Las elecciones eran cuestionadas, pero el régimen mantenía su jefatura. Si encallábamos, el grupo gobernante podía tronar los dedos y aumentar de inmediato los impuestos. Nuestro presente es muy distinto. Los retos son más hondos mientras los instrumentos más débiles. El país hace crisis en muchos frentes y no tenemos mecanismos de respuesta. Nunca habíamos enfrentado crisis tan severas con poderes tan disminuidos.
Dentro de esas circunstancias excepcionales, la administración de Felipe Calderón logró despegar en su primer año. Plantó cara a los chantajistas que quisieron impedir la asunción del poder presidencial; dio muestras de talento para hablar con el Congreso y se atrevió a nombrar la gravísima crisis de seguridad nacional. El arranque promisorio se detuvo en el segundo año. El pragmatismo se reveló más temeroso que diestro; la disciplina de su equipo empezó a ser disfuncional. La guerra declarada dejó de ser atractivo despliegue de valentía para propagar un denso sentimiento de inseguridad generalizada. El pesimismo vuelve a apoderarse de la emoción colectiva.
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Van 2, faltan 4 /María Amparo Casar
Reforma, 1/12/2008;
El día de hoy el presidente Calderón cumple dos años en el gobierno. Las circunstancias que le han tocado vivir no han sido fáciles: el persistente intento del candidato derrotado de impedir su toma de posesión, cuestionar la legitimidad de su elección y apostar al fracaso de su gobierno; la negativa inicial del PRD de convertirse en interlocutor y hacer alianzas en su calidad de segunda fuerza electoral, el alto costo que el PRI ha impuesto a su colaboración.
A ellas se ha sumado primero la falta de dinamismo de la economía norteamericana y más recientemente la caída en los precios del petróleo, la crisis financiera mundial y sus consecuencias para las perspectivas de crecimiento de la economía mexicana.
Todas estas condiciones han sido ajenas a la voluntad del presidente Calderón. Estrictamente le tocaron. No le ha quedado otra que lidiar con ellas. Un juicio equilibrado de los primeros dos años de su administración requiere tomarlas en cuenta.
Pero dado el contexto y las "condiciones objetivas", las acciones del Ejecutivo pueden hacer la diferencia. A dos años de gobierno puede mostrar un expediente razonable en lo que a acuerdos con el Poder Legislativo se refiere. No todas sus iniciativas han sido aprobadas. Muchas de las que han logrado negociarse han sido desvirtuadas, algunas hasta volverlas irreconocibles. Aún así, el panorama es mejor que si no hubiesen sido aprobadas. La ley del ISSSTE no resolvió el problema de las pensiones pero lo aminoró sensiblemente, la reforma fiscal se quedó corta pero le dio ingresos extra al Estado, la de seguridad y justicia es un primer paso, la de Pemex algo avanzó.
En el plano de las medidas administrativas, esas que no requieren de la colaboración del Congreso -aunque si la hubiera podría caminarse mucho más rápido-, figura la lucha decidida contra el crimen organizado. Nadie puede negar el empeño que el gobierno federal ha puesto en ello.
A 100 días del Acuerdo los índices delictivos no han disminuido pero hay otros indicadores que muestran una evolución alentadora: los decomisos, los arraigos de mandos policiacos, la captura de capos, la desarticulación de bandas.
Otros avances que se resisten a la evaluación cuantitativa son la determinación a no pactar con el crimen organizado, el diseño y apego a una estrategia, la mayor coordinación al interior del gabinete, la cada vez más abundante información. Faltan muchos más pero la dirección parece la correcta.
Esto nos indica que Calderón se ha tomado en serio la tarea de cumplir con una de las obligaciones fundamentales del Estado mexicano: garantizar la seguridad a la sociedad. Que está decidido a recuperar el espacio público -las instituciones de gobierno, el sistema de justicia, las plazas, calles, cárceles, establecimientos mercantiles- capturado por el crimen organizado y a no permitir el avance en la expropiación del monopolio legítimo de la fuerza pública.
Pero por importante que parezca, el gobierno no puede concentrarse en una sola tarea. Otros asuntos merecen la misma atención. El Estado mexicano ha cedido frente a otros poderes reales que también han expropiado su capacidad de decisión, que constituyen un veto a la acción pública, que atentan, en términos económicos, contra la competitividad del país, los intereses de los consumidores y el bienestar de la población. Y, en términos políticos, contra la igualdad, la transparencia y la democracia. Poderes que han sido exitosos en mantener privilegios concedidos por el propio Estado desde hace décadas y que el Estado no se atreve a revocar.
Privilegios como los que permiten que muchos sectores clave para el desarrollo permanezcan al margen de la competencia (telecomunicaciones), como los que se otorgan por la vía de regímenes especiales (autotransportes), de tasas preferenciales (agroindustria), de ganancias extraordinarias a través de la compra-venta de empresas por el mercado bursátil (Banamex-Citibank), del cobro de comisiones e intereses altísimos (sistema financiero).
Privilegios como los que tienen los sindicatos, que también son un freno al crecimiento económico y que por añadidura limitan los poderes institucionales. Que hacen valer sus intereses no sólo a través de su legítimo derecho a huelga sino principalmente a través de la opacidad de sus finanzas, la secrecía de sus decisiones, la movilización del voto y las marchas y movilizaciones que dan al traste con cualquier política pública que amenace sus concesiones.
A dos años de gobierno sería saludable ver el mismo empeño que hemos visto en el combate al crimen organizado respecto a otros espacios públicos también capturados.
Hay quienes sostienen que ya no es tiempo, que la oportunidad pasó. No es el caso. La mayoría de los mandatarios del mundo tienen periodos más cortos que el mexicano. Obama, recién electo, terminará su presidencia prácticamente al mismo tiempo que Calderón que ya lleva dos años en el cargo.
Si así lo decide, el Presidente puede reinaugurar, refundar su presidencia. Puede emplearse a fondo en la agenda pendiente. Una agenda centrada en la disminución de los privilegios que están en la base de los poderes fácticos y que ahogan de facto el ejercicio pleno de los poderes públicos.
A ellas se ha sumado primero la falta de dinamismo de la economía norteamericana y más recientemente la caída en los precios del petróleo, la crisis financiera mundial y sus consecuencias para las perspectivas de crecimiento de la economía mexicana.
Todas estas condiciones han sido ajenas a la voluntad del presidente Calderón. Estrictamente le tocaron. No le ha quedado otra que lidiar con ellas. Un juicio equilibrado de los primeros dos años de su administración requiere tomarlas en cuenta.
Pero dado el contexto y las "condiciones objetivas", las acciones del Ejecutivo pueden hacer la diferencia. A dos años de gobierno puede mostrar un expediente razonable en lo que a acuerdos con el Poder Legislativo se refiere. No todas sus iniciativas han sido aprobadas. Muchas de las que han logrado negociarse han sido desvirtuadas, algunas hasta volverlas irreconocibles. Aún así, el panorama es mejor que si no hubiesen sido aprobadas. La ley del ISSSTE no resolvió el problema de las pensiones pero lo aminoró sensiblemente, la reforma fiscal se quedó corta pero le dio ingresos extra al Estado, la de seguridad y justicia es un primer paso, la de Pemex algo avanzó.
En el plano de las medidas administrativas, esas que no requieren de la colaboración del Congreso -aunque si la hubiera podría caminarse mucho más rápido-, figura la lucha decidida contra el crimen organizado. Nadie puede negar el empeño que el gobierno federal ha puesto en ello.
A 100 días del Acuerdo los índices delictivos no han disminuido pero hay otros indicadores que muestran una evolución alentadora: los decomisos, los arraigos de mandos policiacos, la captura de capos, la desarticulación de bandas.
Otros avances que se resisten a la evaluación cuantitativa son la determinación a no pactar con el crimen organizado, el diseño y apego a una estrategia, la mayor coordinación al interior del gabinete, la cada vez más abundante información. Faltan muchos más pero la dirección parece la correcta.
Esto nos indica que Calderón se ha tomado en serio la tarea de cumplir con una de las obligaciones fundamentales del Estado mexicano: garantizar la seguridad a la sociedad. Que está decidido a recuperar el espacio público -las instituciones de gobierno, el sistema de justicia, las plazas, calles, cárceles, establecimientos mercantiles- capturado por el crimen organizado y a no permitir el avance en la expropiación del monopolio legítimo de la fuerza pública.
Pero por importante que parezca, el gobierno no puede concentrarse en una sola tarea. Otros asuntos merecen la misma atención. El Estado mexicano ha cedido frente a otros poderes reales que también han expropiado su capacidad de decisión, que constituyen un veto a la acción pública, que atentan, en términos económicos, contra la competitividad del país, los intereses de los consumidores y el bienestar de la población. Y, en términos políticos, contra la igualdad, la transparencia y la democracia. Poderes que han sido exitosos en mantener privilegios concedidos por el propio Estado desde hace décadas y que el Estado no se atreve a revocar.
Privilegios como los que permiten que muchos sectores clave para el desarrollo permanezcan al margen de la competencia (telecomunicaciones), como los que se otorgan por la vía de regímenes especiales (autotransportes), de tasas preferenciales (agroindustria), de ganancias extraordinarias a través de la compra-venta de empresas por el mercado bursátil (Banamex-Citibank), del cobro de comisiones e intereses altísimos (sistema financiero).
Privilegios como los que tienen los sindicatos, que también son un freno al crecimiento económico y que por añadidura limitan los poderes institucionales. Que hacen valer sus intereses no sólo a través de su legítimo derecho a huelga sino principalmente a través de la opacidad de sus finanzas, la secrecía de sus decisiones, la movilización del voto y las marchas y movilizaciones que dan al traste con cualquier política pública que amenace sus concesiones.
A dos años de gobierno sería saludable ver el mismo empeño que hemos visto en el combate al crimen organizado respecto a otros espacios públicos también capturados.
Hay quienes sostienen que ya no es tiempo, que la oportunidad pasó. No es el caso. La mayoría de los mandatarios del mundo tienen periodos más cortos que el mexicano. Obama, recién electo, terminará su presidencia prácticamente al mismo tiempo que Calderón que ya lleva dos años en el cargo.
Si así lo decide, el Presidente puede reinaugurar, refundar su presidencia. Puede emplearse a fondo en la agenda pendiente. Una agenda centrada en la disminución de los privilegios que están en la base de los poderes fácticos y que ahogan de facto el ejercicio pleno de los poderes públicos.
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