El Holocausto, Roma y Jerusalén/Reyes Mate, filósofo e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Publicado en EL PERIÓDICO, 29/01/09;
El Papa Benedicto XVI acaba de levantar la excomunión a un grupúsculo de ultraconservadores católicos, comandado por el obispo francés, ya fallecido, Marcel Lefebvre, expulsado en 1988 de la Iglesia Católica porque sus miembros no estaban dispuestos a seguir las pautas de modernización marcadas por el Concilio Vaticano II.
Es una noticia que, expresada así, no debería traspasar los muros de la Iglesia católica. Si ha trascendido es porque entre los obispos rehabilitados hay uno que lleva su extremismo a negar el Holocausto judío. Se trata del obispo británico Richard Williamson, convencido de que en los campos de Auschwitz o Sobibor no existieron cámaras de gas y que no fueron seis millones sino unas 300.000 las víctimas judías.
Lo que ha llamado la atención de la opinión pública es que el Papa se arriesgue a un gran descrédito político, a cambio de traer al redil a un grupito de integristas católicos. No había razón para tan alto precio, ya que los disidentes habían perdido su capacidad de seducción al apropiarse el Vaticano de buen grado de sus tesis extremistas. Los lefebvristas pueden decir la misa en latín sin contravenir la ley, denunciar leyes democráticas, como hacen los obispos españoles, y cerrar bajo siete llaves los decretos más aperturistas del Vaticano II, como se lleva en Roma.
La Iglesia se ha derechizado tanto que no hay lugar para que la desborden por ese flanco. El que la noticia haya aparecido justo en la semana en la que el mundo conmemora el día del Holocausto y pocos meses antes de la visita del Papa a Israel, añade razones a la perplejidad.
Si el coste político ha pesado tan poco en la decisión es porque la vuelta al redil de este grupo descarriado tiene mucha más importancia de lo que a primera vista parece. Nada hay más importante para el Papado que el reconocimiento de su autoridad y nada que le preocupe tanto como que se la cuestione.
El lector curioso podrá corroborar estas afirmaciones leyendo las memorias de un gran personaje, las del dominico francés Yves Congar, Diario de un teólogo, 1945-1965, perseguido por el Santo Oficio desde 1945 hasta 1958, salvado in extremis por la muerte de Pío XII y elevado luego, en 1994, al cardenalato por el Papa Wojtyla. Este hombre, que era todo menos progresista, tenía, sin embargo, el vicio de creer en el ecumenismo, es decir, entendía que la desunión de los cristianos era el gran problema de la Iglesia católica. Nunca cuestionó el protagonismo del obispo de Roma, pero pensaba, con datos en la mano, que la Iglesia católica tenía responsabilidades en el origen del protestantismo, que algo esencial se perdió cuando se separaron los ortodoxos griegos y que, por tanto, Roma ganaría algo fundamental con la aproximación a otras confesiones.
La Iglesia de Pío XII no podía pasar por ahí porque Roma no necesitaba de los demás y si alguien perdía yéndose, era el que se iba. En esa conciencia de su superioridad se fundaba la autoridad del Papado. El diálogo con protestantes u ortodoxos solo podía significar invitarles a volver al redil, sin nada a cambio. Pensar que traían algo importante de lo que Roma careciera, era cuestionar la autoridad del Vaticano.
A Congar se le prohibió la docencia, se le retiró el permiso para publicar libros y se le exilió fuera de Francia. Este gran conocedor de la historia y del sentido de la Iglesia, a la que solo quería servir, llegó a la conclusión de que “lo que Roma siempre ha buscado, y busca ahora, es una sola cosa: la afirmación de su autoridad. El resto le interesa únicamente como materia para el ejercicio de esa autoridad”.
El Concilio Vaticano II hizo suyas las doctrinas del fraile dominico y el papa Montini se lo reconoció nombrándole cardenal. La Iglesia ha cambiado desde entonces y está más cerca de Pío XII que de Juan XXIII. Al papa Ratzinger le interesa más el reconocimiento de la autoridad papal por parte de los rebeldes ultras que el disgusto de los judíos. Lo primero es la afirmación del lugar del obispo de Roma y lo secundario, la relación con otras confesiones. Por supuesto que el Papa alemán no puede comulgar con el monseñor británico en la negación del Holocausto judío, ni va a tolerar que lo repita –los propios lefebvrianos ya han desautorizado a su obispo–, pero si hay que elegir, se elige como es debido.
No se prevé grandes reacciones del Estado de Israel. En la sesión constituyente del Consejo Asesor de Casa Sefarad en Madrid, que tuvo lugar el pasado día 27 y a la que pertenecen notables personalidades israelís, había indignación pero sin sobresalto. Al fin y al cabo, ya se sabe el lugar que ocupa Auschwitz en la agenda del Papa alemán. De ella da idea su interés por la beatificación de Pío XII, cuya conducta respecto al nazismo fue todo menos edificante; o el trato a los judíos en la liturgia católica, que si no repite la expresión “pérfidos judíos”, suprimida por Juan XXIII, sí les dice que hasta que no entren en la Iglesia andarán entre tinieblas.
La alegría romana por la vuelta a casa de un grupo tan claramente antisemita como la Fraternidad de San Pío X es un asunto interno que debilita política y diplomáticamente a una Iglesia que ha conocido mejores tiempos.
Es una noticia que, expresada así, no debería traspasar los muros de la Iglesia católica. Si ha trascendido es porque entre los obispos rehabilitados hay uno que lleva su extremismo a negar el Holocausto judío. Se trata del obispo británico Richard Williamson, convencido de que en los campos de Auschwitz o Sobibor no existieron cámaras de gas y que no fueron seis millones sino unas 300.000 las víctimas judías.
Lo que ha llamado la atención de la opinión pública es que el Papa se arriesgue a un gran descrédito político, a cambio de traer al redil a un grupito de integristas católicos. No había razón para tan alto precio, ya que los disidentes habían perdido su capacidad de seducción al apropiarse el Vaticano de buen grado de sus tesis extremistas. Los lefebvristas pueden decir la misa en latín sin contravenir la ley, denunciar leyes democráticas, como hacen los obispos españoles, y cerrar bajo siete llaves los decretos más aperturistas del Vaticano II, como se lleva en Roma.
La Iglesia se ha derechizado tanto que no hay lugar para que la desborden por ese flanco. El que la noticia haya aparecido justo en la semana en la que el mundo conmemora el día del Holocausto y pocos meses antes de la visita del Papa a Israel, añade razones a la perplejidad.
Si el coste político ha pesado tan poco en la decisión es porque la vuelta al redil de este grupo descarriado tiene mucha más importancia de lo que a primera vista parece. Nada hay más importante para el Papado que el reconocimiento de su autoridad y nada que le preocupe tanto como que se la cuestione.
El lector curioso podrá corroborar estas afirmaciones leyendo las memorias de un gran personaje, las del dominico francés Yves Congar, Diario de un teólogo, 1945-1965, perseguido por el Santo Oficio desde 1945 hasta 1958, salvado in extremis por la muerte de Pío XII y elevado luego, en 1994, al cardenalato por el Papa Wojtyla. Este hombre, que era todo menos progresista, tenía, sin embargo, el vicio de creer en el ecumenismo, es decir, entendía que la desunión de los cristianos era el gran problema de la Iglesia católica. Nunca cuestionó el protagonismo del obispo de Roma, pero pensaba, con datos en la mano, que la Iglesia católica tenía responsabilidades en el origen del protestantismo, que algo esencial se perdió cuando se separaron los ortodoxos griegos y que, por tanto, Roma ganaría algo fundamental con la aproximación a otras confesiones.
La Iglesia de Pío XII no podía pasar por ahí porque Roma no necesitaba de los demás y si alguien perdía yéndose, era el que se iba. En esa conciencia de su superioridad se fundaba la autoridad del Papado. El diálogo con protestantes u ortodoxos solo podía significar invitarles a volver al redil, sin nada a cambio. Pensar que traían algo importante de lo que Roma careciera, era cuestionar la autoridad del Vaticano.
A Congar se le prohibió la docencia, se le retiró el permiso para publicar libros y se le exilió fuera de Francia. Este gran conocedor de la historia y del sentido de la Iglesia, a la que solo quería servir, llegó a la conclusión de que “lo que Roma siempre ha buscado, y busca ahora, es una sola cosa: la afirmación de su autoridad. El resto le interesa únicamente como materia para el ejercicio de esa autoridad”.
El Concilio Vaticano II hizo suyas las doctrinas del fraile dominico y el papa Montini se lo reconoció nombrándole cardenal. La Iglesia ha cambiado desde entonces y está más cerca de Pío XII que de Juan XXIII. Al papa Ratzinger le interesa más el reconocimiento de la autoridad papal por parte de los rebeldes ultras que el disgusto de los judíos. Lo primero es la afirmación del lugar del obispo de Roma y lo secundario, la relación con otras confesiones. Por supuesto que el Papa alemán no puede comulgar con el monseñor británico en la negación del Holocausto judío, ni va a tolerar que lo repita –los propios lefebvrianos ya han desautorizado a su obispo–, pero si hay que elegir, se elige como es debido.
No se prevé grandes reacciones del Estado de Israel. En la sesión constituyente del Consejo Asesor de Casa Sefarad en Madrid, que tuvo lugar el pasado día 27 y a la que pertenecen notables personalidades israelís, había indignación pero sin sobresalto. Al fin y al cabo, ya se sabe el lugar que ocupa Auschwitz en la agenda del Papa alemán. De ella da idea su interés por la beatificación de Pío XII, cuya conducta respecto al nazismo fue todo menos edificante; o el trato a los judíos en la liturgia católica, que si no repite la expresión “pérfidos judíos”, suprimida por Juan XXIII, sí les dice que hasta que no entren en la Iglesia andarán entre tinieblas.
La alegría romana por la vuelta a casa de un grupo tan claramente antisemita como la Fraternidad de San Pío X es un asunto interno que debilita política y diplomáticamente a una Iglesia que ha conocido mejores tiempos.
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