Una bienvenida a la huelga de los jueces/Josep M. Vallès, catedrático de Ciencia Política (UAB) y ex consejero de Justicia de la Generalitat de Cataluña
Publicado en EL PAÍS, 28/01/09;
No me pronunciaré sobre la oportunidad ni sobre la legalidad de la iniciativa de magistrados y jueces. Su oportunidad es opinable. Y su legalidad es discutible, según se les contemple como titulares de un poder constitucional o como funcionarios responsables de un servicio público esencial. Cabe reconocer que les resulta beneficioso poder invocar una u otra condición según les convenga. Lo que sí quiero resaltar es que este movimiento sin precedentes expresa una reacción colectiva que algunos esperábamos desde hace años. ¿Cómo es posible que los principales protagonistas judiciales hayan aceptado estoicamente condiciones de trabajo y organización que consideran tan deficientes? ¿Por un sentido de Estado, inasequible al desánimo? ¿Por una vocación profesional a prueba de toda adversidad? ¿Por la comodidad de disponer de una excusa en la que refugiarse si alguien les exigía mayor rendimiento? Probablemente, de todo un poco.
Lo cierto es que de modo implacable ha ido decreciendo la confianza ciudadana en la administración de justicia. Lo reiteran encuestas y estudios de opinión, tal como lo ratifica el más reciente estudio del CIS (noviembre de 2008). El veredicto popular es tal vez excesivamente severo, porque no todas las jurisdicciones, ni todos los órganos judiciales ni todos los profesionales merecen críticas en bloque. Y es también un veredicto que se contradice con el auge de la litigiosidad: cada vez se confía menos en la justicia, pero cada vez se acude más a ella. Todo ello expresa la complejidad del problema y la dificultad de darle soluciones fáciles.
Fácil sería, por ejemplo, aumentar los recursos públicos: más órganos judiciales, más jueces, más personal auxiliar, mejores salarios, mejores instalaciones, mayor apoyo telemático, etc. Debe hacerse en algún caso y circunstancia. Pero no de manera general e indiscriminada. Porque una política meramente incrementalista no resolverá los complicados problemas. Atacar el mal con una sobredosis de medicamentos no acabará con una enfermedad crónica que requiere cambio de dieta, más ejercicio físico y en algún caso un decidido tratamiento quirúrgico.
Quien contempla la administración de justicia con cierta ingenuidad admira el esfuerzo de una parte de su personal por obtener resultados positivos, a pesar de carencias que castigan por igual a profesionales y usuarios. Pero este esfuerzo exige a veces condiciones sobrehumanas. No es justo. Y además es perjudicial porque enmascara una obsolescencia estructural que no aliviará el acopio de más recursos.
En la polémica reciente faltan propuestas que no sean el “más de todo y de lo mismo”. Se echa de menos un diagnóstico a fondo de los males de una justicia cuyo esquema básico pertenece al siglo XIX. ¿Corresponde la división en partidos judiciales y audiencias a los cambios demográficos de la sociedad y a su urbanización masiva? ¿Tiene sentido que grandes núcleos urbanos constituyan un solo partido judicial que impide una coordinación ágil y eficaz? ¿Es lógico que predominen los órganos judiciales unipersonales sujetos a las vicisitudes de un único titular? ¿Es adecuada la selección del juez sin acreditar previamente su rendimiento en la práctica profesional? ¿No es muy costosa la falta de una justicia rápida de proximidad dedicada a incidencias de poca complejidad? ¿Es útil que el funcionariado de las oficinas judiciales siga gestionado por un sistema de cuerpos, rígidamente centralizado y de muy lenta aplicación? ¿Se dispone de un método transparente para evaluar la calidad del servicio?
Éstas y otras cuestiones se plantean a quien examina el estado de nuestra justicia sin esquemas heredados y convertidos por comodidad o por ignorancia en piezas intocables de un sistema bloqueado.
Se atrevió con estas cuestiones el Llibre Verd de l’Administració de Justícia de Catalunya. El tercer aniversario de su aprobación -enero de 2006- coincide con la protesta judicial. El Llibre Verd contenía recomendaciones dirigidas a las administraciones responsables. Fue fruto de una deliberación sin precedentes con intervención de representantes del Parlament, de la magistratura y de la fiscalía, y de sus asociaciones, de los colegios profesionales, de la administración municipal, autonómica y estatal y de las facultades de Derecho. Como tantos informes, sólo una parte muy reducida de sus recomendaciones ha sido atendida. El grueso -pendientes de reformas legislativas estatales- ha corrido la triste suerte que corrieron las recomendaciones del Libro Blanco de la Justicia de 1997, porque los grandes partidos estatales esquivan desde hace décadas un planteamiento eficaz del asunto.
Tal vez haya que dar la bienvenida al movimiento reivindicativo de los jueces si evita la deriva gremial que le amenaza. Sus bienintencionados impulsores -que los hay- quedarían defraudados. Para ello les convendría contar con la compañía de un movimiento ciudadano más amplio, con participación de otros colectivos económicos, profesionales y sociales. Sin olvidar a las comunidades autónomas que -como parte del Estado definido hace 30 años en la Constitución- comparten también responsabilidades en la materia. Sólo una amplia coalición ciudadana -y no sólo una negociación Gobierno-jueces- podrá alumbrar la reforma de la justicia que la sociedad necesita.
Lo cierto es que de modo implacable ha ido decreciendo la confianza ciudadana en la administración de justicia. Lo reiteran encuestas y estudios de opinión, tal como lo ratifica el más reciente estudio del CIS (noviembre de 2008). El veredicto popular es tal vez excesivamente severo, porque no todas las jurisdicciones, ni todos los órganos judiciales ni todos los profesionales merecen críticas en bloque. Y es también un veredicto que se contradice con el auge de la litigiosidad: cada vez se confía menos en la justicia, pero cada vez se acude más a ella. Todo ello expresa la complejidad del problema y la dificultad de darle soluciones fáciles.
Fácil sería, por ejemplo, aumentar los recursos públicos: más órganos judiciales, más jueces, más personal auxiliar, mejores salarios, mejores instalaciones, mayor apoyo telemático, etc. Debe hacerse en algún caso y circunstancia. Pero no de manera general e indiscriminada. Porque una política meramente incrementalista no resolverá los complicados problemas. Atacar el mal con una sobredosis de medicamentos no acabará con una enfermedad crónica que requiere cambio de dieta, más ejercicio físico y en algún caso un decidido tratamiento quirúrgico.
Quien contempla la administración de justicia con cierta ingenuidad admira el esfuerzo de una parte de su personal por obtener resultados positivos, a pesar de carencias que castigan por igual a profesionales y usuarios. Pero este esfuerzo exige a veces condiciones sobrehumanas. No es justo. Y además es perjudicial porque enmascara una obsolescencia estructural que no aliviará el acopio de más recursos.
En la polémica reciente faltan propuestas que no sean el “más de todo y de lo mismo”. Se echa de menos un diagnóstico a fondo de los males de una justicia cuyo esquema básico pertenece al siglo XIX. ¿Corresponde la división en partidos judiciales y audiencias a los cambios demográficos de la sociedad y a su urbanización masiva? ¿Tiene sentido que grandes núcleos urbanos constituyan un solo partido judicial que impide una coordinación ágil y eficaz? ¿Es lógico que predominen los órganos judiciales unipersonales sujetos a las vicisitudes de un único titular? ¿Es adecuada la selección del juez sin acreditar previamente su rendimiento en la práctica profesional? ¿No es muy costosa la falta de una justicia rápida de proximidad dedicada a incidencias de poca complejidad? ¿Es útil que el funcionariado de las oficinas judiciales siga gestionado por un sistema de cuerpos, rígidamente centralizado y de muy lenta aplicación? ¿Se dispone de un método transparente para evaluar la calidad del servicio?
Éstas y otras cuestiones se plantean a quien examina el estado de nuestra justicia sin esquemas heredados y convertidos por comodidad o por ignorancia en piezas intocables de un sistema bloqueado.
Se atrevió con estas cuestiones el Llibre Verd de l’Administració de Justícia de Catalunya. El tercer aniversario de su aprobación -enero de 2006- coincide con la protesta judicial. El Llibre Verd contenía recomendaciones dirigidas a las administraciones responsables. Fue fruto de una deliberación sin precedentes con intervención de representantes del Parlament, de la magistratura y de la fiscalía, y de sus asociaciones, de los colegios profesionales, de la administración municipal, autonómica y estatal y de las facultades de Derecho. Como tantos informes, sólo una parte muy reducida de sus recomendaciones ha sido atendida. El grueso -pendientes de reformas legislativas estatales- ha corrido la triste suerte que corrieron las recomendaciones del Libro Blanco de la Justicia de 1997, porque los grandes partidos estatales esquivan desde hace décadas un planteamiento eficaz del asunto.
Tal vez haya que dar la bienvenida al movimiento reivindicativo de los jueces si evita la deriva gremial que le amenaza. Sus bienintencionados impulsores -que los hay- quedarían defraudados. Para ello les convendría contar con la compañía de un movimiento ciudadano más amplio, con participación de otros colectivos económicos, profesionales y sociales. Sin olvidar a las comunidades autónomas que -como parte del Estado definido hace 30 años en la Constitución- comparten también responsabilidades en la materia. Sólo una amplia coalición ciudadana -y no sólo una negociación Gobierno-jueces- podrá alumbrar la reforma de la justicia que la sociedad necesita.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario