9 may 2011

Don Samuel

LA SELVA PROMETIDA: EL DOBLE ÉXODO DE SAMUEL RUIZ
Mario Arriagada Cuadriello, Politólogo.
Nexos, Mayo de 2011
Durante los 40 años que encabezó una diócesis marginal, Samuel Ruiz logró la construcción de una de las pastorales más progresistas de la iglesia católica mexicana y marcó el tránsito de una Iglesia que se asumía como contraparte del Estado a otra que se concibió como miembro prominente de la sociedad civil
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi,
dona eis requiem sempiternam

Hace dos meses murió un obispo misionero y longevo. Durante 40 años encabezó una diócesis marginal pero también crucial para la historia reciente de México. Un territorio en el que el Estado mexicano estuvo ausente hasta las postrimerías de siglo pasado; en donde el régimen de la Revolución institucionalizada gobernaba con pocas o nulas instituciones y por interpósita persona, echando mano de los caciques de una sociedad brutalmente estratificada. La encomienda no era muy distinta a la de los viejos mandatos reales de “pacificar y civilizar”, siendo lo primero fundamental y lo segundo más bien accesorio. También fue el espacio geográfico donde florecieron misiones jesuitas, maristas, dominicas, salesianas, protestantes, pentecostales, además de un movimiento de laicos muy activo. Samuel Ruiz García fue pieza principal pero no única de una diócesis con un claro dinamismo religioso.

Ahí, en la diócesis de San Cristóbal de las Casas, Ruiz construyó una de las pastorales más progresistas de la iglesia católica mexicana. Y fue progresista para bien y para mal. Fue una pastoral modernizadora y muy pendiente del contexto cultural, pero también fue creyente del dogma del progreso y las identidades militantes, e idealizó a las sociedades indígenas. Era el tipo de progreso que atendía una misión profética para un pueblo elegido, un destino revelado por “Dios, corazón de la historia”,1 cuyo fin era la liberación social y la renovación espiritual de los oprimidos: un reino de indios curiosamente definido por un “giro antropológico” que quedó expresado en su proyecto de “iglesia autóctona”. Un éxodo desde las fincas, de la condición de peón encasillado, de la mentalidad del esclavo, de la ebriedad y la brujería, a una mentalidad autónoma, cristiana y orgullosa de su identidad étnica. Proyecto que intentó cimentarse en las nuevas comunidades que se fundaron en la Selva Lacandona y en las comunidades aggiornadas de los Altos de Chiapas.

Sin embargo, ésa es sólo la mitad de la historia de los esfuerzos liberacionistas, pero no liberales, de una diócesis donde había todo por hacer. Los trabajos y las ideas de su diócesis tuvieron un doble éxodo, uno popular y otro institucional. El primero fue ese éxodo de los pueblos mayas a la selva prometida. El otro fue el que transitó del siglo XX al XXI, el que alcanzó, al final, a distanciarse un poco del proyecto de enclave centrado en la liberación, los derechos sociales y la etnicidad, a otra manera de actuar y pensar donde los derechos humanos y la apertura al mundo pesaban más. El segundo éxodo también fue el tránsito, aún inacabado, de una Iglesia que se asumía como contraparte esencial del Estado (sea como asociado, contrapeso o sustituto) a otra Iglesia que se comenzó a concebir como miembro (más o menos prominente) de la sociedad civil.


Primer éxodo

El libro del Éxodo contiene una de las narrativas que mejor han sobrevivido el tránsito de la antigüedad al mundo moderno. La historia es la del pueblo elegido que se encamina a su tierra prometida y, en el camino que atraviesa un desierto inclemente, azuzado por su líder-profeta, se consagra a Dios, elimina la idolatría y abraza las tablas de la ley divina. Esta narrativa resonó con especial contundencia en las construcciones de las ideologías nacionales, en los movimientos utópicos y en los discursos revolucionarios modernos. La teología de la liberación y la iglesia autóctona de Samuel Ruiz no fueron una excepción.

La colonización de la Selva Lacandona se inauguró en los años cincuenta y el crecimiento demográfico fue exponencial. Jan de Vos reportó que había un número estimado de mil colonos en 1950, 10 mil en 1960, 40 mil para 1970 y 100 mil para 1980.2 Las duras condiciones laborales en que vivían los tzeltales como peones encasillados en Ocosingo y los llanos de Las Margaritas y Comitán le dieron a esta franja el mote del “cinturón de hierro”. Tzeltales de Ocosingo y Altamirano, choles de Palenque y Tila y Tojolabales buscaron fundar nuevas comunidades. Las primeras se establecieron en las áreas más cercanas a Ocosingo, las siguientes fueron ocupando territorios en lo inhóspito de la selva. Este proceso de tránsito y fundación estuvo acompañado por la iglesia de Ruiz y por otras iglesias. Aunque Samuel Ruiz llegó a la diócesis en 1959, las discusiones de la reunión de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968) serían cruciales para definir su línea pastoral. En palabras del propio obispo, además de la liberación, se buscaba una evangelización no occidentalizadora, “sin atropellos culturales”. De ahí nació la “teología india” que interpretaba las manifestaciones de Dios en las costumbres indígenas prehispánicas y anunciaba su restauración en la selva prometida. Así es como eligió “abrir la ventana de la esperanza”. El historiador Jean Meyer, más tarde, cuestionaría esa pastoral por idealizar a la sociedad indígena: “¡Aquí está la Iglesia Primitiva! ¿No reaccionó así Mendieta en los primeros años de la iglesia novohispana, cuando calificó los indios [sic] de ‘gens angelicum’? Refundar la Iglesia en Chiapas para el mundo… Hermoso programa, hermosa tentación”. Enrique Krauze, por otro lado, escogió subrayar el antiliberalismo de su estrategia de modernización en la selva; escribió que su “entrega a la causa de los indios ha sido apostólica, pero en su ejercicio del poder ha bordeado los límites —y asumido las formas— de una teocracia fundamentalista”.3

La evangelización estructurada en una “catequesis del éxodo” dio un paso más cuando en 1974 se consolidó el proyecto de “iglesia autóctona”. Se decidió abrir más escuelas para formar catequistas y prediáconos o tuhuneles que —dada la ausencia de sacerdotes— pudieran ayudar en misas y administrar algunos sacramentos. Catequistas y diáconos, cabeza de la iglesia laica de Ruiz, se volverían, poco a poco, los intermediarios por excelencia entre las comunidades y el mundo exterior. En el contexto de expansión de la frontera habitada, ausencia estatal y fuerte presencia misionera de varios signos, el mesianismo echó raíz. Rosalva Aída Hernández registró las expectativas exaltadas de un indígena de la selva refiriéndose al “Paraíso en la tierra”:

No va a haber ricos ni pobres, y ahí no vamos a necesitar máquinas, ni créditos, ni fertilizantes, la tierra nos va a dar todo. En el Paraíso en la tierra no vamos a estar ya en familias, porque todos vamos a ser jóvenes, no va a haber diferencias de edad, ni de clase. Así sabemos que va a ser.4

Michael Walzer en un libro pequeño y sustancioso, Éxodo y Revolución, ha hecho una crítica muy incisiva de las narrativas exódicas como la de Ruiz. Explica que si bien “abren las puertas de la esperanza”, en su narrativa brutalmente lineal el presente queda subordinado al futuro de tal manera que la crítica y el entendimiento de la realidad presente quedan nublados por las visiones de lo que habrá de venir (por no insistir en su capacidad de tolerar atrocidades justificadas por la causa mayor). Esto limita la posibilidad de ejercer la política de lo posible y la política que atiende las voces disidentes. Sin embargo, Walzer también señala que el discurso de la liberación de los pueblos y del Éxodo no se asienta igual en todos lados. En el caso de los tzeltales de la Selva Lacandona no se puede afirmar que antes de la llegada de Ruiz hubiera habido mucho margen de acción para la política de lo posible, pues sus límites inevitables están establecidos por la realidad. En este caso, lo posible era muy poco o casi nada, la teología indígena fue una de muy pocas opciones, quizá por eso funcionó tan bien.

Sería impreciso utilizar a rajatabla las críticas de los liberales de la posguerra (Popper, Arendt, Berlin) para ubicar un virus antiliberal igualmente letal en los totalitarismos europeos y en la teología indígena; sus consecuencias están íntimamente ligadas al contexto. Lo que en los Estados europeos fue lo que el cáncer es a un hombre medianamente sano, en el lacandón fue la picadura de una avispa a un hombre medio enfermo que terminó por generar sus propios anticuerpos. El mundo de Ruiz y de sus misioneros en realidad se encontraba en un universo lejano y paralelo al que se vivía en el siglo XX. Se parecía más a la cristianización de los pueblos lapones en el siglos XVI y XVII. La opresión, la renovación moral y la liberación de un pueblo —o conjunto de pueblos— fueron una forma de buscar una identidad funcional en el mundo moderno, tanto como estructurar una pastoral con fines religiosos. El proceso tuvo ecos muy particulares y difíciles de imaginar. Para evaluar la herencia de Ruiz a cabalidad, se echan de menos testimonios completos y razonados de los propios habitantes de la selva. Al menos recordemos que, como ha relatado Juan Pedro Viqueira, aún se acostumbraba prohibir que un indígena pasara la noche en San Cristóbal sin estar empleado en el servicio doméstico de alguna casa coleta.

Volviendo a Walzer, el Éxodo es sobre todo “una historia que ha permitido que otras se contaran”. El pastor bautista Martin Luther King, apenas unos años antes que Samuel Ruiz, había echado mano a un arsenal retórico similar en su lucha por la expansión de los derechos civiles, pero se había enfrentado a un esquema conceptual mucho más estructurado en un contexto urbano y mucho más desarrollado; dialogó dentro de una tradición de prédica y un sustrato de memoria y de estrategias de politización del que Ruiz carecía en un lugar donde había todo por hacer. El obispo se valió del Éxodo para contar la historia de tzeltales, choles y tojolabales que, aunque de manera poco liberal, proporcionó analogías no del todo desproporcionadas en un contexto sin Estado, sin justicia y con pocas y trágicas opciones de modernización.

Segundo éxodo
El segundo éxodo de Samuel Ruiz fue menos suyo y más de su diócesis. También fue menos de la diócesis y más de la iglesia católica y de los laicos. Fue una transición desde el protagonismo clerical en el enclave, hacia la participación en la sociedad civil. También fue un cambio normativo hacia los derechos de los individuos. El cambio comenzó casi de manera simultánea al debilitamiento de la iglesia autóctona. María del Carmen Legorreta ha narrado con elocuencia (en Religión, política y guerrilla en Las Cañadas de la Selva Lacandona) la historia de cómo desde mediados de los años setenta, pero especialmente en los ochenta, nuevos actores sociales como la Unión del Pueblo o Política Popular (maoístas de Chapingo y la UNAM, respectivamente) se acercaron a las comunidades y a los miles de catequistas y cientos de tuhuneles para formar uniones ejidales y proponer estrategias de acción política distintas —o complementarias— a las de la diócesis. Más tarde llegarían las Fuerzas de Liberación Nacional que se convertirían en el EZLN. La diócesis iría dejando de ser fuente de identidad englobante. En la selva, como ya ocurría en los Altos, la historia se volvía aún más compleja y la política de lo posible comenzaba a ensanchar su campo de acción; aún así, las opciones seguían teniendo un componente trágico.

La diócesis empezó a enfrentar disputas al interior y algunos de sus cuadros empezaron a independizarse y a militar en grupos distintos, no todos pacíficos. Pero la diócesis de Ruiz, que no siempre supo dar respuestas claras sobre la violencia, también empezó a participar activamente en una nueva forma de incidencia social: redes de organizaciones de la sociedad civil no gubernamental, sobre todo en temas relacionados con los derechos humanos. Las guerras civiles centroamericanas y la crisis de los refugiados guatemaltecos, así como la creciente colaboración de la diócesis con fundaciones católicas europeas y estadunidenses, serían experiencias fundamentales en el proceso.

En el centro del país, para 1984, se empezó a institucionalizar el movimiento de derechos humanos. Una de las primeras ONGs fue fundada por la orden de los dominicos (Centro Fray Francisco de Vitoria) y otra fue la Academia Mexicana de Derechos Humanos, de las que Miguel Concha y Samuel Ruiz se volverían miembros del Consejo Consultivo. En 1988 los jesuitas abrieron el Centro Miguel Agustín Pro Juárez y la diócesis de San Cristóbal hizo lo propio en 1989 abriendo el Centro Fray Bartolomé de las Casas. Fue también el mismo año de fundación de PARCA, SEDEPAC y CONONGAR. La red de asociaciones siguió creciendo en los años posteriores y sus formas de trabajo y fuentes de financiamiento tuvieron una sorprendente expansión transnacional gracias al esfuerzo de toda una generación de activistas de los cuales los laicos católicos fueron parte fundamental. Uno de los polos de trabajo importante era sin duda la diócesis de San Cristóbal de las Casas (junto con las de los obispos José Llaguno, Arturo Lona Reyes y Bartolomé Carrasco).

Una muestra de la participación de la diócesis en las redes de los nuevos activistas fue el apoyo que recibió el obispo Ruiz cuando el nuncio apostólico Girolamo Prigione intentó removerlo del cargo en 1993. Los activistas (seculares o religiosos) formaron una “Coordinadora en Solidaridad con la Diócesis de San Cristóbal” que sería la matriz de las coaliciones Espacio Civil por la Paz (ESPAZ) y la Coordinación de Organismos No Gubernamentales por la Paz (CONPAZ) que apoyarían al obispo en sus esfuerzos de mediación cuando comenzó la rebelión neozapatista en enero de 1994.

Sin embargo, contrario a lo que se solía decir en la época, el Samuel Ruiz activista estaba lejos de ser un hijo desobediente de la Iglesia. Todo lo contrario, parecía más bien un hijo pródigo que iba adecuando su pastoral social a las posturas del papado de Juan Pablo II. Mientras que la iglesia católica buscó restaurar la ortodoxia censurando al liberacionismo, también comenzó a reencauzar su participación pública mediante la defensa de los derechos humanos. Con esta bandera el Papa participó activamente en la caída del comunismo en Europa Central. El Consejo Pontificio Justicia y Paz en Roma, especialmente los cardenales Etchegaray y Nguyen van Thuan, estuvieron del lado de Ruiz y lo defendieron incluso cuando algunos encargados de la doctrina y la gobernabilidad diocesana lo encontraban problemático. Aunque las inercias de la teología indígena y de la iglesia autóctona acompañaron a Ruiz hasta el final de sus días, su diócesis y la pastoral social de su iglesia tuvo un viraje sustancial en los últimos años.

El último golpe de timón del que fue testigo fue aquel que, finalmente, comenzó a dejar atrás una idea del mundo cercana, aunque no idéntica, a la doctrina de las dos espadas. Esta idea medieval donde Iglesia y Estado cumplen funciones axiológicamente complementarias, sobre todo en lo temporal, fue dura de renunciar para la ortodoxia católica. Ha sido una transición larga y compleja de ser “una institución orientada hacia el Estado” y convertirse en “una institución orientada hacia la sociedad” que, además, ha tenido el reto de asumirse como uno más de los múltiples actores de la sociedad civil. Hoy es una verdad apenas asimilada, pero ya presente en la Iglesia. La consolidación de este cambio pasó por el Concilio Vaticano II pero —sobre todo— por Polonia, por Hungría, por Brasil y —de menor manera— por la diócesis de San Cristóbal de las Casas. Cuando llegó a su diócesis, ante la ausencia del Estado, el primer reflejo condicionado de Samuel Ruiz fue llenar el vacío de poder y estructurar a la sociedad desde la Iglesia a través de la movilización de la identidad étnica y religiosa; no le resultaba natural pensar en ayudar al Estado a fortalecerse y cumplir a cabalidad con sus deberes. Pero la pluralidad que apareció en su territorio a lo largo de 40 años y el trabajo de un movimiento de laicos ecuménicos del que él fue parte, lo fueron encaminando a luchar por mejores instituciones estatales desde la trinchera ciudadana. Ése fue su último testimonio. El hecho también tuvo en sí mismo algo de profético: abrió una pequeña ventana de la esperanza a que la aspiración de una Iglesia socialmente englobante quedara puesta de lado, y que ahora se buscara no solamente defender a los débiles, sino también tolerar a los diferentes. Sin embargo, fue un proyecto inacabado que aún tiene enormes retos.
Especialmente en una de las regiones con más diversidad religiosa del país y que padece problemas cotidianos de intolerancia. Ahora queda desear que en su tercer éxodo, el que parte de este mundo, Samuel Ruiz —en sus aciertos y a pesar de sus errores— haya dejado claves no sólo para seguir combatiendo la marginación, sino también para terminar de una buena vez con la violencia, en especial aquella violencia que nace de la difícil tarea de lidiar con otras maneras de creer, con otras maneras de esperar. Descanse en paz.


1 Samuel Ruiz, Teología bíblica de la liberación, Jus, México, 1975, p. 66.
2 Jan de Vos, “El Lacandón: Una introducción histórica”, en Juan Pedro Viqueira y Mario Humberto Ruz (eds.), Chiapas. Los rumbos de otra historia, México, UNAM-CIESAS-CEMCA-Universidad de Guadalajara, 1a reimp., 1998, p. 355.
3 Enrique Krauze, “El profeta de los indios”, Letras Libres, enero de 1999.
4 Rosalva Aída Hernández Castillo, “De la sierra a la selva: Identidades étnicas y religiosas en la frontera sur”, en Juan Pedro Viqueira y Mario Humberto Ruz (eds.), op. cit., p. 418


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