Líneas
rojas en la lucha contra el fraude fiscal/Juan Alberto Urrengoechea Salazar es abogado, socio fiscal del bufete de abogados Roca Junyent.
Publicada en El
Mundo |19 de agosto de 2015.
Hemos
asistido recientemente, con estupefacción, al espectáculo provocado por ciertos
casos relacionados con la famosa lista de 705 personas -el número exacto varía
en función de la fuente consultada- que se acogieron a la regularización
tributaria extraordinaria en 2012 (vulgo, amnistía fiscal). Dado que dicha
nómina de contribuyentes es objeto de especial escudriño por parte de la
Agencia Tributaria, y una vez reposado el polvo del estruendo mediático y
político, toca ahora reflexionar con cierta distancia acerca de las
consecuencias, implicaciones y recorrido del celebérrimo modelo 720 como ariete
en la lucha contra el fraude fiscal.
Dicho
modelo -sin duda la estrella de la amplia gama de formularios y declaraciones
fiscales que acechan al contribuyente- no es otra cosa que la declaración que
todos los residentes fiscales en España deben hacer con carácter anual para
informar a Hacienda de los bienes y derechos que tengan en el extranjero. No
es, por tanto, una declaración que sirva de base para ingresar cuota alguna en
el Tesoro, dado que su finalidad es meramente informativa y no recaudatoria (al
menos, con carácter inmediato).
A
estas alturas de la cuestión son bien conocidas las apocalípticas consecuencias
que aguardan a quien incumpla esta obligación, es decir, a quien no presente el
modelo 720 o lo haga fuera de plazo. Las más impactantes: la liquidación como
ganancia injustificada de patrimonio de los bienes situados en el extranjero,
la imposición de una sanción del 150% sobre la cuota resultante -con algún
controvertido matiz técnico- y, finalmente, la imposibilidad de alegar el
origen prescrito de tales bienes.
La
gravedad de las consecuencias del incumplimiento es de tal magnitud que la
Comisión Europea ha abierto una investigación y todo indica que propondrá la
incoación de un procedimiento de infracción al Estado español.
En
primer lugar, la Comisión razona que la sanción del 150% podría resultar
desproporcionada en relación con infracciones similares de las normas internas
españolas relativas al Impuesto sobre la Renta. Y, en segundo término, entiende
que, por lo que respecta a la imposibilidad de probar la adquisición de los
bienes en un ejercicio prescrito, la normativa española podría infringir el
Derecho de la Unión Europea (UE) en lo que se refiere a los bienes situados en
la UE y que estén sujetos a cierto grado de intercambio de información.
La
batería de medidas fiscales que el Gobierno promulgó a raíz de la amnistía
fiscal de 2012 tuvo un marcado carácter de ley de punto final, esto es, de
última oportunidad para regularizar las cuentas con la Agencia Tributaria.
Quien se acogiera, lo haría a un coste atractivo; quien no, atuviérase a las
consecuencias, porque caerían sobre él las 10 plagas de Egipto, reducidas
finalmente a tres (ganancia injustificada, sanción del 150% e
imprescriptibilidad). Fueron, en suma, un conjunto de normas bienintencionadas
enmarcadas en la lucha contra el fraude fiscal, dictadas al calor de un
procedimiento de regularización extraordinario que supuso un enorme coste
político para el actual Gobierno (nótese la vigencia de la teoría del palo y la
zanahoria), pero que ha cruzado ciertas líneas rojas que, desde un punto de
vista jurídico -el único que aguanta con cierta dignidad los inevitables
vaivenes políticos-, son de obligada observancia.
Hace
tiempo que España dejó de ser una isla -políticamente hablando-, pero desde su
incorporación a la UE y consecuente asunción del acervo comunitario también
dejó de ser una ínsula jurídica. Se produjo, por tanto, una cesión unilateral
de soberanía que exige la adecuación de la legislación nacional al Tratado de
Funcionamiento de la UE y a las prácticas y criterios que lo interpretan. Que
ahora la Comisión Europea cuestione estas normas (con sólidos indicios de
infracción por parte del Estado español) no es en absoluto una buena noticia.
¿No sería más prudente redactar las normas -en particular las fiscales- con un
ojo puesto en Bruselas, que en la práctica viene funcionando como una instancia
supranacional, como afortunadamente ya se hace con la Constitución? No parece
que sea la actitud de moda entre nuestros legisladores.
Se
dirá, con razón, que el control ejercido por Bruselas -que acaso desemboque en
una anulación de la norma- responde al funcionamiento normal de las
instituciones y, en consecuencia, a qué rasgarse farisaicamente las vestiduras;
más bien -se añadirá con lógica aplastante- cabría felicitarse por el engrasado
funcionamiento y correcto engarce entre las instancias nacionales y
comunitarias como un síntoma de normalidad jurídica. Cierto. Pero no parece
sensato perder de vista los evidentes costes jurídicos, sociales y de
reputación (el daño al principal intangible del país, la marca España) que las
condenas de la UE acarrean, y que se podrían evitar con un mínimo de celo.
Primera línea roja.
Si
algo caracteriza jurídicamente a España es que se trata de un estado
extremadamente garantista. Y aunque suene extravagante, también lo es -¿o más bien
lo era?- en materia tributaria. La tendencia se inicia en 1998 con la
disruptiva Ley de Derechos y Garantías de los Contribuyentes, y se consolidó en
años posteriores con la Ley General Tributaria y sus retoques sucesivos. ¿Dónde
quedan ahora las garantías del contribuyente frente al ius puniendi del Estado,
en caso de no presentación o presentación tardía del modelo 720? Ya no puede
invocarse la prescripción -entendida ésta como un límite a la facultad
sancionadora del Estado-, y por tanto el infractor se verá eternamente expuesto
a la capacidad punitiva de la Administración. En otras palabras, una infracción
administrativa -es esencial resaltar esto- que no prescribe. Debe ser que esta
conducta del contribuyente reviste especial gravedad y merece el más duro de
los reproches, máxime si se compara con los delitos más abyectos de nuestro
Código Penal (los de sangre) que, como es bien sabido, sí prescriben. Segunda
línea roja.
Y,
por último, la tercera línea roja, como una ramificación de la anterior.
Toda
legislación debe respetar un principio elemental: la coherencia. Dicho concepto
se traduce en variadísimas facetas, pero quizá la más relevante consista en la
prohibición de incurrir en contradicciones. Las normas, por definición y
sentido común, han de ser claras, simples y desde luego han de ofrecer
soluciones congruentes. No caben, por tanto, escenarios absurdos e ilógicos. Y
es aquí donde el modelo 720 y normativa circundante presentan la peor cara: se
llega a conclusiones aberrantes. De tal modo que obtiene un mejor trato fiscal
el contribuyente incurso en delito fiscal (más de 120.000 euros de cuota
defraudada), quien podrá invocar en sede penal la prescripción del crimen
-amparado en el propio Código Penal-, que el mero infractor administrativo (menos
de 120.000 euros de cuota defraudada) quien, privado de las garantías que da el
Código Penal, no podrá alegar la prescripción de su infracción y quedará
expuesto al castigo ad perpetuam. ¿Es éste un escenario deseable?
En
definitiva, no todo vale en la lucha contra el fraude fiscal. Los límites
-creemos- son nítidos: los principios generales del Derecho y las garantías
constitucionales que, por otra parte, no son sino la expresión de las normas
básicas de convivencia que en su día este país adoptó. Traspasar alguna
frontera consolidada puede resultar rentable a corto plazo, pero tendrá
nefastas consecuencias a la larga. La víctima, esa sospechosa habitual: la
seguridad jurídica.
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