Guerra
Fría en Oriente Próximo/Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes en la Universidad de Alicante y coordinador de Oriente Próximo y Magreb en la Fundación Alternativas.
El
País | 18 de agosto de 2015
Oriente
Próximo ha entrado en una nueva era tras el acuerdo alcanzado en Viena entre
Irán y el G5+1, por el cual Irán se compromete a limitar su actividad nuclear
durante la próxima década y consigue, a cambio, el levantamiento de las
sanciones internacionales. Una de las incógnitas por despejar es si dicho
acuerdo aliviará la situación en Siria, Irak o Yemen o, por el contrario,
agudizará la guerra fría que libran Irán y Arabia Saudí por la hegemonía
regional.
No
es ningún secreto que ambos países mantienen una tormentosa relación desde el
triunfo de la Revolución Islámica. Las relaciones bilaterales se han visto
afectadas por el antagonismo religioso-ideológico y la competencia
geo-estratégica, dado que ambos actores se perciben a sí mismos como los líderes
naturales de la región. Aunque a menudo se suele describir esta relación
conflictiva como una lucha entre suníes y chiíes, en realidad la confrontación
va mucho más allá, pues también supone la colisión de dos modelos
irreconciliables: el revolucionario y antiimperialista iraní versus el
conservador y prooccidental saudí.
La
invasión estadounidense de Irak en 2003 hizo saltar por los aires los
equilibrios regionales vigentes hasta el momento siendo Irán el principal
beneficiado de la implantación de un Estado sectario controlado por los chiíes,
que desplazaron a la élite baazista suní en Bagdad. Las revueltas
antiautoritarias de 2011 evidenciaron la debilidad de los regímenes
autoritarios, pero también sumergieron a la región en una inestabilidad
crónica. Desde entonces, países como Irak, Siria o Yemen viven inmersos en una
espiral de violencia sin precedentes caracterizada por la descomposición del
Estado central, las tensiones étnico-sectarias y la expansión yihadista.
Esta
conflictividad no sólo se explica aludiendo a factores endógenos: la
implicación de Arabia Saudí e Irán, las dos principales potencias de Oriente
Próximo, ha sido determinante para llevarlos al callejón sin salida actual. Las
prioridades de Arabia Saudí son tres: restablecer el equilibrio de poder previo
a 2003, cortocircuitar las transiciones democráticas iniciadas en 2011 y, sobre
todo, preservar al reino saudí de cualquier turbulencia que amenace su
seguridad. Por su parte, Irán pretende garantizar su profundidad estratégica
frente a su principal enemigo: Israel, lo que requiere evitar la caída de
Bachar el Asad en Siria, mantener bajo su órbita de influencia al Gobierno de
Haidar Al Abadi en Irak y sostener a Hezbollah para que siga siendo un actor
clave en Líbano.
De
esta forma, Irán pretende apuntalar un arco chií que va desde Irán hasta Líbano
pasando por Irak y Siria e, incluso, extenderlo a otros países de la península
arábiga con población chií, ya sea mayoritaria como en Bahréin o minoritaria
como en Yemen. En este cuadro, Siria representa una primera línea de defensa
para el mantenimiento de la influencia iraní en Oriente Próximo. De ahí el
decisivo apoyo financiero y la vital asistencia militar que Teherán ha prestado
a Damasco, indispensable para la supervivencia política de Bachar el Asad.
Consciente
de todo lo que se jugaba, Arabia Saudí tampoco se ha quedado de brazos
cruzados. Tras el inicio de la primavera árabe, Riad movilizó todos sus
recursos para desactivar unas revueltas que, con sus demandas de libertades y
de justicia social, suponían un auténtico órdago para el propio reino. Para
cortar de raíz un posible efecto contagio se pusieron en marcha una serie de
medidas encaminadas a garantizar la paz social, entre ellas el alza de
salarios, el incremento de los subsidios, la oferta de empleos en la
Administración y la construcción de viviendas públicas. A la vez se
intensificaron las políticas sectarias en el interior del país con el objeto de
indisponer a la mayoría sunní contra la minoría chií, retratando a esta última
como una quinta columna iraní que pretendía desestabilizar el país y propagar
el caos.
En
el exterior, el régimen saudí actuó de manera enérgica cuando los vientos
revolucionarios se aproximaron a la península arábiga, no dudando en enviar sus
tropas a Bahréin para evitar la caída de los Khalifa, cuya autoridad había sido
puesta en tela de juicio por las protestas de la mayoría chií. En Egipto, un
país clave por su posición geoestratégica y su peso demográfico, Arabia Saudí
se alió con los sectores contrarrevolucionarios y los militares para hacer
fracasar la transición pilotada por los Hermanos Musulmanes. Un eventual éxito
de este experimento islamista podría haber cuestionado la propia legitimidad
del sistema de Gobierno saudí, por lo que era imprescindible frenar en seco a
Morsi, quien fue desalojado del poder por Abdel Fattah al-Sisi, que no tardó en
convertirse en el nuevo hombre fuerte de Egipto con el beneplácito saudí.
En
Siria, Arabia Saudí financió a la oposición y a los rebeldes contrarios a el
Asad. Este apoyo era compatible con las prioridades de la política regional
saudí basada en la contención de Irán y el debilitamiento de los Hermanos
Musulmanes. Este respaldo económico, militar y logístico saudí se encaminó a los
grupos salafistas integrados en el Frente Islámico, algunos con una agenda
claramente sectaria, que ejercían de contrapeso al yihadista Estado Islámico,
en cuyas filas combatían centenares de saudíes. La estrategia saudí pasa por
evitar el surgimiento de un liderazgo sirio fuerte y cohesionado, ya que
pretende mantener a los rebeldes sirios lo suficientemente fragmentados y
atomizados como para garantizar su lealtad y obediencia.
Por
último, Yemen representa un caso particular, puesto que ocupa la puerta trasera
del reino y, por tanto, Arabia Saudí ha reaccionado con más determinación para
evitar que dicho país caiga en la órbita de influencia de Irán. El rey Salmán
no ha dudado en ponerse al frente de una intervención militar, bautizada como
Tormenta Decisiva, junto a otros miembros del Consejo de Cooperación del Golfo
con el propósito de frenar el avance de los rebeldes Huthi, de confesión chií,
que tras conquistar Saná se hicieron con el control del estratégico puerto de
Adén.
En
todos y cada uno de los escenarios analizados, la descomposición estatal y la
consiguiente fragmentación territorial se han convertido en un polo de
atracción para los yihadistas. Por eso es tan imperioso que la comunidad
internacional aproveche la nueva coyuntura creada por el reciente acuerdo
nuclear iraní para tratar de apaciguar las turbulentas aguas de Oriente Próximo
antes de que sea demasiado tarde y se conviertan en un sunami imposible de
domeñar.
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