La
maldad, la mentira y Venezuela/ Ricardo Hausmann, a former minister of planning of Venezuela and former Chief Economist of the Inter-American Development Bank, is Professor of the Practice of Economic Development at Harvard University, where he is also Director of the Center for International Development. He is Chair of the World Economic Forum’s Global Agenda Meta-Council on Inclusive Growth.
Traducción de Ana María Velasco.
Project
Syndicate | 27 de octubre de 2015
El
presidente venezolano, Nicolás Maduro, ha vuelto a tener un problema conmigo. El
canal nacional de televisión, controlado por el gobierno, recientemente emitió
una conversación telefónica privada, grabada de manera ilegal, en la que yo
propongo realizar un estudio para ver cómo rescatar la economía venezolana
consiguiendo el apoyo de la comunidad internacional. El gobierno, sin éxito,
editó la grabación para hacer sonar nefasto lo que yo digo, mintió sobre el
significado de la conversación y sobre mí, y ahora piensa entablar un juicio en
mi contra.
Esto
me ha hecho pensar sobre el eterno problema de la maldad. ¿Es ella enteramente
relativa o existen bases objetivas para definir una conducta o un acto como
maldad? ¿Ocurren todas las confrontaciones entre partes legítimas -siendo, por
ejemplo, la persona que uno considera un terrorista el combatiente por la
libertad para otro- o se puede decir que algunas peleas realmente son entre el
bien y el mal?
Como
hijo de sobrevivientes del Holocausto, siempre he sentido una aversión
intuitiva hacia el relativismo moral. ¿Pero, qué bases objetivas existen para
afirmar que los nazis encarnaban el mal? Según lo señala Hannah Arendt,
abundaban los individuos como Adolf Eichmann y ellos “no eran perversos ni
sádicos”, sino que, más bien, “eran, y todavía son, terrible y aterradoramente
normales”. Una normalidad semejante surge del retrato que Thomas Harding pinta
de Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, un hombre orgulloso de haber
sobresalido en el desempeño de la labor que se le asignó.
Entonces,
¿qué quiere decir maldad en primer lugar?
La
filosofía moral ha enfocado esta cuestión desde dos puntos de vista muy
diferentes. Para algunos, el objetivo es encontrar principios universales de
los cuales derivar juicios morales: el imperativo categórico de Kant, el
principio utilitario de Bentham y el velo de ignorancia de John Rawls,
constituyen algunos de los ejemplos más conocidos.
Para
otros, la clave consiste en comprender la razón que nos lleva a tener
sentimientos morales para empezar. ¿Por qué la mente humana ha evolucionado de
manera que genera sentimientos de empatía, repugnancia, indignación,
solidaridad y piedad? David Hume y Adam Smith fueron los pioneros de esta
corriente de pensamiento, la que eventualmente generó los campos de la
psicología evolutiva y moral.
De
acuerdo a este último punto de vista, los sentimientos morales evolucionaron
para sustentar la cooperación entre los seres humanos. Nuestros genes nos
programan para que sintamos preocupación ante el llanto de un bebé y empatía
ante alguien que padece un dolor. Buscamos que los demás nos reconozcan y
evitamos que nos rechacen. Uno se siente mejor sobre sí mismo cuando hace el
bien, y peor cuando hace el mal. Éstos son los fundamentos de nuestro sentido
inconsciente de la moralidad.
En
consecuencia, dudo de que una sociedad moderna alguna vez haya apoyado
ampliamente lo que ella consideraba maldad. Hechos como el Holocausto o los
genocidios en Ucrania (1932-1933), Camboya (1975-1979) o Ruanda (1994) se
basaron ya fuera en el secretismo o en la diseminación de una visión del mundo
distorsionada, diseñada para hacer que el mal pareciera el bien.
La
propaganda nazi culpaba a los judíos de todo: de la derrota de Alemania en la
primera guerra mundial, de los valores morales que impedían que la raza aria
ejerciera su superioridad, y hasta del comunismo y del capitalismo. A los
ucranianos se les acusó de ser espías polacos, kulaks, trotskistas, y de todo
lo demás que se le ocurrió a Stalin.
La
diseminación del mal requiere de mentiras porque ellas forman la base de la
visión del mundo que hace que el mal parezca el bien. Pero el hecho de que la
gran maldad dependa de la gran mentira nos da la oportunidad de contraatacar.
El
biólogo Martin Nowak sostiene que la única forma en que los seres humanos han
logrado mantener la cooperación es desarrollando maneras de bajo costo de
castigar el mal comportamiento. Para desalentar a A de perjudicar a B, la
reacción de C puede ser importante, porque si A sabe que C lo va a castigar por
lo que le haga a B, posiblemente lo piense dos veces antes de hacerle daño a B.
Pero
si el castigo es de alto riesgo o de alto costo para C, es posible que no dañe
mucho a A, con lo que A puede creer que no tiene límites. Pero si C puede
castigar a A de un modo que no tenga un alto costo y sea incluso agradable, la
amenaza para A posiblemente sea de mayor contundencia.
Según
este punto de vista, la necesidad de solucionar el dilema anterior constituye
la base evolutiva de los chismes y la reputación. A los seres humanos nos gusta
chismorrear, lo que puede perjudicar nuestra reputación, lo cual, a su vez,
afecta la manera en que nos tratan los demás. Por lo tanto, el castigo a través
de las habladurías es tanto de bajo costo como agradable – y el temor de A de
convertirse en objeto de chismorreo por parte de C puede ser suficiente para
desalentar su mala conducta hacia B.
Esto
abre una importante vía para el control del mal. En las palabras del senador
estadounidense y profesor de la Universidad de Harvard, Daniel Patrick
Moynahan, “Cada uno tiene derecho a sus propias opiniones, pero no así a sus
propios hechos”. Por lo tanto, una de las formas de detener el mal es atacando
las mentiras en que se basa y condenando a quienes las proponen.
En
Estados Unidos existe la tendencia natural a castigar a los candidatos
políticos cuando mienten, pero especialmente sobre sus pecadillos personales.
Sería estupendo, por ejemplo, si las calumnias de Donald Trump sobre los
mexicanos impidieran que él fuera elegido presidente. Si dentro de la cultura
política de algún país todos estuvieran de acuerdo en condenar a las mentiras y
a los mentirosos intencionales, sobre todo cuando su meta es promover el odio,
ese país podría evitar un gran mal.
Pero,
éste no es el caso de Venezuela. Su gobierno ha hundido a la economía y a la
sociedad del país, encargándose de crear la tasa de inflación más alta del
mundo y la segunda de homicidios, la mayor caída de la producción de todos los
países a nivel mundial, y para qué hablar de una escasez sin igual. Y, ahora,
está mintiendo de manera sistemática sobre las causas del desastre que ha
provocado e inventando chivos expiatorios.
El
gobierno de Maduro les echa la culpa de su colapso económico a una “guerra
económica” liderada por Estados Unidos, la oligarquía y el sionismo financiero
internacional, del cual se supone que yo soy agente. El problema reside en que
el gobierno prácticamente no ha pagado nada por sus sistemáticas mentiras,
incluso cuando entre ellas se cuenta el haber hecho chivos expiatorios de los
colombianos pobres, culpándolos de la escasez en Venezuela, expulsando de forma
ilegal a cientos de ellos y destruyendo sus hogares.
Si
bien algunos ex presidentes latinoamericanos se han pronunciado en contra de
este ultraje, líderes importantes, como las presidentas Dilma Rousseff de
Brasil y Michelle Bachelet de Chile, han permanecido en silencio. Ellos
deberían prestar atención a la advertencia de Albert Einstein: “Quienes toleran
o fomentan la maldad ponen al mundo en mayor peligro que quienes realmente la
practican”.
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