21 mar 2017

Luis Cernuda, poeta de sensibilidad mestiza

Este martes 21 ese marzo día mundial de la poesía nada como compartir este texto  publicado en 1953 de un poeta sobre otro poeta...Alejandro Avilés y Luis Cernuda Bidón...
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Luis Cernuda, poeta de sensibilidad mestiza/ 
Texto realizado después de una entrevista que le hizo Alejandro Avilés al poeta Luis Cernuda; publicada el domingo 8 de marzo de 1953 en el periódico El Universal; sección semanal titulada Poetas Mayores.*
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Vamos a hacer un paréntesis en la presentación de poetas mexicanos, para traer aquí el recuerdo de un gran poeta español que visita nuestro país: Luis Cernuda.
El extraordinario poeta sevillano forma parte de la más espléndida generación de líricos que España ha producido en el siglo xx: la que empezó a manifestarse hacia 1920 y tiene como exponentes máximos a Federico García Lorca, a Rafael Alberti, a Jorge Guillén, a Pedro Salinas, a Gerardo Diego, a Vicente Aleixandre, a Luis Cernuda.

La Revista de Occidente acogió, en 1925, los primeros poemas que publicó Cernuda: su primer libro, Perfil del aire, no tuvo éxito inmediato, quizá por lo delgado y original de su mensaje. Sucesivamente fueron apareciendo: Tres poemas (1928), Un río, un amor (1929), Los placeres prohibidos (1931), Donde habite el olvido (1932), hasta culminar en la obra que es concentración de todas las demás: La realidad y el deseo (1936), publicada por Cruz y Raya y reeditada en México, ya aumentada, por la Editorial Séneca. De la obra total separó Rafael Alberti el libro Las nubes y lo editó en Buenos Aires, en 1943. Cuatro años después, la Editorial Lozada publicó una nueva sección de la magna obra que, repetimos, lleva el nombre de La realidad y el deseo
Lo que Lozada editó lleva el nombre de «Como quien espera el alba». Pronto será publicada en México una nueva sección inédita: «Vivir sin estar viviendo», cuyas primicias ofrecemos en esta reseña por una gentileza del autor, que puso en nuestras manos los originales.
Variaciones sobre tema Mexicano

Antes de pasar a la consideración de su obra en verso —que es la que para nuestro objeto interesa sobre todo— diremos algo de una obra suya en prosa, no solo porque se refiere a México, sino porque contiene una estética profunda en su aparente ligereza de trazos al vuelo. Se trata de la obra Variaciones sobre tema mexicano. Contiene este libro una prosa delgada, transparente. Como la de Azorín. Pero más cálida, más nuestra, más mexicana diríamos. Y es que Cernuda no es solamente español, sino también americano, ya que su padre fue portorriqueño. Su tez bronceada, su perfil, su acento, lo caracterizan más como iberoamericano que como español.
Y así es su poesía, que tiene finuras de mestizo, recónditas visiones y suavidades de indio. Y su prosa no lo desmiente. Dialoga el poeta consigo mismo. Nunca dice «yo» sino «tú» refiriéndose a su propia persona. Es un Narciso indio mirándose en una fuente espejo. Su luz es como la del valle de México. Su poesía ha llegado «a la región más transparente del aire».
De tierras anglosajonas viene. Y al llegar encuentra que, frente a la civilización protestante, de fábricas y bancos, México ha conservado lo mejor, que es la vida que vive. «En tierras anglosajonas», dice, «las gentes no saben reposar... En cambio aquí las actitudes de reposo son naturales a los cuerpos». Y ejemplifica magistralmente:
«Aquel chamaco en el umbral de un convento pueblerino, traje blanco y sombrero de paja, sentado sobre el primer escalón, la espalda contra el muro, una rodilla en alto, dejando caer sobre ella su brazo, la mano colgada entreabierta y el índice extendido, como el Adán de la Sixtina en el fresco de la Creación.»
Sigue ejemplificando y concluye: «El cuerpo aún conserva en esta tierra su dignidad natural. Y en nada manifiesta tan bien el cuerpo la conciencia de su dignidad como en su abandono».
Cernuda recuerda un poco a Cristóbal Colón en su profunda captación de la belleza nativa. Leamos su descripción de los mercaderes de la flor:

«Bajo el ala del sombrero, en una de esas caras frescas que apenas han dejado de ser infantiles, qué intensidad tiene la mirada. Los labios guardan silencio, pero cuántas cosas dicen los ojos, y qué bien las dicen. ¿Comprenderían allí los industriales protestantes que la pobreza puede ser vocación orgullosa e intransigente? ¿Cómo existe gente de la que ni siquiera puede decirse que prefieren ser los últimos, porque para ellos no hay últimos ni primeros?
«Apenas compradas las flores, quisiéramos dejarlas, con las monedas, en aquellas manos. El dinero, como alivio mínimo de la necesidad; las flores, como tributo insuficiente a la dignidad de sus vidas, a la gracia de sus cuerpos, a la elocuencia de sus caras. Que la hermosura alimenta, y sin ella, como sin pan, también puede acabarse el hombre.»
Descubre así el sentido vital de lo nuestro:
«Aquella tierra estaba viva», dice refiriéndose a la tierra que pisa-ron sus pies en el retorno a México, y dialogando consigo agrega: «Y entonces comprendiste todo el valor de esa palabra y su entero significado, porque casi te habías olvidado de que estabas vivo. Acaso el precio de estar vivo sea esa pobreza y duelo que veías en torno; acaso la vida exija, para estar viva, ese abandono ruin de miseria y tristeza, entre las cuales ella, como una flor, crece acrisolada».
Vislumbra algo parecido a lo que Vasconcelos llamara la raza cósmica:
«Algo diferente de tu mundo mediterráneo y atlántico, que se asoma ya al otro lado de este continente, el otro mar por donde Asia se vislumbra, y tan admirablemente se empareja contigo y con lo tuyo, como si solo ahora se complementara al fin tu existencia.»
Y continuando en esa ahincada visión objetiva de lo nuestro (objetividad que contagia su propio mundo subjetivo y lo hace reconocerse en ella) desemboca en esta profunda consideración:
«Sus vidas —se refiere a los fieles guadalupanos— alientan con la certeza de estar unidas en un todo y a la vez libres de él; vivas por la vida de ese Dios del cual allá adentro, en la Basílica, está el símbolo visible, que puede ayudarles a interceder por ellos, y cuya sabiduría conoce mejor que el ser humano lo que a éste le conviene.»
¿Por qué después de este hallazgo se pierde en divagaciones que lo niegan? Es que Narciso, una vez que encontró la belleza en las aguas —la belleza de su propio rostro— no quiere sino mirarse a sí mismo; no se entrega humildemente al deslumbramiento de la ajena belleza. Y menos acata la Belleza increada en su esplendor total, tan por encima del humano, ante la cual Narciso palidece. Si Cernuda tuviera la humanidad del cristiano, pensaría que la imagen que le devuelve el espejo es también hechura de Aquel que levantó el espejo cóncavo de los cielos, donde su rostro de Narciso ya no está, sino el de toda la Creación.
No vamos, sin embargo, a sujetar a crítica aquellas palabras de Cernuda con las que no estamos de acuerdo. Vamos a recoger lo que, a nuestro juicio, constituye la más delicada entraña de su poética:
«Mirar. Mirar. ¿Es esto ocio? ¿Quién mira el mundo? ¿Quién lo mira con mirada desinteresada? Acaso el poeta, y nadie más. En otra ocasión has dicho que la poesía es la palabra. ¿Y la mirada? ¿No es la mirada poesía? Que la naturaleza gusta de ocultarse, y hay que sorprenderla, mirándola largamente, apasionadamente. La mirada es un ala, la palabra es otra ala del ave imposible. Al menos mirada y palabra hacen al poeta. Ahí tienes el trabajo que es tu ocio: quehacer de mirar y luego quehacer de esperar el advenimiento de la palabra.» Sería difícil hallar otra expresión que, con tan breves palabras, dijera tanto y tan bien sobre el origen y el ser de la poesía. 
La realidad y el deseo..
Realidad y deseo: he aquí los polos de la poesía. Y si hemos citado tanto la prosa de Cernuda, realidad y deseo, es porque la poesía de  Cernuda se da más cálida y elemental en la prosa que en el verso. No nos atrevemos a asegurarlo. Pero a nosotros su prosa nos sacude más, nos mueve con mayor simpatía. Su verso es más frío, más intelectual. Su verso es licor de finos filtros, esbelto movimiento de surtidor, canto delgado y escogido acento. La voz del verso de Cernuda es una de las más transparentes y delgadas que se han dado en la lengua de Garcilaso. Se parece un tanto, aunque es diferente, a la de Jorge Guillén.
Con Guillén tiene además una semejanza de estructura su obra. Guillén es poeta de un solo libro —Cántico— que ha venido creciendo con cada nueva edición. También Cernuda tiene un solo libro: La realidad y el deseo, que crece con los años. La diferencia está en que el crecimiento de Cántico se realiza por adiciones de vida en cada una de sus partes, tal como crece un niño, mientras que La realidad y el deseo va creciendo a la manera del árbol, con el nacimiento de ramas nuevas.
Otra diferencia nos parece percibir entre Guillén y Cernuda. El mundo poético de Guillén es fundamentalmente intelectual y cristaliza en formas deslumbrantes que luego adquieren calor con una súbita vida que las asalta y se manifiesta en gritos que las humaniza. El mundo poético de Cernuda, en cambio, es algo así como un calor contenido, como un vapor de agua que el designio hubiera con-vertido en un cristal de hielo. Cernuda quiere, tal vez, que el lector solo perciba la belleza, no la vida que la engendró. Y su inteligencia se esfuerza por quitar calor inmediato al latido del corazón. Esto, que quizá no es otra cosa que pudor poético, a veces le resta eficacia expresiva y en ocasiones llega a ofrecernos disecada el ave del paraíso que su sensibilidad fue siguiendo hasta atraparla.
Una noche feliz miró el poeta cómo la Luna, «diosa virgen», ha presidido por los siglos y milenios la realidad y el deseo de los hombres. Realidad efímera a la que solo da ser el deseo, efímero también en su propio cumplimiento o en su derrota:
Cuánta sombra ella ha visto surgir y ponerse.
Cuánto estío y otoño madurar y caer. 
Cuántas aguas pasar de las nubes
a la tierra, de los ríos al mar; 
cuántos hombres ha visto desear y morir 
y reconocer su anhelo eterno 
en otros, otros y otros labios.
Y un día vendrá el final de la vida, y la luna, pupila de la muerte que acecha en los espacios, asistirá a la derrota del Deseo, desde su fría Realidad celeste:
Mas una noche, al contemplar la antigua 
morada de los hombres, solo has de ver allá 
el reflejo de su dulce fulgor, 
mudo y vacío entonces, 
estéril tal su hermosura virginal; 
sin que ningunos ojos humanos
 hasta ella se alcen a través de las lágrimas 
definitivamente frente a frente 
el silencio de un mundo que ha sido 
y la pura belleza tranquila de la nada.
El nihilismo de Cernuda nace de su asendereado corazón de caminante sin Estrella, de su espejo de sombras donde un día florece el propio rostro. La nada brota, tiene que brotar de la nada del hombre. El hombre solo tiene que ir hacia la Nada. Porque lo único que puede derrotar a la Nada es el Ser que no nació de ella, el Ser que de ella nos hizo, el Ser con cuya asistencia paternal podemos nosotros mismos levantarnos sobre la nada que fuimos, sobre la nada que podemos ser si Dios no nos sostiene.

Pero Cernuda no ha tornado a la casa paterna. Hijo pródigo sin descanso, sigue buscando el bien en otros sitios. Y todos sus caminos, aunque llenos de vida y esplendor, conducen a la muerte. Es más: él lo ha querido así, él mismo lo proclama:
Ahora la muerte acuna sus deseos, 
saciándolos al fin. No compadezcas 
su sino, más feliz que el de los dioses 
sempiternos, arriba.
No puede, sin embargo, negar el poeta su ser de hombre que le pide eternidad. Frente a la Realidad de las cosas que perecen, brota el Deseo de la vida eterna. Y como aún no quiere reconocer a Dios, canta a los dioses:
Tal vez su fe os devuelva el cielo.
Mas no juzguéis por el rayo, la guerra o la peste, 
una triste humanidad decaída;
 impasibles reinad en el divino espacio.
Distraiga con su gracia el bello copero 
la cólera de vuestro poder que despierta. 
En tanto el poeta, en la noche otoñal, 
bajo el blanco embeleso lunático, 
mira las ramas que el verdor abandona
 nevarse de luz beatamente, 
y sueña con vuestro trono de oro 
y vuestra faz cegadora, 
lejos de los hombres, 
allá en la altura impenetrable.
No, poeta: la altura no es impenetrable. Se hizo también para los hombres. Para llegar a ella está la escala de Jacob, que el hombre no puede levantar, que Narciso no puede ver siquiera. Si Narciso fuera capaz de ver la escala, ya no sería Narciso, sino hijo de Dios. Entonces la fuente reflejaría, en vez de su propio rostro perecedero, «los semblantes plateados» que nunca pasarán. Y la escala sería suya. La escala que conduce a un Cielo en donde el padre no es Zeus, el azote de los Efímeros que Píndaro cantara, sino Dios Padre que quiere llevarnos, en torno a su Hijo que se hizo hombre, a participar de lo Eterno.
Y aquí sí, poeta, La Realidad y el Deseo son una sola rosa de pétalos inmarcesibles.
Vivir sin estar Viviendo
Tenemos aquí los originales del libro inédito Vivir sin estar viviendo. Y nos sentimos como ante un tesoro que quisiéramos compartir sin sernos ello posible, pues el espacio se va escapando y ya es poco lo que podemos citar aquí. Permítasenos entonces que omitamos comentarios para dar textos, versos magníficos que por primera vez se publican.
Hay un brevísimo poema —«Verso para ti mismo»— que es como un compendio magistral de su concepción de la poesía. En él se habla a sí mismo, y se habla, como siempre, de «tú». Es como si el poeta se situara fuera de sí mismo para mirarse, para decirse lo que le importa. O como si —otra vez Narciso— se viera en el espejo de los días, y todo le pareciera creación suya, obra de su conciencia y de su sueño:
La noche y el camino. Mientras, 
la cabeza recostada en tu hombro, 
el cabello suave a flor de tu mejilla,
su cuerpo duerme, o sueña acaso. 
No. Eres tú quien sueña solo 
aquel afecto noble compartido, 
cuyos ecos despiertan en tu mente desierta 
como en la concha los del mar que ya no existe.
Pero hay un desdoblamiento del propio sujeto. Y es la separación, en la noche, del cuerpo y del alma. Llegados a la esquina se despiden. Y puede decirse al alma:
Entró la noche en ti, materia tuya 
en vastedad desierta, 
desnudo ya del cuerpo tan amigo 
que contigo uno era.
Por fin parece que la realidad y el deseo se han encontrado en una
sola verdad, en el poema «El viajero».
...Si ahora
 tu sueño al fin coincide 
con tu verdad, no pienses 
que esta verdad es frágil 
más aún que aquel sueño.
No podemos, sin embargo, afirmar nada definitivo. Mejor que aventurarnos en hipótesis, vamos a copiar, para concluir, su poema «El retraído», que es uno de los que mejor revelan su ser de hombre y de poeta. En él se encuentra que quizá la muerte sea, al fin de todo, la que tiene el secreto de la vida, el misterio de vivir sin estar viviendo, la liberación de lo contingente: la elevación a mundos in-tangibles, de esta vida que se nos deshace entre las manos con el solo
fluir del tiempo. El poema es este:
Tal es el niño jugando 
con desechos de hombre, 
un harapo brillante,
pedazo coloreado o pedazo de vidrio,
 a los que su imaginación da vida mágica, 
y goza y canta y sueña
a lo largo del día que las horas no miden, 
así con tus recuerdos. 
No son como las cosas 
de que cerciora el tacto, 
que contemplan los ojos; 
de cuerpo más aéreo 
que un aroma, un sonido,
solo tienen la forma prestada por tu mente, 
existiendo invisibles para el mundo 
aun cuando el mundo para ti lo integran.
Vivir contigo quieres 
vida menos ajena que esta otra, 
donde placer y pena 
no sean accidentes encontrados,
sino fases del alma 
que refleja el destino 
con la fidelidad transmutadora 
de la imagen brotando en aguas quietas. 
Esperan tus recuerdos 
el sosiego exterior de los sentidos 
para llamarte o para ser llamados, 
como esperan las cuerdas en vihuela 
la mano de su dueño, la caricia 
diestra, que evoca los sentidos 
diáfanos, haciendo dulcemente 
de su poder latente, temblor, canto.
Vuelto hacia ti prosigues 
el divagar enamorado 
de lo que fue tal vez como debiera.
y así la vida pasas, 
morador de entresueños, 
por esas galerías
donde la luz más bella hace la sombra 
y donde a la memoria más pura hace el olvido. 
Si morir fuera esto, 
un recordar tranquilo de la vida, 
un contemplar dichoso de las cosas, 
cuán dichosa la muerte, 
rescatando el pasado 
para soñarlo a solas libremente, 
para pensarlo tal presente eterno, 
como si un pensamiento valiese más que el mundo.
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*Tomada del libro: "Un grito contra nadie. Aproximaciones a la obra de Alejandro Avilés"/ Fred Alvarez y Leopoldo González, coordinadores; publicado por el Instituto Sinaloense de Cultura,  primera edición 2016.
Las imágenes son de Archivo Tomas Montero.., Don Tomás fue muy cercano a  Alejandro Avilés, trabajaron junto en La Nación...Seguramente estás fotos tomaron para ilustrar el texto publicado en 1953..
Véase Luis Cernuda el amigo de Octavio Paz/Fred Alvarez

Publicado el martes 5 de noviembre de 2013 en la página del Archivo Tomás Montero con dos fotos originales del poeta sevillano.




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