16 oct 2007

Más sobre el Che

  • Sobre el mito del Che/Josep Ramoneda
Publicado en EL PAÍS, 16/10/2007):
En tiempos nada épicos como los que vivimos resulta difícil entender que pudiera llegar a mito popular una figura como la de Ernesto Che Guevara. Estos días se ha conmemorado el 40 aniversario de su muerte, asesinado en una emboscada en Bolivia. Una celebración que, como corresponde a un buen santo, ha venido acompañada de un milagro ecuménico: un médico cubano ha devuelto la vista al que comandaba al grupo que mató al Che, como una prueba más de la bondad universal de la revolución castrista. Pero el mito ya no está para grandes alardes. Lo que corresponde a este momento es explicar por qué aquel revolucionario que prefirió la guerrilla al ejercicio del poder llegó a ser un icono universal. Al fin y al cabo, el estudio comparado de mitos puede ser un instrumento útil para entender las diferencias entre las distintas épocas y generaciones.
Cada momento tiene sus iconos. Y los asume como lo más natural del mundo, precisamente porque dicen mucho de las frustraciones colectivas. Y, sin embargo, no son evidentes. ¿Alguien se habría imaginado, para poner un ejemplo de actualidad, que Francia se entregaría a un hombre de tamaño enorme, rudo y melenudo como el jugador de rugby Sebastián Chabal, que ni siquiera es titular en el equipo nacional?
¿Por qué el Che? ¿Por qué su imagen llegó a estar en todas partes casi sin distinción de clase e ideología como ocurre con los verdaderos mitos, aquellos que no son de nadie? Sin duda hay muchos factores que confluyen en la creación de un icono universal. Factores históricos: la figura del Che debe verse en el marco del proceso de descolonización y de la toma de palabra por parte de los países colonizados. Del mismo modo que la última oleada revolucionaria del siglo XX, -la que culmina en el 68- con su carácter anticapitalista y antisoviético a la vez, era caldo de cultivo sensible a un producto que se presentaba libre de las ataduras del duro poder. También encontraríamos factores semióticos: probablemente el fortuito encuentro entre un cliché del fotógrafo cubano Alberto Korda y el editor italiano Feltrinelli resultó decisivo en la creación de una imagen que sería más mito que el propio Che representado en ella. Y, por supuesto, factores morales: el eterno mito de la autenticidad, que todavía encanta a alguna gente. Como si ser un déspota por coherencia en las propias ideas mereciera mayor respeto que no ser un déspota. E incluso factores de sensibilidad colectiva, pasada la resaca de la guerra a principios de los sesenta hubo una cierta necesidad de creer en el happy end. La coincidencia en el tiempo de Kennedy, Kruschev, el papa Juan XXIII y la propia revolución castrista, hizo soñar por unos pocos años que todo era posible. Duró poco y, todo hay que decirlo, si llega a durar mucho podía haber terminado perfectamente en una catástrofe universal.
Pero para mí la verdadera razón del mito del Che está en el fracaso de la revolución cubana. Desde la invasión de Hungría en el 56, la ignorancia sobre los regímenes de tipo soviético ya no era coartada aceptable desde ningún punto de vista. La revolución cubana parecía distinta. Surgió en un continente muy maltratado y sus líderes tenían una imagen libre e independiente. Hay en el Caribe algo de anárquico y libertino que parecía contraindicado con la glacialidad de morgue de los regímenes comunistas del Este. Y la izquierda de todo el mundo puso mucha ilusión en ella. Ernesto Che Guevara fue astuto: se alejó a tiempo. Abandonó a Fidel porque probablemente intuyó que la confluencia con el modelo de tipo soviético era imparable. Y lo hizo en nombre de valores muy atractivos: autenticidad, fidelidad al ideal, insumisión, desapego por el poder, y un cierto acento libertario. Lo demás lo puso la muerte, que siempre tiene su papel en la construcción de los pedestales.
A medida que la revolución cubana se iba cerrando, a medida que Fidel se iba enrocando, bajo la presión de Estados Unidos, y se iba entregando en manos de la Unión Soviética, a medida que la delación y la persecución se extendieron, a medida que la gente empezó a irse, el mito del Che iba creciendo. Él representaba lo que la revolución pudo haber sido y no fue. Una representación segura, por indemostrable. La imagen del Che acribillado completó la figura. Y la crueldad de las dictaduras latinoamericanas con los que más o menos siguieron sus pasos acabó de acrecentar al personaje. El mito se fue extendiendo. Un mito que, como casi todos, no comprometía a nada. Y, sin embargo, permitía salvar la supuesta pureza de origen de la revolución cubana y ser indulgente con sus desvaríos.
Es propio de los santos huir de la realidad. Y esto es lo que hizo el Che. Dejó la cruda realidad de una Cuba en construcción, en la que realmente se jugaban cosas muy serias, y se fue a una aventura que se sabía perfectamente inútil y que no llegaba siquiera a promesa. Pero eso le daba aureola de autenticidad. Hoy esta aureola algunos la otorgan a los terroristas suicidas: auténticos hasta el extremo de matar y morir por sus ideas. Con la autenticidad presuntamente libertaria de Ernesto Che Guevara la izquierda ajustaba cuentas con su propia conciencia y encontraba una manera de salvar al castrismo, por lo menos en los fundamentos. Dos vías que conducían a la parálisis. O a la contemplación, si se prefiere, ya que hablamos de vidas de santos.
Y fue un mito. No forzosamente mejor ni peor que algunos de los mitos de ahora, porque lo que proyectaba era una insatisfacción profunda ante una sociedad que definitivamente no fue por los caminos de reconciliación que algunos habían soñado. Dentro de cuarenta años, quizás algunos se pregunten por qué la muerte convirtió a Diana de Gales en un mito universal o por qué Bin Laden es un icono de los tiempos que corren, o por qué el horror-espectáculo se ha hecho un hueco en los medios a través de los snuff movies sin apenas debate público. Y posiblemente para algunos será tan inexplicable como puede ser ahora el mito del Che. Lo cual sólo significa que nunca debemos perder el hábito de interrogarnos sobre el presente, de someter al principio de la sospecha a todo lo que se erige sobre nuestras cabezas.


Che, las razones de un mito/Alfonso S. Palomares, periodista
Publicado en EL PERIÓDICO, 16/10/2007;
Ahora, con motivo del 40° aniversario del asesinato del Che en el altiplano boliviano, desde los diversos medios de comunicación nos han inundado con un diluvio de crónicas, reportajes y artículos diversos. El Che era un hombre exagerado, para quien la palabra revolución tenía el significado de redención. Y las redenciones se cobran desmesurados tributos de sangre. De ahí la carga pasional y apasionada que tienen las palabras que llueven sobre él. Pasiones encontradas y contradictorias. Unos le retratan como referente de la mitología de todas las rebeliones, y la encarnación de la pureza original de la revolución cubana y de muchas revoluciones sin destino. Otros, como un hombre frío, autoritario y brutal dispuesto a sacrificar en el altar absoluto de la revolución a quienes se oponían o planteaban dudas, aparte de los enemigos, por supuesto. Pero, en el caso del Che, una imagen ha valido más que millones de palabras. Al hablar de imagen me refiero a la famosa foto de Alberto Korda en la que aparece Ernesto Guevara, el Che, con la estrella de comandante en la boina, el pelo en un armónico desorden y mirada de visionario. Un rostro verdaderamente hermoso. Esa imagen ha sido la más reproducida del planeta en las cuatro últimas décadas.
A PRINCIPIOS de enero de 1966, un año y 10 meses antes de su muerte, se celebró en La Habana la Conferencia Tricontinental. La gran cita de los revolucionarios y guerrilleros de tres continentes: Asia, África y América. Así como de los intelectuales que creían que la revolución cubana era el camino para la liberación de los pueblos y de los pobres. La palabra revolución llevaba la carga de la esperanza. Revolución también significaba, sobre todas las cosas, la destrucción del imperialismo encarnado por Estados Unidos. Revolución e imperialismo eran más que dos palabras, eran un cargamento de ideologías encontradas y sobre esas dos palabras se balanceaban los entusiasmos y las repulsas de la mayoría de los asistentes.De España fuimos dos periodistas: el redactor jefe de la revista Triunfo, Eduardo García Rico, y yo. No acudió ninguna representación de los partidos clandestinos, ni de otros estamentos culturales situados en el paisaje de la izquierda. En el largo viaje desde Barajas a Rancho Boyeros (había que hacer escala en Gander, Terranova) coincidimos con Mario Vargas Llosa, acompañado de su esposa, Patricia, embarazada de su primer hijo, Álvaro. El joven Mario acababa de tener un éxito muy vistoso y reconocido con la novela La ciudad y los perros, y alineaba sus entusiasmos políticos con el castrismo. En el avión iban también Josephine Baker, Alberto Moravia y otros escritores menos conocidos.En los salones del hotel Habana Libre, antes Hilton, en donde se celebraban las sesiones de la conferencia, lucían los uniformes de las más variadas guerrillas y guerrilleros que luchaban por cambiar el mundo en los tres continentes. El Che ya no estaba, andaba buscando nuevos campos de batalla, pero su espíritu y sus planteamientos estratégicos flotaban sobre la conferencia, y sus mensajes se repetían como rosarios monótonos. Nadie conocía su paradero (a no ser Fidel y su cercanísimo entorno): unos decían que estaba en África; otros, que ya estaba en un lugar de América Latina. Ya había fracasado en su aventura congoleña, pero no se sabía ni se decía. Incluso Salvador Allende, que venía de perder unas elecciones, lo ignoraba. Me lo dijo con toda rotundidad.Un día, a escritores, periodistas y observadores nos llevaron a visitar Pinar del Río y comimos en un restaurante de amplios ventanales que daban a una montaña cubierta literalmente por una gigantesca fotografía del Che, un montaje desmesurado. En mi mesa, a mi derecha, se sentaba Hildita Gadea, la hija mayor del Che, que entonces tenía 14 años y murió antes de cumplir 40. Le preguntaron por papá y respondió que estaba haciendo la revolución.En la conferencia se aceptaba que había que hacer la guerra mundial contra Estados Unidos, y se proclamaba como dogma la consigna del Che de que había que crear uno, dos, tres Vietnam, muchos Vietnam, en el camino hacia la victoria… Hasta la victoria siempre. Era un error y un disparate, pero lo aplaudíamos, porque la revolución era una alucinación colectiva de cierta izquierda. La URSS estaba en otra cosa: la coexistencia pacífica con Estados Unidos.
TODOS aquellos planteamientos delirantes fracasaron estrepitosamente: unos, ahogados en sangre; otros, por abandono. Sin embargo, el Che sigue siendo un mito. Hay varias razones para ello, entre otras la de que murió joven y de forma violenta, pero la principal es la de que los marginados de la tierra lo ven como un símbolo de la esperanza y quienes sueñan con cambiar el mundo, lo toman como ejemplo; los inconformistas y soñadores, como el icono de las apuestas por lo imposible. Encarna el arquetipo del hombre dispuesto a dar la vida por sus ideas, y la dio. Lo peor de los hombres dispuestos a dar la vida por sus ideas es que también lo están a matar por ellas. Esa es la cara oscura del Che.

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