¿Qué sucederá el martes? (4 de noviembre)/LLUÍS BASSETS
Publicado en El País, 30/10/2008;
Con independencia del resultado electoral, el martes termina una época entera. Si se produce la gran sorpresa, que desmienta todos los sondeos electorales, todos los análisis y pronósticos, y gana McCain, igualmente va a terminar una época. Terminará de otra manera, quizá con más lentitud e incluso dificultad. Pero terminará. Es evidente que la victoria republicana sería más ambivalente: la ruptura con Bush, que el veterano senador republicano se empeña en subrayar en todos los capítulos de su programa, no consigue evitar la sensación de que sería una mera prórroga de la presidencia que ahora se clausura. El luchador que es McCain no se conformaría con convertirse en un títere en manos de los republicanos más conservadores, como lo ha sido con suma complacencia George W. Bush. De ahí que fácilmente la prórroga se convertiría en agonía. No es el momento de hacer ejercicios sobre qué sucedería con el vendaval de ilusiones y esperanzas levantadas por Obama si no consiguiera alcanzar al fin la Casa Blanca. La apuesta es demasiado alta, la ocasión demasiado excepcional y la necesidad de cambio demasiado perentoria. Todo es excesivo en este envite, sobre todo para que termine en la frustración de unas elecciones mal organizadas e incluso falsificadas, en las que no quede garantizado el derecho de voto a todos por igual, como sucedió en 2000 en el estado de Florida.
Si una victoria republicana sólo conseguirá frenar el cambio, la victoria de Obama significará una transformación de Estados Unidos aun antes de que el nuevo presidente tome posesión el 20 de enero. Nada será como antes a partir del miércoles. Terminará la era de Bush, esos ocho años de frustración y de infamia, emparedados entre los ataques terroristas del 11-S y la crisis financiera de este septiembre negro financiero. Deberá percibirse inmediatamente, incluso antes de que Obama tome posesión el 20 de enero. El candidato demócrata ya tiene listos los equipos y las ideas para la transición, para evitar sobre todo un arranque dubitativo, como le sucedió a Bill Clinton, lo que le perjudicó notablemente y preparó la victoria republicana en el Congreso en las elecciones de mitad de mandato dos años después, que le dejaron sin mayoría parlamentaria en las dos cámaras.
Pero junto a la era de Bush termina también otra era, de más largo aliento, que es la que inició Ronald Reagan. "Hace 30 años, la idea de que reducir impuestos a los ricos era la mejor solución para todos los problemas económicos inspiraba sólo a unos pocos en el extremo de la derecha", escribe Sean Wilentz, en su reciente libro La época de Reagan. Una historia 1974-2008. Y esta era termina no porque vaya a decirlo Obama, sino por algo mucho más profundo: porque han hablado los hechos. Después del desastre financiero de las últimas semanas, la opinión de los norteamericanos acerca de los impuestos ha virado, probablemente de forma duradera. Hasta tal punto que la retórica política va por un lado, incluyendo a Obama, y las encuestas de opinión por otro.
El candidato demócrata presenta sus planes fiscales como una reducción de impuestos para el 95% de la población, para apretar las clavijas a los restantes, los más ricos. McCain, en contraste, denuncia la actitud confiscadora del redistribuidor en jefe y promete, en un gesto incoherente con su oposición a los recortes de Bush, mantener sus reducciones de impuestos y recuperar el déficit sólo mediante el recorte del gasto. "Los dioses de la política han llevado a McCain a terminar su campaña, que quiere ser del triunfo de la autenticidad, con una nota de inautenticidad", escribió ayer Michael Gerson, periodista conservador que estuvo al servicio de Reagan en la Casa Blanca. Sea quien sea el presidente, lo más probable es que deba incrementar los impuestos a todos para empezar a llenar el fabuloso agujero que deja Bush. Pero los votantes parecen saberlo y prefieren el programa fiscal de Obama por una diferencia de 14 puntos.
El presidente saliente ha tenido parte muy activa en este cambio de actitud. Las diferencias de riqueza han aumentado en los últimos ocho años. Clama al cielo la vulnerabilidad en que se encuentra una gran proporción de la población en el capítulo de cuidados y asistencia sanitaria. Los Gobiernos republicanos, empezando por Reagan pero alcanzando la apoteosis con Bush, han demostrado que son unos manirrotos en el gasto público, principalmente en defensa; tanto como quieren ser generosos con la imposición sobre los beneficios empresariales. La guinda que corona el conjunto de razones para un cambio de mentalidad entre los norteamericanos ha sido el hundimiento de la banca financiera y el pésimo ejemplo de sus directivos.
Si una victoria republicana sólo conseguirá frenar el cambio, la victoria de Obama significará una transformación de Estados Unidos aun antes de que el nuevo presidente tome posesión el 20 de enero. Nada será como antes a partir del miércoles. Terminará la era de Bush, esos ocho años de frustración y de infamia, emparedados entre los ataques terroristas del 11-S y la crisis financiera de este septiembre negro financiero. Deberá percibirse inmediatamente, incluso antes de que Obama tome posesión el 20 de enero. El candidato demócrata ya tiene listos los equipos y las ideas para la transición, para evitar sobre todo un arranque dubitativo, como le sucedió a Bill Clinton, lo que le perjudicó notablemente y preparó la victoria republicana en el Congreso en las elecciones de mitad de mandato dos años después, que le dejaron sin mayoría parlamentaria en las dos cámaras.
Pero junto a la era de Bush termina también otra era, de más largo aliento, que es la que inició Ronald Reagan. "Hace 30 años, la idea de que reducir impuestos a los ricos era la mejor solución para todos los problemas económicos inspiraba sólo a unos pocos en el extremo de la derecha", escribe Sean Wilentz, en su reciente libro La época de Reagan. Una historia 1974-2008. Y esta era termina no porque vaya a decirlo Obama, sino por algo mucho más profundo: porque han hablado los hechos. Después del desastre financiero de las últimas semanas, la opinión de los norteamericanos acerca de los impuestos ha virado, probablemente de forma duradera. Hasta tal punto que la retórica política va por un lado, incluyendo a Obama, y las encuestas de opinión por otro.
El candidato demócrata presenta sus planes fiscales como una reducción de impuestos para el 95% de la población, para apretar las clavijas a los restantes, los más ricos. McCain, en contraste, denuncia la actitud confiscadora del redistribuidor en jefe y promete, en un gesto incoherente con su oposición a los recortes de Bush, mantener sus reducciones de impuestos y recuperar el déficit sólo mediante el recorte del gasto. "Los dioses de la política han llevado a McCain a terminar su campaña, que quiere ser del triunfo de la autenticidad, con una nota de inautenticidad", escribió ayer Michael Gerson, periodista conservador que estuvo al servicio de Reagan en la Casa Blanca. Sea quien sea el presidente, lo más probable es que deba incrementar los impuestos a todos para empezar a llenar el fabuloso agujero que deja Bush. Pero los votantes parecen saberlo y prefieren el programa fiscal de Obama por una diferencia de 14 puntos.
El presidente saliente ha tenido parte muy activa en este cambio de actitud. Las diferencias de riqueza han aumentado en los últimos ocho años. Clama al cielo la vulnerabilidad en que se encuentra una gran proporción de la población en el capítulo de cuidados y asistencia sanitaria. Los Gobiernos republicanos, empezando por Reagan pero alcanzando la apoteosis con Bush, han demostrado que son unos manirrotos en el gasto público, principalmente en defensa; tanto como quieren ser generosos con la imposición sobre los beneficios empresariales. La guinda que corona el conjunto de razones para un cambio de mentalidad entre los norteamericanos ha sido el hundimiento de la banca financiera y el pésimo ejemplo de sus directivos.
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