26 jul 2015

La utopía improbable/Jorge Edwards

 La utopía improbable/Jorge Edwards
ABC | 26 de julio de 2015
Es paradójico, sugerente, interesante, que el proceso de emancipación de las repúblicas hispanoamericanas, hace un poco más de dos siglos, no haya renunciado a la lengua y a la cultura españolas; que haya, por el contrario, hecho un esfuerzo serio, simultáneo, casi unánime, para conservar el idioma común. No era una necesidad histórica. Pudo ocurrir con el español algo parecido a lo que ocurrió con el latín durante la Edad Media europea, pero hubo personas que comprendieron el problema, que actuaron con mente lúcida, a pesar de la fiebre revolucionaria dominante, y que impidieron que esa fragmentación, esa pérdida cultural, fuera una consecuencia ineludible de la fragmentación política. El fenómeno del separatismo catalán de estos días es diferente, más radical en lo que concierne a la cultura y, por eso mismo, más inquietante. Como chileno y español, como persona que ha estudiado el nacimiento de una de las repúblicas importantes dentro del conjunto hispanoamericano, que se ha formado a la sombra de sus instituciones, en el interior de un Estado de Derecho que los hispanoamericanos del siglo XIX conocían como «Estado en forma», el actual separatismo catalán, con su bullicio, con su retórica, con sus símbolos, con su aparente seguridad, me plantea preocupaciones graves.

Me atrevo a reflexionar como persona que venía de Chile y de la diplomacia chilena y que vivió en Barcelona durante los primeros años del régimen pinochetista. Fue una experiencia de acogida afectuosa; de descubrimiento amable de lo catalán, fenómeno que no se observaba con claridad desde la perspectiva mía, a pesar de los numerosos nombres catalanes que figuran en la historia chilena (Montt, Prat y un largo etcétera) y hasta en la historia de mi familia (Garriga); de ampliación de una visión limitada. Fueron años de diálogo incesante, siempre enriquecedor, entre gente de cultura –profesores, filósofos, narradores, poetas –, de Cataluña, del resto de España, de otros países europeos, de Estados Unidos y América española. Un final de mañana en una terraza de la playa de Calafell, junto a contertulios como Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Juan Marsé, Ricardo Muñoz Suay, José María Castellet, Ana María Moix, Juan Benet, entre muchos otros, era, y todavía lo es en mi memoria, una experiencia única, inolvidable. Uno se levantaba de la mesa de La Espineta, después de haber bebido un par de copas de vino del Penedés y de haber picado una modesta porción de patatas fritas, con deseos locos de mirar pintura o escultura que antes no había tenido ocasión de mirar, de ver películas de la España nueva y la más antigua, de leer literatura en español, en catalán y en lo posible en otras lenguas europeas. Hubo conversaciones inolvidables en la desaparecida barra de Boccacio, en la calle de Muntaner, si ahora no me equivoco, y me acuerdo de personas como Umberto Eco y como Hans Magnus Enzensberger, de pintores como Nemesio Antúnez, de directores de orquesta como Juan Pablo Izquierdo, que aparecían, participaban, discutían, se reían a carcajadas, y luego desaparecían.
La unidad amistosa se daba en la mayor diversidad, incluso en la extravagancia, y nunca era excluyente, nunca se daba el menor asomo de nacionalismo sectario. El separatismo de ahora, que asomó la cabeza en un momento extraño, al menos para mí, ha comenzado por crear distancias, desconfianzas lingüísticas, que son expresiones evidentes de anticultura. Viajo a Cataluña y encuentro a gente perfectamente bilingüe, pero que sólo me habla en catalán, por obstinación, por majadería nacionalista, por lo que sea. Como persona educada en Chile, no tengo obligación de dominar la lengua catalana. La respeto, desde luego, trato de leer su literatura en el original o en traducciones, pero la hablo demasiado mal. Me dan ganas de proponerle a mi interlocutor, tan ingenuamente empeñado en no utilizar el castellano que conoce muy bien, que nos comuniquemos en francés, en portugués, en italiano. Pero no quiero ser ofensivo. Escucho el catalán, trato de entenderlo en su integridad, y contesto en mi castellano que viene de tan lejos. No es la mejor manera de dialogar, pero parece que las circunstancias políticas, transitorias por definición, se impusieran sobre las relaciones culturales y humanas estables y normales.
Tengo, como dije, una memoria afectuosa de esos años de Barcelona y Tarragona; amigos fieles, e incluso una mirada del conjunto de España con una visión más rica, con matices que antes no adivinaba. Pero la imposición de la cultura catalana con exclusivismo nacionalista es, y siento mucho tener que decirlo, un verdadero atentado de carácter cultural. Un error sobre la naturaleza misma de la cultura. En la historia nuestra, los latinoamericanos no tuvimos más remedio que emanciparnos debido a una larga lista de razones. Los criollos no tenían los mismos derechos que los peninsulares, ni el mismo acceso a los cargos públicos. Las colonias no podían comerciar fuera de los límites del Imperio colonial, de manera que toda posibilidad de desarrollo estaba estrangulada desde la partida. Las invasiones napoleónicas hicieron el resto. Podría agregar muchos agravios que no se dan en absoluto en la Cataluña de estos días. A pesar de esos problemas, las nuevas repúblicas, desde luego por interés propio, no quisieron separarse de la gran cultura y de la poderosa lengua de España. Si lo hubieran hecho, es probable que los Jorge Luis Borges y los Juan Rulfo, los Pablo Neruda, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, no hubieran existido. Una gran lengua es una gran riqueza. Si dentro de la órbita de esa lengua existe otra, el catalán, con una estupenda tradición, con un estilo claro, diferente, en el conjunto de la cultura hispánica, tanto mejor. Yo me he limitado en mis observaciones al tema de la cultura, que conozco mejor, que me concierne más directamente. Ahora bien, si voy más allá, estoy seguro de que el catalanismo separatista, en su forma política e institucional actual, podría tener consecuencias empobrecedoras para todos, y en primer lugar para los mismos catalanes. Pero agrego un detalle personal: he adquirido cierto conocimiento de la Cataluña antigua y moderna; cuando viví allá, no viví de ocioso, y creo que la mayoría de los catalanes, gente sensata, con fuerte sentido de lo real, de algo que ellos llaman «seny», no votarán a favor de una ruptura a machamartillo. Buscarán los grandes acuerdos, como se debe hacer siempre, y encontrarán soluciones favorables para todas las partes.

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