Nietzsche
en Sils-Maria/Mario Vargas Llosa,
El
País | 26 de julio de 2015
Cuando
Nietzsche vino por primera vez a Sils-Maria, en el verano de 1879, era una
ruina humana. Perdía la vista a pasos rápidos, lo atormentaban las migrañas y
las enfermedades lo habían obligado a renunciar a su cátedra en la Universidad
de Basilea, luego de profesar allí 10 años. Esta era entonces una remota región
alpina en el alto Engadina, donde apenas llegaban forasteros. Fue un amor a
primera vista: lo deslumbraron el aire cristalino, el misterio y vigor de las
montañas, las cascadas rumorosas, la serenidad de lagos y lagunas, las ardillas
y hasta los enormes gatos monteses.
Empezó
a sentirse mejor, escribió cartas exultantes de entusiasmo por el lugar y,
desde entonces, volvería por siete años consecutivos a Sils-Maria en los
veranos, por temporadas de tres o cuatro meses. Siempre había sido un buen
caminante, pero, aquí, andar, trepar cuestas empinadas, meditar en ventisqueros
barridos por los vientos donde a veces aterrizaban las águilas, garabatear en
sus pequeñas libretas los aforismos, uno de sus medios favoritos de expresión,
se convirtió en una manera de vivir. En Sils-Maria escribiría o concebiría sus
libros más importantes, La gaya ciencia, Así habló Zaratustra, Más allá del
bien y del mal, El ocaso de los ídolos, El Anticristo.
Se
alojaba en la casa —que era también tienda— del alcalde del pueblo y pagaba por
el modesto cuartito donde dormía un franco al día. La casa de Nietzsche es
ahora un museo y sede de la fundación que lleva el nombre del filósofo. Vale la
pena visitarla, sobre todo si quien oficia de cicerón es su amable director,
Peter André Bloch, que sabe todo sobre la obra y la vida de Nietzsche y es
quien organiza los seminarios y coloquios que atraen a este bello pueblecito
profesores, ensayistas y filósofos de todo el mundo. La casa ha sido totalmente
restaurada y ofrece una soberbia colección de fotografías, manuscritos —entre
ellos de poemas y composiciones musicales de Nietzsche—, primeras ediciones y
testimonios de visitantes ilustres, como Thomas Mann, Adorno, Paul Celan,
Hermann Hesse, Robert Musil y hasta el inesperado Pablo Neruda, que escribió
aquí un poema. Boris Pasternak no pudo venir, pero envió desde su confinamiento
soviético un largo texto fundamentando su admiración por el filósofo.
La
única habitación que no ha sido restaurada es el dormitorio de Nietzsche.
Sobrecoge por su ascetismo. Una camita estrecha, una mesa rústica, una jofaina
de agua y un lavador. Testigos de la época dicen que entonces estaba llena de
libros. Pero lo cierto es que Nietzsche pasaba mucho más tiempo al aire libre
que bajo techo y que pensaba y escribía andando o tomando un descanso entre las
larguísimas marchas que efectuaba a diario. Duraban unas seis horas cada día y
a veces ocho y hasta 10. Ahora a los turistas les muestran algunas rutas que,
aseguran los guías, eran sus preferidas, pero es un puro cuento. En primer
lugar el paisaje ahora es distinto, civilizado por la afluencia masiva de
esquiadores durante el invierno, la apertura de carreteras y los chalets
sembrados alrededor de las pistas de esquí. En tiempos de Nietzsche esta era
tierra aún salvaje, sin caminos, abrupta. Tras una difícil caminata en medio de
los pinares y nevados, casi en sombra, se abría de pronto un paisaje edénico,
como el que inspiraría las bravatas y filípicas de Zaratustra.
Muchas
veces Nietzsche se extravió en estas alturas desoladas y, otras, se quedó
dormido y tuvo sueños grandiosos o terribles que evocó en sus poemas y en su
música. Llevaba siempre en estas caminatas un pequeño atado con frutas y
galletas, y las libretitas rayadas que le enviaba su hermana Elizabeth (se
pueden hojear en el museo), fanática racista que, para justificar la calumniosa
especie según la cual Nietzsche fue un precursor del nazismo, falsificó sus manuscritos
y manufacturó una edición espuria de La voluntad de poder. En uno de los
anaqueles de la Fundación se exhibe la célebre foto de Hitler visitando,
acompañado por Elizabeth, el Memorial de Nietzsche en Weimar.
Muchas
de las diatribas de Nietzsche contra la religión y, sobre todo, el
cristianismo, la idea de que proclamar que la vida terrenal es solo un tránsito
hacia el más allá, donde se vive la vida verdadera, ha sido el mayor obstáculo
para que los seres humanos fueran soberanos, libres y felices y estuvieran
condenados a una esclavitud moral que los privaba de creatividad, de espíritu
crítico, de conocimientos científicos e iniciativas artísticas, se gestaron
aquí, en Sils-Maria. Pero, curiosamente, en contra de una de las imágenes más
persistentes de Nietzsche, la de un hombre huraño, sombrío y ensimismado,
gruñón y colérico, por lo menos los siete años que vino aquí a pasar los
veranos, dejó entre los vecinos una imagen radicalmente distinta: la de un
hombre risueño y simpático, que jugaba con los niños, festejaba las bromas de
los lugareños, y evitaba las chismografías y querellas de vecindario.
Es
verdad que no fue nunca un fascista ni un racista; un sector del museo
documenta con detalle su buena relación con muchos intelectuales y comerciantes
judíos y las veces que escribió criticando el antisemitismo. Pero también es
cierto que nunca fue un demócrata ni un liberal. Detestaba las multitudes y, en
especial, las masas de la sociedad industrial, en las que veía seres enajenados
por esa “psicología de vasallos” que engendra el colectivismo, que anulaba el
espíritu rebelde y mataba la individualidad. Fue siempre un individualista
recalcitrante; creía que solo el ser humano no gregario, independiente,
segregado de la tribu, enfrentado a ella, era capaz de hacer progresar la
ciencia, la sociedad y la vida en general. Su terrible sentencia, que era
también un pronóstico sobre la cultura que prevalecería en el futuro inmediato
—“Dios ha muerto”— no era un grito de desesperación, sino de optimismo y esperanza,
la convicción de que, en el mundo futuro, liberados de las cadenas de la
religión y la mitología enajenante del más allá, los seres humanos obrarían
para sacar al paraíso de las nieblas ultraterrenas y lo traerían aquí, a la
historia vivida, a la realidad cotidiana. Entonces desaparecerían los estúpidos
enconos que habían llenado la historia humana de guerras, cataclismos, abusos,
sufrimientos, salvajismos, y surgiría una fraternidad universal en la que la
vida valdría por fin la pena de ser vivida por todos.
Era
una utopía no menos irreal que las de las religiones que Nietzsche abominaba y
que haría correr también muchísima sangre y dolor. Al fin y al cabo sería la
democracia, que el filósofo de Sils-Maria tanto despreció pues la identificaba
con el conformismo y la mediocridad, la que más contribuiría a acercar a los
seres humanos a ese ideal nietzscheano de una sociedad de hombres y mujeres
libres, dotados de espíritu crítico, capaces de convivir con todas sus
diferencias, convicciones o creencias, sin odiarse ni entrematarse.
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