27 jun 2016

Es la política, estúpido

Es la política, estúpido/Josep Piqué es ex ministro español de Asuntos Exteriores.
El Mundo, 27 de junio de 2016
El mundo sigue en estado de ‘shock’ después del ‘Brexit’, dos días después de unos resultados adversos a lo que los mercados esperaban. Y los que somos firmes defensores de la economía de mercado, sabemos muy bien que vale para asignar eficientemente recursos escasos, pero no para canalizar sentimientos.
 Para ello, disponemos de la convicción democrática de respetar la expresión de los mismos por ciudadanos libres e iguales. Y así ha sido en el Reino Unido.
 Otra cosa es que las consecuencias pueden ser devastadoras a corto plazo en lo económico y a medio y largo plazo en lo político. En lo económico, hemos contemplado una reacción, probablemente desmesurada, en los mercados financieros y de capitales. Y sin duda, estamos ante un impacto económico negativo, tanto para el propio Reino Unido (la libra y la City lo van a sufrir), como para el resto de Europa y, en general, para el crecimiento global. Pero sin querer minusvalorarlo, el principal impacto es político.

 En el Reino Unido, la fractura generacional (entre unos jóvenes europeos y europeístas y unos mayores nostálgicos de unas glorias imperiales que jamás volverán), la fractura interna en Inglaterra (entre un Londres dinámico y cosmopolita y el resto del país), y la fractura nacional (entre Inglaterra y Gales, por una parte, y Escocia e Irlanda del Norte, por otra, quienes ya se han apresurado a pedir un nuevo referéndum de independencia, en el primer caso, y la reunificación de Irlanda, por otro), son exponentes de un grave problema político que los dirigentes británicos tienen la obligación de gestionar.
 El aventurismo irresponsable de Cameron ha puesto en cuestión nada menos que la cohesión nacional, y una división interna (territorial y generacional) muy difícil de cicatrizar. Un caos político de enorme magnitud.
 Pero lo mismo vale para la Unión Europea. Se ha hablado y se habla mucho estos días del impacto económico negativo, en términos de flujos comerciales y financieros, de los intercambios turísticos o de las consecuencias fiscales sobre los expatriados… Es lógico. Pero no es lo más relevante. En economía, todo es más gestionable que en política. Quedan muchos meses (o años) de negociación y hay muchos espacios de entendimiento posibles para minimizar los riesgos y los costes de la ruptura. Y muchos modelos de posible relación de cara al futuro. Veremos. Pero si se hace bien, no será dramático.
 Y por ello, probablemente, la campaña de los favorables al ‘Bremein’ ha apelado en exceso al eventual coste económico y no ha enfatizado suficientemente los costes políticos tanto para el Reino Unido (su propia ruptura, por ejemplo), como para el conjunto de la Unión Europea.
 Vayamos por partes. El coste, en mi opinión, más relevante es que se ha roto el principio, hasta hace poco irrebatible, de que el proceso de construcción europea era irreversible, después de seis décadas de profundización y de haber pasado de seis a veintiocho países.
 No sólo puede revertirse ahora con el Reino Unido, sino que se van a generar dinámicas análogas en otros países de la Unión, incluidos algunos de los fundadores, como los Países Bajos o la propia Francia. La vuelta atrás es, pues, posible. Y el resultado sería devastador. En un mundo global con el eje de gravedad cada vez más lejos de nuestro continente, la desmembración europea nos haría crecientemente irrelevantes. En un hipotético G8 dentro de 20 años, no estaría ni tan siquiera Alemania. Y con un añadido crucial: la construcción europea aparecía como un antídoto a las tendencias centrífugas de algunos Estados de la Unión. Ahora se abre un camino alternativo, imprevisible en sus consecuencias, pero que no augura nada bueno. Tampoco para nuestro país.
 Y hay otro coste más sutil pero no menos relevante. Se trata de constatar que no basta aplicar flexibilidades “a la carta”, forzando el propio espíritu de la Unión, para garantizar la permanencia de algunos Estados miembros. El acuerdo, que ha devenido inútil, entre la Comisión y el Consejo, por una parte, y el Reino Unido, por otro, afectando a aspectos sustanciales del acervo comunitario (desde la libre circulación de personas al propio concepto de ciudadanía europea) es un buen ejemplo. Para ser miembro de un Club hay que aceptar las normas. Todas. Y Europa no puede ni debe seguir por este camino.
 Al contrario. Debe profundizar en la determinación de un “núcleo duro” que, a partir de Schengen y del euro, avance en la Unión Económica (y no sólo Monetaria, como hasta ahora) y que debe acabar en la mutualización de la deuda, y que considere irreversible la ciudadanía europea con todas sus consecuencias.
 No nos perdamos, pues, en el debate estrictamente económico más o menos coyuntural. El desafío es político.
Y en ese desafío, el papel de Alemania es fundamental. Alemania es condición necesaria (aunque no suficiente). Sin ella, Europa como concepto político no es posible. Con ella, algunos países como España, para el que Europa ha sido garantía de libertad, de democracia, de economía de mercado y de seguridad, a través del vínculo atlántico, podemos contribuir de manera decisiva. Hay que ayudar a Alemania a salir de su propensión reciente, históricamente lógica, a no ejercer el liderazgo. Anteriormente, lo compartió, y de forma subordinada, con Francia. En alguna ocasión, permitió que ese liderazgo se canalizara a través de las instituciones comunitarias. Hoy no cabe alternativa: Alemania debe liderar, España y otros países debemos apoyar, impulsar y contribuir, y las instituciones europeas (Consejo, Comisión y Parlamento) deben ser proactivas en esa dirección.
Hace muchos años, en la campaña electoral norteamericana de 1992, el jefe de campaña del aspirante demócrata Bill Clinton consiguió remontar las encuestas, hasta entonces muy favorables a la reelección del presidente Bush, gracias, entre otras cosas, al énfasis que puso en las preocupaciones cotidianas de los ciudadanos estadounidenses. He hizo famosa la frase: ‘The economy, stupid’. Hoy, en Europa, debemos cambiar ese énfasis. No es la economía, sino la política lo más vital en estos momentos. Y no hace falta insultar a nadie.

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