Revista PROCESO # 2116, 21 de mayo de 2017…
Testigos que incomodan pero que son fundamentales/GABRIELA POLIT, académica de la Universidad de Texas en Austin
Nada es más contundente que la imagen de Javier en la mitad de la calle con su sombrero ladeado, como si ni para morir hubiera querido quitárselo. La imagen vuelve, porque retrata que así es como se mata en México. La normalidad de un día cualquiera de pronto se transforma en el cerco de cinta amarilla que marca el espacio del horror. No es tragedia. Es un asesinato. Las tragedias son destinos fatídicos que no pueden cambiarse. El asesinato de periodistas es voluntad de los poderosos.
Imagino cómo hubiera escrito sobre la imagen de ese cuerpo cubierto en el verde agua de su camisa, acomodado en medio del asfalto como un bebé dormido bajo el ojo único del hirviente sol de Culiacán que, de tanto ver muertos, se ha quedado ciego.
Conocí a Javier el día que el presidente Felipe Calderón mandó sus tropas a Culiacán, en enero de 2007, en un café del centro, y enseguida me habló de la difícil tarea de los periodistas en la ciudad. Me contó que hacía más de dos años había enviado un manuscrito de crónicas a una editorial del Distrito Federal, sin que nadie le diera respuesta. Se quejaba del centralismo. Cuando la violencia escaló, los editores del DF se dieron cuenta de que a esas voces del norte había que escucharlas.
Desde 2007 hasta ahora, Valdez publicó seis libros. Todos tienen la estructura de sus “Malayerbas”: cuentos cortos, como bellos poemas del horror. En ese texto que escribí sobre su trabajo hace siete años, sugerí que había inventado un género narrativo, porque combinaba las ideas de Poe respecto al cuento como poema, pero que sus historias marcaban la forma menos obvia que había adquirido la violencia y que ahí radicaba su acierto literario.
Hacía tiempo que la impunidad había tomado la vida de Sinaloa, y sus historias sobre las ínfimas maneras en que la descomposición social se manifestaba en las relaciones cotidianas, mostraban su principal síntoma. Sin una institución que reproduzca la idea de que el bien común es posible (la búsqueda de justicia), nada puede convocar a que nos identifiquemos como parte de una comunidad.
Por eso en el mundo que le toca escribir a Valdez, todo vale y cada cual busca individualmente su bienestar. Acaso ese mundo es lo que todas las sociedades viven y que en Culiacán está magnificado. Muchos pensamos que Valdez estaba protegido del mal por la belleza y la intimidad con la que nos supo revelar ese secreto y aunque todos temíamos por su muerte, jamás la imaginamos posible.
Pero el mal lo tocó. El oráculo mexicano dice que los mejores periodistas, los que llegan a entender que el mal no sólo está en la mano del sicario, del traficante o del político de turno, sino que hace a todos estos hombres pensar que el oficio que han escogido es el único válido, serán asesinados. Los periodistas que saben que su trabajo es indispensable, justamente porque no responde a lógica individualista que define la sociedad que ellos describen; aquellos que una vez que encuentran la hebra de ese hilo narrador, no lo sueltan porque escribir es la adictiva búsqueda de un mundo mejor; la necedad de creer que todo ser humano tiene la posibilidad de alcanzar la bondad si la sociedad se lo permite.
A diez años de nuestro primer encuentro, pienso en Valdez como el periodista que se consagró a nivel internacional, y con indignación reconozco que sus palabras se hicieron letales porque la realidad que le tocó narrar en su oficio le cobró derecho de piso.
Como una reacción a la noticia de su asesinato y a la imagen de su cuerpo vulnerable y vulnerado en el medio de la calle, pienso al hombre que han matado, al padre, al esposo, al primo, al amigo, al hermano, al cuate, al colega. Hablar de la muerte de periodistas sin recordar todo lo que son, parece querer poner el membrete de “periodista” como si se nombrara a una especie distinta que encuentra algún tipo de placer al merodear el peligro.
¿Por qué lo seguía haciendo? Me preguntaron en una entrevista en la televisión pública de Austin el día de su muerte. Como si narrar la violencia fuera una elección individual y voluntaria al momento de escoger un oficio. A estos hombres y mujeres, madres, padres, hermanos, amigos, los matan por ser periodistas, pero la sociedad mexicana los ha hecho periodistas del horror. Escriben sobre la sociedad en la que viven y el horror los ha cercado, les ha inundado la boca de palabras para nombrarlo y de metáforas para evadirlo; les ha producido dolor en la nuca; habita sus noches y mete miedo en la forma de sentir los afectos más íntimos. Son testigos que incomodan, pero son fundamentales para que los demás sepamos lo que nos sucede. Con Valdez nos matan a uno de los mejores.
Malayerba dijo que morir sería dejar de escribir. Él estará vivo en la pluma de todos sus colegas, y los que vienen detrás de ellos. Estará vivo en todo periodista que busque justicia, pero los necesitamos vivos. Vivos los queremos.
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