EE UU exgera la amenaza de Al Qaeda/John Mueller es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Ohio. Su libro más reciente se titula Overblown.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Publicado en EL PAÍS, 02/06/2008;
En una entrevista reciente, el jefe de Seguridad Interior de Estados Unidos, Michael Chertoff, proclamó que la “lucha” contra el terrorismo es una lucha “existencial importante”, con cuidado de diferenciarla, por lo visto, de todas esas otras luchas existenciales insignificantes que hemos librado en el pasado.
Mientras tanto, The New York Times asegura que “la lucha contra Al Qaeda es la batalla fundamental de esta generación”, y John McCain amplía el concepto y la llama “el reto trascendental del siglo XXI”, mientras que los demócratas insisten sin cesar en que la guerra de Irak ha reforzado y vuelto más compleja la amenaza terrorista.
Quizá ha llegado la hora de evaluar esas proclamaciones tan estridentes y alarmantes sobre la amenaza que representa el terrorismo islamista para Estados Unidos. Son declaraciones que no parecen muy justificadas y que recuerdan a lo que se decía en la guerra fría sobre la “amenaza” que supuestamente encarnaban los comunistas locales, unas preocupaciones que demostraron ser enormemente exageradas.
Un punto de partida excelente son los análisis que ofrece Marc Sageman en sus conferencias y en un libro de reciente publicación, Leaderless Jihad. Sageman, hoy profesor en la Universidad de Pennsylvania, es un antiguo miembro de los servicios de inteligencia norteamericanos, con experiencia en Afganistán. Tras examinar de forma minuciosa y sistemática datos públicos y secretos sobre yihadistas y aspirantes a yihadistas en todo el mundo, Sageman divide Al Qaeda -prácticamente los únicos terroristas cuyo objetivo parece ser Estados Unidos- en tres grupos.
En primer lugar, existe un grupo que subsiste de las luchas contra los soviéticos en Afganistán durante los años ochenta. En la actualidad están congregados y escondidos alrededor de Osama Bin Laden, en algún lugar de Afganistán o Pakistán. Esta banda, opina Sageman, está formada probablemente por unas cuantas docenas de individuos. Y en la misma zona se encuentra el segundo grupo: alrededor de 100 combatientes que quedan de la época dorada de Al Qaeda en Afganistán, en los años noventa.
Estas dos partes fundamentales de las fuerzas enemigas suman seguramente menos de 150 personas. Quizá mantienen algo parecido a “campos de entrenamiento”, pero no parece que sean muy importantes. También contribuyen a la insurgencia de los talibanes en Afganistán, mucho mayor y difícil de controlar.
Aparte de este pequeño colectivo, concluye Sageman, el tercer grupo está formado por miles de simpatizantes y aspirantes a yihadistas repartidos por todo el mundo, que se relacionan sobre todo a través de chats en Internet, entablan conversaciones de tono radical y se retan unos a otros a hacer algo.
Por supuesto, todos esos desafortunados -e incluso patéticos- individuos deben considerarse potencialmente peligrosos. De vez en cuando, pueden agruparse lo suficiente para llevar a cabo actos de violencia terrorista, y cualquier esfuerzo policial para detenerlos antes de que los cometan está justificado.
Ahora bien, la noción de que constituyen una amenaza existencial para todo el mundo parece tan fantástica como algunos de los planes que ellos elaboran, y cualquier idea de que puedan obtener armas nucleares es verdaderamente disparatada.
Lo normal es que la amenaza que constituyen todos estos personajes se desvanezca con el tiempo. A no ser, claro está, que Estados Unidos tenga una reacción desmesurada y haga algo que les permita incrementar su número, su prestigio y su empeño; cosa que es, no hace falta decirlo, completamente posible.
He pedido la opinión sobre esta extraordinaria y poco convencional evaluación de la amenaza terrorista a otros destacados expertos que llevan años estudiando el tema. En general, están de acuerdo con Sageman.
Uno de ellos es Fawaz Gerges, del Sarah Lawrence College, cuyo magnífico libro The Far Enemy, escrito a partir de cientos de entrevistas en Oriente Próximo, analiza la aventura yihadista. Como preocupación añadida sugiere que el tercer grupo de Sageman incluye tal vez una subcategoría pequeña, pero quizá en aumento, de jóvenes desafectos y desesperados en Oriente Próximo, muchos de ellos casi analfabetos, cuya indignación ante Israel y la presencia de Estados Unidos en Irak puede convertirles en carne de cañón para la yihad. Ahora bien, esa gente representaría un problema sobre todo en esa región (incluido Irak), no en otros lugares.
Otro modo de evaluar la amenaza es prestar atención al volumen real de violencia perpetrada por los islamistas violentos en todo el mundo, fuera de las zonas de guerra, desde el 11-S. El recuento incluiría acciones terroristas tan terribles y publicitadas como las que se cometieron en Bali en 2002; Arabia Saudí, Marruecos y Turquía en 2003; Filipinas, Madrid y Egipto en 2004, y Londres y Jordania en 2005.
Aunque es un recuento siniestro, la cifra total de personas muertas en esos atentados yihadistas asciende a unas 200 o 300 al año. Que no se me malinterprete: ninguna de esas personas debería haber muerto, evidentemente, pero los datos globales no indican que los autores constituyen una de las principales causas de mortalidad en el planeta y ni mucho menos una amenaza existencial. En comparación, durante el mismo periodo, sólo en Estados Unidos, murieron muchas más personas ahogadas en su bañera.
Una razón importante de que esas cifras sean bajas, destacan Sageman y Gerges, es que los servicios policiales de todo el mundo, muchas veces en colaboración, han capturado o desbaratado a miles de terroristas yihadistas posibles desde el 11-S. No sólo las policías europeas, sino también las de Egipto, Jordania, Siria, Irán, Indonesia, Marruecos, Arabia Saudí y Pakistán. Y se han puesto en movimiento no por amor a Estados Unidos, ni mucho menos a su política exterior, sino porque los terroristas también son un peligro para ellos.
Por lo demás, los actos terroristas suelen ser contraproducentes para sus autores. Antes de que estallaran varias bombas en diversos hoteles de Jordania, el 25% de los jordanos tenía una opinión favorable de Bin Laden. Después de los atentados, esa proporción cayó a menos del 1%.
Mientras tanto, tras años de mucho dinero invertido y una sólida labor detectivesca, ni el FBI ni otros organismos de investigación han sido capaces de descubrir una sola célula auténtica de Al Qaeda en el interior de Estados Unidos. Es decir, da la impresión de que las “amenazas” proceden sobre todo de los yihadistas sin jefe de los que habla Sageman: personas que se nombran a sí mismas, a menudo aisladas unas de otras, que tienen la fantasía de que van a llevar a cabo hazañas extraordinarias.
De vez en cuando, algunos de esos personajes pueden hacer daño, pero, en la mayoría de los casos, su capacidad y sus planes -o supuestos planes- parecen mucho menos apocalípticos de lo que con tanta viveza, incluso histeria, indican las informaciones de prensa.
Está, por ejemplo, el diabólico aspirante a terrorista que quería poner bombas en centros comerciales de Rockford, Illinois, y que intercambió dos altavoces de música usados por una pistola falsa y cuatro granadas de mano también falsas que le dio un informador del FBI. Si las armas hubieran sido de verdad, habría podido causar algún daño, pero desde luego no era ninguna amenaza que fuera existencial contra Estados Unidos, Illinois, Rockford ni tan siquiera el centro comercial.
Si la “lucha” contra enemigos como ésos es la “batalla central” o el “reto trascendental” de nuestra generación (y nuestro siglo), creo que saldremos bastante bien librados.
Mientras tanto, The New York Times asegura que “la lucha contra Al Qaeda es la batalla fundamental de esta generación”, y John McCain amplía el concepto y la llama “el reto trascendental del siglo XXI”, mientras que los demócratas insisten sin cesar en que la guerra de Irak ha reforzado y vuelto más compleja la amenaza terrorista.
Quizá ha llegado la hora de evaluar esas proclamaciones tan estridentes y alarmantes sobre la amenaza que representa el terrorismo islamista para Estados Unidos. Son declaraciones que no parecen muy justificadas y que recuerdan a lo que se decía en la guerra fría sobre la “amenaza” que supuestamente encarnaban los comunistas locales, unas preocupaciones que demostraron ser enormemente exageradas.
Un punto de partida excelente son los análisis que ofrece Marc Sageman en sus conferencias y en un libro de reciente publicación, Leaderless Jihad. Sageman, hoy profesor en la Universidad de Pennsylvania, es un antiguo miembro de los servicios de inteligencia norteamericanos, con experiencia en Afganistán. Tras examinar de forma minuciosa y sistemática datos públicos y secretos sobre yihadistas y aspirantes a yihadistas en todo el mundo, Sageman divide Al Qaeda -prácticamente los únicos terroristas cuyo objetivo parece ser Estados Unidos- en tres grupos.
En primer lugar, existe un grupo que subsiste de las luchas contra los soviéticos en Afganistán durante los años ochenta. En la actualidad están congregados y escondidos alrededor de Osama Bin Laden, en algún lugar de Afganistán o Pakistán. Esta banda, opina Sageman, está formada probablemente por unas cuantas docenas de individuos. Y en la misma zona se encuentra el segundo grupo: alrededor de 100 combatientes que quedan de la época dorada de Al Qaeda en Afganistán, en los años noventa.
Estas dos partes fundamentales de las fuerzas enemigas suman seguramente menos de 150 personas. Quizá mantienen algo parecido a “campos de entrenamiento”, pero no parece que sean muy importantes. También contribuyen a la insurgencia de los talibanes en Afganistán, mucho mayor y difícil de controlar.
Aparte de este pequeño colectivo, concluye Sageman, el tercer grupo está formado por miles de simpatizantes y aspirantes a yihadistas repartidos por todo el mundo, que se relacionan sobre todo a través de chats en Internet, entablan conversaciones de tono radical y se retan unos a otros a hacer algo.
Por supuesto, todos esos desafortunados -e incluso patéticos- individuos deben considerarse potencialmente peligrosos. De vez en cuando, pueden agruparse lo suficiente para llevar a cabo actos de violencia terrorista, y cualquier esfuerzo policial para detenerlos antes de que los cometan está justificado.
Ahora bien, la noción de que constituyen una amenaza existencial para todo el mundo parece tan fantástica como algunos de los planes que ellos elaboran, y cualquier idea de que puedan obtener armas nucleares es verdaderamente disparatada.
Lo normal es que la amenaza que constituyen todos estos personajes se desvanezca con el tiempo. A no ser, claro está, que Estados Unidos tenga una reacción desmesurada y haga algo que les permita incrementar su número, su prestigio y su empeño; cosa que es, no hace falta decirlo, completamente posible.
He pedido la opinión sobre esta extraordinaria y poco convencional evaluación de la amenaza terrorista a otros destacados expertos que llevan años estudiando el tema. En general, están de acuerdo con Sageman.
Uno de ellos es Fawaz Gerges, del Sarah Lawrence College, cuyo magnífico libro The Far Enemy, escrito a partir de cientos de entrevistas en Oriente Próximo, analiza la aventura yihadista. Como preocupación añadida sugiere que el tercer grupo de Sageman incluye tal vez una subcategoría pequeña, pero quizá en aumento, de jóvenes desafectos y desesperados en Oriente Próximo, muchos de ellos casi analfabetos, cuya indignación ante Israel y la presencia de Estados Unidos en Irak puede convertirles en carne de cañón para la yihad. Ahora bien, esa gente representaría un problema sobre todo en esa región (incluido Irak), no en otros lugares.
Otro modo de evaluar la amenaza es prestar atención al volumen real de violencia perpetrada por los islamistas violentos en todo el mundo, fuera de las zonas de guerra, desde el 11-S. El recuento incluiría acciones terroristas tan terribles y publicitadas como las que se cometieron en Bali en 2002; Arabia Saudí, Marruecos y Turquía en 2003; Filipinas, Madrid y Egipto en 2004, y Londres y Jordania en 2005.
Aunque es un recuento siniestro, la cifra total de personas muertas en esos atentados yihadistas asciende a unas 200 o 300 al año. Que no se me malinterprete: ninguna de esas personas debería haber muerto, evidentemente, pero los datos globales no indican que los autores constituyen una de las principales causas de mortalidad en el planeta y ni mucho menos una amenaza existencial. En comparación, durante el mismo periodo, sólo en Estados Unidos, murieron muchas más personas ahogadas en su bañera.
Una razón importante de que esas cifras sean bajas, destacan Sageman y Gerges, es que los servicios policiales de todo el mundo, muchas veces en colaboración, han capturado o desbaratado a miles de terroristas yihadistas posibles desde el 11-S. No sólo las policías europeas, sino también las de Egipto, Jordania, Siria, Irán, Indonesia, Marruecos, Arabia Saudí y Pakistán. Y se han puesto en movimiento no por amor a Estados Unidos, ni mucho menos a su política exterior, sino porque los terroristas también son un peligro para ellos.
Por lo demás, los actos terroristas suelen ser contraproducentes para sus autores. Antes de que estallaran varias bombas en diversos hoteles de Jordania, el 25% de los jordanos tenía una opinión favorable de Bin Laden. Después de los atentados, esa proporción cayó a menos del 1%.
Mientras tanto, tras años de mucho dinero invertido y una sólida labor detectivesca, ni el FBI ni otros organismos de investigación han sido capaces de descubrir una sola célula auténtica de Al Qaeda en el interior de Estados Unidos. Es decir, da la impresión de que las “amenazas” proceden sobre todo de los yihadistas sin jefe de los que habla Sageman: personas que se nombran a sí mismas, a menudo aisladas unas de otras, que tienen la fantasía de que van a llevar a cabo hazañas extraordinarias.
De vez en cuando, algunos de esos personajes pueden hacer daño, pero, en la mayoría de los casos, su capacidad y sus planes -o supuestos planes- parecen mucho menos apocalípticos de lo que con tanta viveza, incluso histeria, indican las informaciones de prensa.
Está, por ejemplo, el diabólico aspirante a terrorista que quería poner bombas en centros comerciales de Rockford, Illinois, y que intercambió dos altavoces de música usados por una pistola falsa y cuatro granadas de mano también falsas que le dio un informador del FBI. Si las armas hubieran sido de verdad, habría podido causar algún daño, pero desde luego no era ninguna amenaza que fuera existencial contra Estados Unidos, Illinois, Rockford ni tan siquiera el centro comercial.
Si la “lucha” contra enemigos como ésos es la “batalla central” o el “reto trascendental” de nuestra generación (y nuestro siglo), creo que saldremos bastante bien librados.
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