Hawking
y el problema de Dios/Juan A. Herrero Brasas, profesor de Ética Social en el Departamento de Estudios de Religión de la Universidad del Estado de California (Northridge).
El
Mundo | 25 de septiembre de 2014
Siempre
me han llamado la atención los ateos militantes, especialmente cuando se trata
de intelectuales cuyos campos propios de investigación no tienen nada que ver
con la filosofía ni la teología. Tal es el caso de Richard Dawkins y Stephen
Hawking, dos británicos que han logrado poner el problema de Dios en los
titulares en una época en que tal asunto parecía ya irremediablemente relegado
a la esfera de lo privado.
Y
digo que me llama la atención esa militancia porque, contrariamente a lo que
puedan pensar quienes no han ahondado en el problema, es mucho más difícil de
justificar el ateísmo que la creencia religiosa. El ateísmo del adolescente
rebelde no necesita ni busca justificación más allá de unas premisas simples y
generalmente carentes de análisis.
El
ateísmo del intelectual, por otra parte, plantea un reto, pero a mi modo de ver
es más un reto aparente que real. Según analizamos sus argumentos, vamos
descubriendo que se trata también de un posicionamiento personal, y que a veces
-como en el caso de Hawking y Dawkins- se vale del culto que rendimos a los
científicos para atribuirse de una autoridad de la que carecen sus argumentos.
Ambos,
Hawking y Dawkins, saben que racional y filosóficamente hablando la cuestión
crucial sobre la que se sustenta la tesis de Dios -tanto para teístas como
deístas- es el origen de la existencia o, dicho de modo más simple, el origen
del universo. Para Dawkins, esta cuestión en boca de los creyentes es un mantra
que le pone nervioso. En el caso de Hawking la cuestión del origen del universo
es la punta de lanza de su ateísmo, un problema del que dice tener la solución.
Alfred
Hoyle, otro prestigioso científico, también ateo militante, y también británico
como Hawking y Dawkins, montó a mediados del siglo pasado su campaña personal
contra lo que él veía como una teoría con un claro trasfondo religioso: el big
bang, pues dicha teoría parecía indicar que el universo había surgido
instantáneamente de la nada en un acto de creación. Era, además, demasiada
casualidad que la teoría fuera propuesta ni más ni menos que por un sacerdote
católico (George Lemaître). Hoyle hacía de burla la teoría en entrevistas y
conferencias llamándola, «el petardazo» (big bang). Cuando Einstein y Hubble
confirmaron la existencia del big bang Hoyle tuvo que tragarse sus palabras.
Hoy
sabemos con certeza que el universo tiene una edad que ronda los 13.800
millones de años, y que al igual que todo lo que tiene una edad tuvo un
comienzo. Y, como todo lo que tiene una edad y un comienzo, antes de ese
comienzo no existía. Si todo lo que existe es el universo y antes de su
nacimiento no existía sólo nos queda la nada.
La
nada es un concepto difícil de entender, hasta el punto de que sólo nos es
posible comprenderlo por aproximación. Imaginemos una persona que pudo existir
pero que no existe. Imaginemos, por ejemplo, que en vez de casarse con Doña
Sofía, el Rey Don Juan Carlos se hubiera casado con otra mujer, de modo que hoy
en vez de ser Felipe VI el Monarca lo fuera Isabel III. ¿Quién es Isabel III?
¿Quién es esa mujer que pudo existir pero no existió? ¿Podemos esperar algo de
ella? Esa persona que pudo existir pero que no existe es lo más cercano a la
nada que podemos imaginar, excepto que es mucho más real que la nada porque su
existencia es al menos potencial e imaginada, y eso de por sí es ya una forma
de existencia. Cuando se trata de la nada ni siquiera eso es posible. No hay
nadie para imaginar nada, ni ninguna posibilidad de existencia. De la nada no
sale nada. En la nada -cuando sabemos de lo que estamos hablando- no hay nada
posible, ni la fluctuación cuántica que propone Hawking, ni nada.
Hawking,
Dawkins y cualquier persona sabe por experiencia que cualquier cosa que existe
necesita una causa, y más aún cuando lo que existe es una cosa tan grande como
el universo. Claro, también podemos abandonar la racionalidad y entregarnos a
especulaciones místicas, o tararear el mantra de que con el tiempo la ciencia
averiguará y resolverá todo. Pero eso ya es una cuestión de fe. Es tratar a la
ciencia como una religión. O, para ser precisos, como una superstición, pues la
ciencia es una abstracción, no es un ser que pueda prometer nada ni justificar
nuestra fe en él. Otras teorías como los multiversos o universos paralelos son
pura especulación -ciencia ficción, en el más estricto sentido de la expresión-
que no resuelven el problema del origen de la existencia.
Dawkins
afirma que Dios posiblemente existe, aunque probablemente no. Hawking, más
filosóficamente superficial, es más radical en su ateísmo y afirma
categóricamente que Dios no existe. En su superficialidad filosófica dice tener
la solución al misterio de la existencia. Vive su espejismo como otros
científicos del pasado, sin caer en la cuenta de que lo que ayer parecía verdad
final y absoluta hoy es un chiste, y lo que a los ojos del científico hoy
parece verdad al final será el chiste de mañana.
Hawking
dice sentirse inspirado por los ilustrados David Hume e (indirectamente) John
Stuart Mill, y por Bertrand Russell, que predijo que para finales del siglo XX,
una de dos, el planeta estaría regido por un Gobierno mundial o habría sido
destruido del todo en una guerra nuclear.
El
otro asunto al que se siente impelido a dar respuesta el ateo es la existencia
de los milagros. Dejando de lado la cuestión de qué causa dichos fenómenos, tan
prominentes particularmente en el contexto del catolicismo, tan sólo el ingenuo
o el malinformado niega la existencia de dichos eventos o insiste en la idea de
que detrás de los milagros sólo hay supercherías y malentendidos. Hume, en un
patético ejemplo de mala filosofía, nos proporcionó lo que generalmente se
considera el test clásico para los milagros (test diseñado para que ningún
milagro lo pase).
Hume
define el milagro como una «violación de las leyes de la naturaleza». Como
hombre del XVIII que era, al no existir los adelantos tecnológicos de hoy día,
la veracidad de un milagro la basaba en el grado de fiabilidad del testimonio
de un número suficiente de hombres (no de mujeres) de gran altura intelectual y
moral y para quienes mentir o exagerar fuera tan impensable que el hacerlo
(mentir o exagerar) fuera algo más milagroso que el milagro que están
reportando. Sólo en ese caso estaríamos justificados en creer el milagro que
nos cuentan, por ser el menor milagro de los dos y el más cercano a la
normalidad.
El
test de Hume es un test falaz pues, por su propia definición, una mentira, la diga
quien la diga, nunca constituirá una violación de las leyes de la naturaleza, y
por tanto esa premisa invalida el test.
Bertrand
Russell, otro gurú de Hawking y compañía, nos cuenta, ya en edad avanzada, cómo
a los 18 años resolvió de una vez y para siempre el problema del origen del
universo (y al mismo tiempo el problema de Dios) cuando leyó en la
autobiografía de John Stuart Mill que si el universo necesita un principio,
entonces Dios también, lo que nos llevaría a una regresión infinita de dioses. De
lo que concluye que mejor quedarse simplemente con el universo.
Patético
ejemplo también el de Bertrand Russell pues evidentemente cuando se afirma que
Dios es «sobrenatural» lo que se quiere decir es que no está sometido a las
leyes de la naturaleza. Nadie pregunta cuánto pesa Dios ni cuánto mide… ni
cuándo nació. Esas son preguntas que tienen como referente objetos naturales.
La
mayor hazaña del hombre es haber hecho una excursión de ida y vuelta a la luna.
Ese poder humano es infinitamente pequeño en comparación con el Poder que ha
creado la luna, el sistema solar y todas las galaxias. Si el intelecto de ese
Poder es comparativamente gigantesco, el ser humano sólo puede relacionarse con
Él mediante la fe.
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