Nace un espectro/Rafael Rojas*
La invisibilidad de Fidel Castro en la política cubana, latinoamericana y mundial, durante los últimos meses, se ha convertido en una extravagancia mediática. A la rara ausencia de un político omnipresente que obliga a La Habana a ofrecer, cada cierto tiempo, una prueba de vida del caudillo, se suma la ansiedad de cambio que provoca una dictadura de medio siglo. La forma en que sucesores y herederos (Raúl, Chávez, Morales, Lage, Pérez Roque, Alarcón…) han enfrentado la convalecencia de Fidel es sintomática por muchas razones, pero, sobre todo, por una: se trata de la preparación para gobernar, no con la presencia vital del líder, sino bajo su símbolo, bajo su imagen habilitada como espectro político.
La persona de Fidel Castro es una mercancía simbólica demasiado valiosa para las élites del poder en Cuba y sus aliados en el mundo. Durante estos meses, esas élites han debido pensar qué hacer con el cadáver, qué tipo de funeral le consagrarán y, sobre todo, qué aprovechamiento político harán de un muerto tan célebre.
La ausencia de Castro, aún por motivos de enfermedad crónica, es difícil de aceptar para sus más fieles seguidores: Raúl ha dicho que, aunque no se le vea o escuche, gobierna la isla teléfono en mano, Chávez ha declarado que “en las noches camina por campos y villas” y Alarcón dijo en Oviedo que Fidel es un espectador que observa cómo será Cuba sin él.
Todas estas declaraciones, incluso la más realista del canciller Pérez Roque sobre la posibilidad de que Fidel no “aparezca” el próximo 2 de diciembre, nos hablan del nacimiento de un espectro. Si en vida el caudillo fue omnipresente, cómo asegurarle, entonces, una presencia sostenida después de la muerte. Ése es el dilema que enfrentan actualmente los políticos cubanos: del tipo de sepultura que den a su caudillo dependerá, en buena medida, el margen de cambio que se abra durante la sucesión. Si Fidel es enterrado como el patriarca que creó un sistema que puede caminar solo, a través de instituciones y nuevos liderazgos, entonces su gravitación simbólica sobre el gobierno sucesor será mínima.
Pero si los herederos de Castro, en la isla y en el mundo, se resisten a enterrar al Comandante en Jefe, entonces el resultado será la fabricación de un espectro político, de un muerto vivo. Como es sabido, esas prácticas taxidermistas tienen una larga tradición en la política latinoamericana. A diferencia de Martí, Zapata, el Che o Evita, Fidel no muere como mártir sino como un estadista longevo que ha gobernado su país durante medio siglo y sin balances representativos o judiciales. En su caso, la construcción del espectro es más difícil, pero no imposible, puesto que su muerte natural puede ser presentada como una “victoria sobre el imperio”, que no logró asesinarlo.
El propio Fidel y su discípulo Chávez han sido hábiles fabricantes de espectros políticos. Eso son, ni más ni menos, el Martí de Castro y el Bolívar de Chávez: próceres fantasmas que, a diferencia de San Martín en Argentina, O’Higgins en Chile o, incluso, Juárez en México, no se quedan en el bronce de la estatua y el culto republicano a los padres fundadores de una nación, sino que son instrumentalizados como figuras legitimantes y genios tutelares de regímenes políticos que jamás pudieron, siquiera, vislumbrar. ¿Qué tiene que ver un republicano decimonónico, como José Martí, con un partido único marxista-leninista? ¿Qué tiene que ver el Bolívar del Congreso de Panamá con el burdo antiyanquismo de Chávez?
Tad Szulc fue el primer biógrafo de Fidel que rescató la anécdota -difícilmente espuria, puesto que referida por Max Lesnick, uno de los más leales amigos de Castro en Miami- de la ocurrencia del entonces joven aspirante a legislador durante el sepelio de su mentor, el líder populista Eduardo Chibás. Según Lesnick, un Fidel de 25 años tuvo la idea de que el cadáver de Chibás, quien se había suicidado teatralmente durante una transmisión radial en agosto de 1951, fuera secuestrado del cortejo fúnebre que lo llevaba al Cementerio Colón y sentado en la silla presidencial de Palacio. De haber convencido a sus correligionarios, se habría ejecutado, entonces, un golpe de Estado simbólico contra el legítimo presidente Carlos Prío Socarrás, un año antes del cuartelazo de Batista, que dio origen a la Revolución.
El uso simbólico de los muertos ha sido una práctica constante del gobierno de Fidel Castro. Ahí está el caso de José Martí, a quien el mismo joven Fidel adjudicó la responsabilidad histórica del asalto al cuartel Moncada, en 1953. Y ahí están también los otros dos grandes cultos del ceremonial revolucionario, el de la desaparición de Camilo Cienfuegos en octubre de 1959 y el de la ejecución del Che Guevara en Bolivia, también en octubre, pero del año 1967. La desaparición de Camilo todavía la conmemoran los niños cubanos echando flores al mar y en 1997, en el treinta aniversario de su muerte en Bolivia, los restos del Che y de varios de sus compañeros fueron oportunamente trasladados a Cuba y depositados en un mausoleo en las afueras de Santa Clara.
Lo que suceda con el cadáver de Fidel no necesariamente está relacionado con la funcionalidad política del espectro. Si, para frenesí de estalinistas y maoístas, a Castro lo embalsaman, según esa vieja tradición egipcia que Howard Carter difundió en los años 20 y que elhistoriador alemán Olaf B. Rader ha estudiado recientemente en Tumba y poder. El culto político a los muertos desde Alejandro hasta Lenin (2006), o si le construyen un gigantesco mausoleo, como el que ha imaginado el arquitecto de Miami, Rafael Fornés, no necesariamente la monumentalidad del santuario se traducirá en un mayor intervencionismo político del espectro. La grandilocuencia de un lugar de culto puede conspirar contra la eficacia de una figura evanescente que, como el padre de Hamlet, aparece para perturbar el sueño del sucesor y el huérfano.
En su inquietante libro El gen democrático (1996), Javier Roiz dedicó todo un capítulo a explorar el “poder de la ausencia” que suelen ejercer los espectros. Ahí se reflexiona sobre la experiencia fronteriza de aquellos paseos del fantasma del rey Hamlet por las murallas de la polis. Roiz concluye que la intervención del espectro en la vida política de los mortales se verifica por medio del habla, es decir, a través de la conversación entre el fantasma y el heredero. De manera que las élites cubanas tendrán que hacer de Fidel Castro un espectro capaz de hablar, de comunicarse no sólo con ellos mismos, sino también con la ciudadanía. Y ahí reside la mayor dificultad, ya que si algo parece estar muerto y enterrado, antes que el propio cuerpo del caudillo, es su retórica.
Fidel supo encantar, por medio de la palabra, a un pueblo que ya no existe. Hoy la población cubana no sólo es el doble de la de 1959, sino mayoritariamente nacida después de ese año y con una mayor diversidad étnica, religiosa, moral y política. Según el censo de 1953, en Cuba había una población de cinco millones y medio de habitantes, de los cuales poco más de cuatro eran blancos y el resto estaba compuesto por una creciente minoría de negros, mulatos y chinos. En sus dos primeras décadas, la Revolución produjo una fuerte integración racial, social y regional, pero en los últimos veinte años asistimos a una acelerada complejización de la ciudadanía cubana que hace cada vez más evidente el desencuentro entre una sociedad heterogénea y un régimen de partido único.
A la nueva diversidad racial de los cubanos habría que agregar, por lo menos, otras tres: la religiosa -hoy no sólo hay más católicos, sino más protestantes y más santeros-, la social -la disparidad en la distribución del ingreso ha crecido con la dolarización sectorial de la economía- y la regional: la distancia, en términos de desarrollo, entre la costas Noroeste y Sureste es cada vez mayor.
La experiencia de casi tres millones de cubanos fuera de la isla y de los sectores más cosmopolitas dentro de la misma presiona fuertemente a favor del abandono de la mentalidad nacionalista e igualitaria que ha regido, durante medio siglo, las principales políticas públicas. El anacronismo del habla política de Fidel es involuntariamente reconocido por sus propios seguidores, quienes, empezando por su hermano Raúl, tratan de usar un lenguaje más acorde con el protocolo de la democracia mundial.
A esa dificultad para hacer de Fidel Castro un espectro que tenga algo que decir a los cubanos del siglo XXI, que lo sobrevivirán, habría que agregar el hecho de que los sujetos que escuchan han cambiado en sus emociones comunitarias y en su percepción de sí mismos. La población de la isla ya no se percibe como un pueblo uniformado que responde a coro y afirmativamente al grito de ¡Patria o Muerte! que, al final de cada interminable discurso, profiere el caudillo. Esa población se percibe como lo que es: una comunidad heterogénea, que no desea perder derechos sociales alcanzados, pero tampoco quiere vivir sin nuevas garantías, de escasa o nula satisfacción en Cuba, como son los derechos económicos y políticos de cualquier sociedad moderna.
*Historiador cubano exiliado en México y premio Anagrama de Ensayo por Tumbas sin sosiego
Tomado de El País, 21/11/2006):