El poder judicial y su independencia/Benigno Varela Autran, jurista y ex magistrado del Tribunal Supremo
Publicado en ABC, 13/06/11;
Cuando se habla de la independencia judicial, obviamente, se está haciendo referencia, en principio, a la que todo juez o magistrado debe tener en el ejercicio de su función propia de «juzgar y hacer ejecutar lo juzgado». La claridad del artículo 117 de la Constitución Española de 1978 es, en este sentido, meridiana. Al respecto, podría afirmarse con un amplísimo margen de seguridad que la inmensa mayoría de los, aproximadamente, cuatro mil setecientos jueces y magistrados que ejercen en España mantienen, con absoluta normalidad, esa independencia en el desarrollo de la jurisdicción que tienen
encomendada, a la que sirven con riguroso tecnicismo jurídico dentro de una propia y verdadera profesionalidad. Pero hay otro aspecto de la independencia que hace relación al autogobierno judicial, también previsto en el artículo 122 de la misma norma constitucional, que ya no se percibe con la misma claridad. Si se estableció por el legislador constituyente, en el marco del principio de separación de poderes dentro de una única soberanía nacional, un propio autogobierno del poder judicial que vino a configurarse en la instauración, como órgano constitucional, del Consejo General de dicho poder, lo lógico hubiera sido preservar, absolutamente, al mismo de toda contaminación política. Pero la realidad ha sido muy distinta, y desde su implantación en el año 1980 hasta el momento presente la evolución degenerativa, en este aspecto, vino siendo tan evidente que nadie con sensatez puede negar que la composición y la actuación del Consejo General del Poder Judicial representan con absoluta nitidez la correlación de fuerzas políticas mayoritarias existente en ambas cámaras legislativas.
Que el órgano de gobierno del poder judicial tiene y debe tener una naturaleza política, en cuanto está llamado a ejercer una parte esencial de la gobernación de toda la ciudadanía, es algo que resulta indiscutible, como también lo es el que debe mantener una adecuada relación de colaboración y engranaje con los otros poderes del Estado. Pero que aquel órgano se halle marcadamente politizado, tanto en su configuración como en su ulterior actuación, es algo que repugna, palmariamente, a la propia naturaleza y características de la función de gobierno judicial en el seno de un Estado de Derecho que se ha distinguir, esencialmente, por la absoluta independencia y alejamiento de cuanto represente partidismo político.
La representación judicial en el seno del Consejo —doce jueces y magistrados de todas las categoría judiciales— debiera estar al margen de cualquier tipo de influencia política y encomendada, en exclusiva, al propio cuerpo judicial en su integridad, en el que se advierte una proporción importante, que llega a superar el 50%, de jueces y magistrados que no se hallan asociados. Y es que el asociacionismo judicial, perfectamente legítimo y hasta recomendable, puede conllevar el riesgo de hallarse, de alguna forma y manera, influenciado por los partidos políticos cuya ideología se conforme con la propia o predominante en las distintas asociaciones judiciales. Si llegara a ser cierto, como así se publicó en algún medio de comunicación, que, con ocasión de una de las elecciones a vocales del Consejo General del Poder Judicial, los elegidos, de una y otra tendencia ideológica, fueron convocados, seguidamente, a las respectivas sedes de los partidos políticos afines, la conclusión a la que habría de llegarse es que, ello resultaría letal para la preservación de la independencia del órgano de gobierno del poder judicial. Por otra parte, el hecho del anuncio publicitado de la identidad del nuevo presidente del expresado órgano de gobierno judicial con anterioridad a la reunión constitutiva de este último, que, precisamente, tiene como función constitucional única —artículo 123 de la Constitución de 1978— la libre elección de la persona que ha de presidir el Tribunal Supremo y, consecuentemente, el Consejo General del Poder Judicial, viene a constituir un repudiable signo de politización del órgano constitucional de referencia, al margen del prestigio y respeto que, sin la menor duda, merece la persona que resultó designada para el desempeño de tan alto cometido constitucional.
En cualquier caso, si la Constitución reserva doce puestos de los veinte que integran las vocalías del Consejo General del Poder a «jueces y magistrados de todas las categorías judiciales», parece que debiera establecerse un criterio corrector del sistema hasta ahora seguido que, de una parte, reservara seis de esas plazas a los integrantes de la carrera judicial que no se hallaren asociados; y de otra, procurase que todas las categorías, y no solo la de magistrados, estuvieran presentes en el órgano de gobierno de la judicatura. El sistema de elección de los doce vocales de procedencia judicial por los propios jueces y magistrados se ensayó, aunque tal vez no de forma perfecta, en la composición del primer Consejo General del Poder en el año 1980, pero, a partir de la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 —merced a la conocida como «enmienda Bandrés», que asignó a ambas cámaras legislativas la elección, también, de los doce vocales de procedencia judicial— la politización del órgano de gobierno de los jueces fue «in crescendo», y ello pese a la advertencia hecha en su día por el Tribunal Constitucional, al resolver el recurso de inconstitucionalidad planteado frente a dicha reforma de Ley Orgánica, que señaló el riesgo de que la elección íntegra por el Parlamento pudiera conllevar el peligro de un reparto de cuotas políticas, que es lo que, paradójicamente, vino produciéndose desde entonces y en forma, realmente, alarmante.
Como es obvio, esta progresiva politización del órgano de gobierno de los jueces y magistrados no es imputable a estos últimos ni a quienes los representan en dicho órgano. Esa politización deviene de las cámaras legislativas, que eligen en su integridad a los componentes del Consejo General del Poder Judicial, sobre el que pretenden ejercer un control mediato. Buena prueba de ello es la demora habida en la renovación del quinto Consejo, cuyo mandato se prolongó, prácticamente, dos años más de forma similar a lo que ocurrió y sigue ocurriendo en el Tribunal Constitucional, en el que la última renovación parcial se produjo casi tres años después, y la siguiente, que debía haberse operado en el mes de noviembre último, parece que va a seguir el mismo o parecido derrotero, y cuyos anómalos efectos se procuró subsanar con una modificación de la Ley Orgánica de dicho Tribunal, de dudosa constitucionalidad, que acortó el período de mandato de los nuevos magistrados elegidos.
Pero, por si fuera poco esa politización en la periódica configuración del órgano de gobierno del poder judicial, la independencia del mismo se ve afectada, también, por el limitadísimo ámbito de competencias que se le atribuye. Si estas últimas se circunscriben, fundamentalmente, a la selección, a los nombramientos —la mayoría reglamentados, y solo en un pequeño porcentaje discrecionales— y al ejercicio de la facultad disciplinaria respecto de los jueces y magistrados y ni siquiera se le otorga la competencia en materia retributiva de estos últimos, fácilmente se advierte que la dependencia respecto del Ejecutivo —bien central o autonómico— resulta manifiesta en lo que se refiere tanto a la dotación de medios personales como a la de los materiales. Si, por el contrario, tanto el poder ejecutivo como el legislativo cuentan con una propia y separada autonomía en orden a la gestión de todo su entramado burocrático, no se entiende muy bien por qué el poder judicial ha de hallarse tutelado y depender del Ejecutivo —Ministerio de Justicia o Consejerías de las Comunidades Autónomas con competencia en la materia— para el desarrollo de la función pública que, constitucionalmente, tiene asignada como los otros dos poderes del Estado tienen la suya.
Bien, frente a cuanto se deja expuesto se podrá decir que la soberanía nacional se halla legítimamente representada en las Cortes Generales y que la responsabilidad de lo que estas hagan deberá depurarse en el proceso electoral, pero esto no resta un ápice al lamentable espectáculo que se está dando a la ciudadanía, que asiste atónita, aunque pueda no parecerlo, a los manejos orientados a la politización de órganos constitucionales, cuya divisa debe estar en su más radical y absoluta independencia.
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