13 jun 2011

La implicación de Obama

La implicación de Obama (y 3)/William R. Polk, miembro del consejo de planificación política del Departamento de Estado durante la presidencia de John F. Kennedy.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa
LA VANGUARDIA, 11/06/11;
En mis dos artículos anteriores he descrito cómo surgió el conflicto palestino, así como los intentos fracasados de alcanzar la paz. En este abordaré lo que puede acontecer en los próximos meses. Ahora el presidente Obama se ha arremangado. ¿Qué se esfuerza en conseguir y hasta qué punto se toma en serio el problema? No podemos leer su pensamiento, pero lo que sí sabemos es que ha pronunciado varios elocuentes discursos.
Como han dicho algunos de sus críticos, Obama hablará pero no actuará. David Bromwich dice en The New York Review of Books que Obama, a lo largo de toda su carrera política, ha hecho gala de “una cierta habilidad para retirarse a una zona vaga ydifusa justo en el momento en que la claridad reviste una primordial importancia (…). Siempre ha preferido la autoridad simbólica del discurso grandilocuente a la autoridad real de una política claramente orientada a un fin”. Otros consideran que su inacción se asocia a la astucia política: para ganar las próximas elecciones necesita los votos y el dinero de los estadounidenses partidarios del actual Gobierno israelí y de su poderoso lobby, American Israel Public Affairs Committee (Aipac).
En consecuencia, Israel no se somete a discusión en la política estadounidense como un problema de asuntos exteriores, sino que se aborda como un asunto propio de la política interna. Evidentemente, el primer ministro Netanyahu lo sabe. Por tanto, la respuesta al llamamiento de Obama en favor de una vuelta a las fronteras anteriores a la guerra de 1967 consistió, en el caso del ministro de Defensa Ehud Barak, en autorizar la construcción de aún más viviendas en los asentamientos. A Netanyahu y Barak no les hizo falta desairar o insultar a Obama. Sin embargo, tal vez experimentaron la sensación de que necesitaban ratificar la clásica estrategia israelí de los hechos consumados. Naturalmente, quieren que Obama crea que ningún gobierno israelí puede modificar la geografía de los asentamientos en Cisjordania –por ilegal que sea– por la sencilla razón de que los colonos israelíes no los soltarán.
En consecuencia, ¿qué sucederá? Para avanzar en dirección a un pronóstico, considero sugerente comparar la postura de Obama sobre Palestina en la actualidad con la situación a la que hizo frente el presidente De Gaulle en relación con el problema de Argelia en los años 50 y 60. Aunque median evidentes diferencias, hay semejanzas susceptibles de iluminar posibles políticas en la actualidad y tal vez en el futuro. El elemento similar, claro, es el reconocimiento por parte de ambos estadistas de una situación que entrañaba riesgos para sus respectivos países.
Asesores habitualmente contrarios en sus opiniones como la secretaria de Estado Hillary Clinton y el general David Petraeus han indicado a Obama que el problema palestino es el principal motivo de amenaza terrorista para EE.UU. Y, en consecuencia, el rechazo israelí a avanzar hacia un compromiso en relación con un acuerdo de paz contraría peligrosamente los intereses nacionales de EE.UU. Sea como fuere, al menos por ahora no puede permitirse el lujo de permanecer pasivo. De Gaulle no pudo. En términos de personalidad, Obama no es De Gaulle, pero De Gaulle no fue un líder resuelto y decidido hasta que Francia pudo llegar al borde de una guerra civil. Comprendió que su régimen corría peligro de ser derribado y tal vez él mismo asesinado. Sin embargo, lo que más temía De Gaulle era un golpe de Estado por parte del ejército.
Así que fue en secreto a Alemania para asegurarse la lealtad de su veterano general, Jacques Massu, la figura más popular del ejército. De Gaulle se había enfrentado a los colonos en Argelia –los pieds-noirs–, unequivalente de los colonos judíos en Cisjordania. En pocas palabras, el desafío planteado a Francia fue tan serio que De Gaulle se vio obligado a reafirmar los intereses nacionales de Francia. La pregunta es: ¿podría alcanzar algún aspecto de las relaciones norteamericano-israelíes un nivel similar de tensión? En principio, no. Pero la situación se acercó al punto culminante en 1967 cuando la Armada y la Fuerza Aérea israelí atacaron e intentaron hundir un navío estadounidense, The Liberty, con explosivos y napalm. En el ataque murieron 34 marinos estadounidenses y 171 resultaron heridos.
El presidente Johnson se limitó a tapar el asunto amenazando a la tripulación con juicios militares si sus miembros hablaban con la prensa. Si Johnson no mostró hallarse bajo una gran presión, ¿no resulta comprensible que Obama no experimente presión semejante ante episodios y políticas mucho menos lesivas en la actualidad para la seguridad estadounidense? En el convencimiento de que no actuará, los líderes israelíes se hallan resueltos a no hacer caso de sus palabras. De hecho, Netanyahu y sus likudniks han construido un telón de acero de hechos consumados. Para subrayar su aceptación de la realidad, Obama aceptó el pasado 13 de mayo la dimisión de su negociador, el senador George Mitchell, y según parece no se propone nombrar a un sucesor.
En vista de estos acontecimientos, Netanyahu se ha sentido en una posición suficientemente sólida como para arrojar el guante a Obama retándole a recogerlo. La oportunidad es perfecta, dado el apoyo con que cuenta en Estados Unidos y la división entre sus voces críticas. Sólo una hecatombe podría tal vez modificar los parámetros de la cuestión. Desde luego, no lo logrará un discurso del presidente.

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