13 jun 2011

El caso de Max Mosley

Frente a la vida privada, el interés público
La justicia europea pone coto a la censura previa al rechazar que los medios deban avisar a implicados en noticias comprometidas -
La intervención judicial para frenar informaciones, en entredicho
WALTER OPPENHEIMER / ROSARIO G. GÓMEZ
El País, 11/05/2011
Entre la protección de la vida privada y la defensa del interés público, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se decantó ayer por el interés público. El tribunal reconoció que el expatrón de la fórmula 1, Max Mosley, tiene razón al quejarse de que la compensación de 60.000 libras (69.000 euros) más 420.000 libras en costas (480.000 euros) que tuvo que pagar el tabloide británico News of the World por publicar en marzo de 2008 imágenes suyas en una orgía sadomasoquista no le permitirá nunca "restablecer su intimidad después de que millones de personas hubieran visto el embarazoso material en el que aparecía". Sin embargo, el tribunal le ha negado a Mosley lo que había venido a pedir: la obligación de que los periódicos británicos informen a sus víctimas por adelantado para que estas tengan la oportunidad de impedir por vía judicial informaciones . El tribunal ha llegado a esa conclusión por entender que una medida de ese calibre "tendría efectos escalofriantes" en el periodismo político y de investigación.
privadas que consideran que no son del interés del público
Los medios han saludado con euforia la sentencia, que puede ser recurrida. Pero esta ha llegado en un momento especialmente agitado del debate sobre los límites de la información que se basa en la vida privada de personajes famosos y que, en nombre del interés público, lo que busca realmente es hacer más negocio.
No es un debate exclusivamente británico, pero sí esencialmente británico. En Estados Unidos, por ejemplo, hay poco debate: es casi imposible evitar que algo sea publicado o aireado. En países como Francia o España hay menos debate porque hay una mayor tendencia a no mezclar la vida privada con la vida pública, sobre todo en política. Pero es una tendencia que está cambiando de la mano de la televisión basura y de Internet. En España, la Constitución protege la intimidad y el honor de las personas. Pero también la libertad de expresión e información. En este choque de derechos es el juez el que decide. A menudo, depende del alcance de la noticia: si tiene interés público o es un mero cotilleo.
En Reino Unido, el debate está tan al rojo vivo que cada vez hay más voces que piden una ley sobre el derecho a la privacidad que regule una materia que ahora está en manos de los jueces y de los códigos deontológicos de los medios. En apenas unos días se han acumulado diversas polémicas. Ayer fue el caso Mosley. Hace poco más de dos semanas, Andrew Marr, uno de los periodistas políticos más prestigiosos e influyentes del país, reconoció avergonzado que en 2003 consiguió que un juez prohibiera a la revista satírica Private Eye informar de que tenía una aventura extramarital. El periodista fue aún más allá y logró que el juez prohibiera informar sobre el hecho mismo de que se había prohibido publicar una noticia que le afectaba. Es lo que se llama una superinjuction, una superprohibición. Es una de las figuras judiciales que más soliviantan a la prensa. Y a veces con toda la razón del mundo. Por ejemplo, la empresa holandesa Trafigura consiguió en 2009 no solo que se prohibiera la publicación de ciertas informaciones sobre transporte de residuos tóxicos, sino que impidió que se publicara el hecho mismo de que se había prohibido la publicación.

A menudo, las prohibiciones afectan a casos más triviales. La semana pasada, por ejemplo, un juez prohibió que se identificara a un jugador de la Primera División inglesa acusado de infidelidad.

El uso de cámara oculta es un método cada vez más frecuente para obtener información. Pero no siempre es lícito. En 2008, el Tribunal Supremo español concluyó que grabar reportajes con cámaras camufladas violaba la intimidad de las personas. El detonante de la sentencia fueron unas imágenes grabadas por la productora de El Mundo en la consulta de una naturópata y difundidas en la televisión autonómica valenciana Canal 9. Para el Supremo, el reportaje constituyó una intromisión ilegítima en la esfera de la libertad de las personas, motivo por el que no puede estar amparado por la libertad de información.

"El derecho a la información no puede estar por encima del derecho a la intimidad o a la propia imagen", recuerda la abogada especializada en medios y nuevas tecnologías Paloma Llaneza. Asegura que la utilización de una cámara oculta no es comparable al delito que acarrea la intervención de las telecomunicaciones -el clásico pinchazo telefónico- pero existe una cuestión ética. "No es un método estrictamente ilícito, aunque puede generar problemas relacionados con el derecho a la imagen".

La batalla está entre quienes creen que basta con la autorregulación y el respeto al interés público y quienes creen que hay que legislar. Uno de los aspectos más polémicos es el uso de técnicas de camuflaje para tender trampas a personajes famosos. El interés público de esos reportajes es a veces incuestionable. Por ejemplo, cuando Mahzer Mahmood, un periodista del News of the World especializado en esa técnica, filmó a Sarah Ferguson pidiéndole medio millón de libras a cambio de presentarle a su ex marido, el duque de York.

En el fondo, se trata de la eterna lucha entre la intimidad y la información. Cuando toca ponderar ambos derechos fundamentales no hay una doctrina clara que aplicar. Depende de cada caso, dicen los jueces. También los expertos. Si se trata, por ejemplo, de una conversación privada de un personaje público referida a un tema de interés público, la privacidad está "en el medio de un bocadillo", afirma Manuel Núñez Encabo, catedrático de Ciencias Jurídicas de la Universidad Complutense de Madrid. Lo que justifica la publicación de una información en un medio de comunicación es que sea veraz y tenga interés público. "Pero siempre respetando los derechos fundamentales de las personas", aclara Núñez Encabo, que preside la Comisión de Quejas y Deontología de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE).

Aunque la repercusión pública no afecta directamente a derechos fundamentales, sí está relacionada, indirectamente, con la existencia de una opinión pública. La clave, para Núñez Encabo, está en la "proporcionalidad" del interés público. Por ejemplo: estaría justificado entrar en una casa y ver que se está cometiendo un crimen. "Aquí sí hay proporcionalidad", matiza Núñez Encabo.

Precisamente ayer, la Comisión de Quejas contra la Prensa (PCC) británica criticó al diario The Telegraph por utilizar meses atrás esa misma técnica al grabar en secreto al ministro de Empresas, el liberal Vince Cable, criticando al magnate Rupert Murdoch. Cable tenía que decidir si ordenaba o no una investigación oficial antes de autorizar a Murdoch a tomar el control del 100% del canal BSkyB. Aunque la noticia puede ser de interés público, la PCC critica al diario porque sus periodistas, que se hicieron pasar por estudiantes, fueron a ver "lo que pescaban" al grabarle en secreto y sin identificarse como periodistas.

El multimillonario y ahora diputado conservador Zac Goldsmith defendió ayer la necesidad de legislar. El propio primer ministro, David Cameron, admitió días atrás que el Parlamento debería al menos debatir sobre la necesidad o +no de regular por ley todas estas cuestiones. Goldsmith consiguió en 2008 que se impidiera la publicación de unos e-mails privados entre él, su hermana Jemima Khan y su entonces mujer, Sherezade, de la que se estaba separando y de la que se divorció en 2010. Los e-mails habían sido pirateados por una persona con problemas mentales y el propio Goldsmith pidió que por esa razón no se publicara el nombre de esa persona cuando en marzo pasado la justicia suspendió la prohibición de hablar de aquel caso. "El interés público, si tiene efectos en la opinión pública, está muy cercano a un derecho fundamental", apunta Núñez Encabo.

Las nuevas tecnologías y nuevos medios de expresión surgidos en la era de Internet han venido a añadir complejidad y confusión al debate. El lunes, un anónimo publicó a través de Twitter una lista de personajes famosos que han recurrido a las superprohibiciones judiciales para proteger su vida privada. Quizás a raíz del caso protagonizado por Goldsmith y su familia en 2008, en la lista figuraba Jemima Khan, que según ese comunicante anónimo impidió la publicación de unas fotos de una supuesta aventura con un conocido personaje británico, Jeremy Clarkson.

Khan ha desmentido rotundamente tanto la prohibición como la aventura. Y la lista, que al parecer está llena de errores, ha sido retirada. La cuestión es, ¿ha sido retirada a tiempo? ¿Quién es responsable de esa difamación, Twitter o la persona que envió los tuits? En 2009, un juez británico sentenció que Google no era responsable del contenido difamatorio publicado en una página web porque el buscador no había publicado aquel material. De la misma forma, Twitter no se hace responsable de lo que publican sus usuarios.

Famosos y periodistas ante los tribunales
- Hugh Grant. Cansado del acoso de los medios, el actor británico Hugh Grant publicó en el semanario New Statesman la transcripción de la conversación que él mismo grabó en secreto a Paul MacMullan, exreportero del tabloide News of the World. Grant relataba que un día tuvo un problema con su coche en una carretera y que se paró una camioneta. Pero el hombre que salió de ella no le ayudó sino que comenzó a sacarle fotos. Era Paul McMullan. Grant quedó más tarde con el reportero y le grabó clandestinamente cuando el periodista contaba detalles sobre las escuchas ilegales de su medio.
- Cayetano Martínez de Irujo. El Tribunal Supremo dictó hace tres meses una sentencia en la que desestimaba un recurso de Cayetano Martínez de Irujo contra la revista Qué me dices, que en 2005 publicó un reportaje sobre la luna de miel del hijo de la duquesa de Alba en Marruecos. El alto tribunal pondera los derechos de Martínez de Irujo (la intimidad, el honor y la propia imagen) y los de la revista (la libre información y expresión). Al tratarse de una noticia que no contribuye a la formación de la opinión pública y ser de escasa relevancia debería primar el derecho al honor de Martínez de Irujo. Pero dado que la noticia es veraz y se basa en otro reportaje emitido por otro medio, prevalece el derecho a la información, según el Supremo.
- Cámara oculta. Un reportaje grabado con cámara oculta sobre la conducta sexual de un juez llevó a varios periodistas del canal de televisión Chilevisión ante los tribunales. Fueron acusados de violar el Código Penal, que prohíbe grabar y difundir conversaciones privadas sin el consentimiento del interesado. El juez era investigado por un presunto delito de abuso sexual de menores.
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Traseros irritados
Por Mario Vargas Llosa
EL PAÍS, 20/04/08;
El vídeo más visto en el Reino Unido la semana pasada carecía de título y desde el punto de vista técnico dejaba mucho que desear, pero, pese a ello, sedujo a una impresionante cantidad de ciudadanos británicos. Por eso, cuando el involuntario protagonista de aquel vídeo pidió a los jueces que lo sacaran de la red, alegando que violaba su intimidad, los magistrados decidieron que hubiera sido “fútil” prohibirlo cuando ya había recibido cerca de un millón y medio de visitas. Y que, por lo tanto, el diario The News of the World, que lo había colgado en su sitio en la web, podía mantenerlo allí. Sospecho que en los días transcurridos desde entonces, el número de espectadores de aquella cinta se ha duplicado o triplicado y alcanza ahora varios millones de mirones.
Yo no he visto el tal vídeo ni lo veré, pero puedo describirlo con lujo de detalles porque sus imágenes me salen al paso aquí en Nueva York desde hace días en revistas y diarios que hojeo o programas informativos de la televisión que se me ocurre poner. Así, sé muy bien que la estrella de aquel espectáculo es el señor Max Mosley, apuesto sexagenario británico, hombre de sociedad y de fortuna, con estudios en Oxford, título de abogado y presidente de la Federación Internacional del Automóvil (FIA), con sede en París, que ha convertido las carreras de Fórmula 1 en un negocio multibillonario. Sé también que Max Mosley es hijo de Sir Oswald Mosley y de su esposa, Diana Mitford, cuyo matrimonio, en Alemania, se celebró en casa del ministro nazi de propaganda, Joseph Goebbels, en presencia de Adolf Hitler, muy amigo de los recién casados. Sir Oswald Mosley, que en su juventud fue un ministro laborista, fundó luego la Unión Británica de Fascistas y estuvo internado con su mujer en una cárcel durante la guerra. Al terminar ésta, lideró un grupúsculo de extrema derecha que tuvo una existencia breve y folclórica.
El vídeo es una mascarada nazi. En una “cámara de torturas” montada en el sótano de una elegante residencia de Chelsea, el señor Max Mosley, disfrazado a ratos de prisionero y a ratos de carcelero, imparte y recibe en el trasero sartas de azotes, rodeado de cinco mujeres disfrazadas de victimarios nazis -botas, gorras, esvásticas, brazaletes, látigos, cadenas-, a las que insulta (en alemán) y por las que es insultado (en inglés). De tanto en tanto, las escenas de azotes se interrumpen y verdugos y víctimas se distienden, tomando tacitas de té, conversando banalidades y haciendo un poco de chacota. El señor Mosley pagó a las cinco prostitutas -”profesionales” precisa la prensa- 2.500 libras esterlinas (unos cinco mil dólares) por sus servicios.

Todo indica que, a no ser por la presencia en él del señor Mosley, el vídeo en cuestión no merecería espectadores: se trata de una de esas pequeñas bazofias sin gracia ni vuelo que se malbaratean en los sex-shops de última categoría. Pero como su protagonista es un hombre rico, poderoso e influyente, el escándalo ha sido considerable. Varias asociaciones de sobrevivientes de los campos de exterminio nazis han condenado al personaje y exigido su renuncia de la FIA, al igual que dignatarios del mundo deportivo, ases del volante y dirigentes empresariales.

Max Mosley ha hecho saber que no renunciará a la presidencia de la FIA. “Si hubiera sido sorprendido conduciendo demasiado rápido en una carretera, o habiendo bebido más de lo lícito, hubiera renunciado en el acto”, dice en su comunicado. “Pero un periódico escandaloso obtuvo por medios ilegales unas imágenes de algo que hice en privado, algo que era inofensivo y absolutamente legal. Mucha gente hace cosas en su recámara y practica hábitos que otros pueden encontrar repugnantes. Pero, mientras ocurran en privado, a nadie debería importarle”.

Diré rápidamente que, a mi modesto entender, el señor Max Mosley tiene toda la razón del mundo, y que si a él le gusta que le sacudan las nalgas -como hacían las mamás con los niños que se portaban mal cuando yo era pequeño-, o sacudir las nalgas ajenas, es un asunto que sólo le incumbe a él y a sus cómplices en tales azotainas, y a nadie más. A condición, claro, de que esos juegos de manos se lleven a cabo entre adultos que se presten a ellos de buena gana y con perfecta lucidez, como parece haber sido el caso en esta ocasión.

El mundo del sexo, como saben todos los que se han dado el trabajo de leer a Freud y a la mejor literatura, es un abismo sin fondo por el que merodean toda clase de especímenes -algunos, bastante siniestros- y, en él, toda idea de normalidad es relativa y discutible. Una generalizada hipocresía ha impregnado siempre este tema y a ello han contribuido las iglesias y los Estados empeñados en legislar no sólo sobre la conducta pública de los ciudadanos, sino también sobre su vida privada. En verdad, en una sociedad libre y democrática, la vida sexual de las personas, como la religiosa y la política, no debería tener otra limitación que la establecida por las leyes en defensa de los ciudadanos contra los atropellos y la violencia. Lo que, dentro de estos límites, hagan las parejas, los individuos o los grupos de mutuo acuerdo es asunto que sólo a ellos concierne.

Desde el siglo XVIII, en la literatura francesa se llama al sadomasoquismo el “vicio inglés”. Y, en efecto, en la literatura erótica victoriana -que existió y fue profusa, aunque usted no lo crea-, los azotes están siempre a la orden del día, y por eso es tan aburrida y tan pobre comparada a la francesa. A mediados de los sesenta, cuando yo llegué a vivir a Londres, acababan de prohibirse los castigos corporales en los colegios -el famoso cane o palmeta o varilla- y, en la polémica que la medida provocó, sesudos psicólogos y psicoanalistas sostuvieron que una consecuencia inesperada de aquellos azotes que recibían los alumnos de las escuelas era la posterior adicción sexual al castigo (recibido o infligido) de muchos de ellos. Ante mi estupefacción -yo creía entonces que todos los escritores eran progres-, entre quienes se oponían a que se prohibiera el cane en las escuelas figuraba buen número de escribidores, encabezados por Kingsley Amis, un autor entonces muy popular en Inglaterra.

Las circunstancias hicieron que el único sadomasoquista que he conocido (sin saber que lo eran, debo de haber conocido a muchos, ya lo sé) fuera el mejor crítico de teatro que he leído jamás. Se llamaba Kenneth Tynan y sus crónicas semanales eran, junto con las que escribía Cyril Connolly, el gran placer de mis domingos londinenses. Tynan tenía una enorme cultura teatral y escribía con ingenio, independencia, humor y un buen gusto infalible. Él mismo escribió -mejor dicho, reunió los textos de- ¡Oh, Calcuta!, uno de los grandes éxitos teatrales de aquella época. Sólo recuerdo de la obra que actores y actrices se pasaban un par de horas en el escenario en pelotas. Una vez cené con Tynan y su conversación era tan chispeante como sus artículos. A su muerte se publicaron sus cartas y por lo menos dos biografías (una de ellas escrita por su viuda, Katharine). Así supimos sus lectores que, desde hacía muchos años, el célebre crítico se reunía, un par de veces por semana, en un cuartito de Knightbridge, con una amiga y cómplice, para practicar esas sesiones de azotes que los dejaban a ambos enronchados y contentos.

Eran unos tiempos en los que la prensa amarilla no escarbaba en la intimidad de las personas con la tenacidad y la eficiencia con que lo hace en los nuestros. Porque, en la lastimosa astracanada de Max Mosley y las cinco prostitutas, el papel verdaderamente repugnante lo tiene, para mí, The News of the World -al que aquél acusa de haberle montado una emboscada-, con sus farisaicas pretensiones de defensor de la moral pública. Este periódico se ha ganado su inmensa popularidad -es el más leído del Reino Unido- con las sistemáticas raciones de mugre e infamia con que alimenta a unos lectores, a quienes, está demostrado, este género de nutrición les encanta. De modo que aquello del “vicio inglés”, después de todo, podría no ser algo tan prejuicioso y desatinado como yo creía.

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