10 ago 2013

Caro Quintero, preso silencioso que se aislaba en una banca/

Caro Quintero, preso silencioso que se aislaba en una banca/
El periodista Javier Lemus escribió el libro “Los Malditos” Ed Grijalbo. tras su estancia de tres años en el Penal de Puente Grande, Jalisco. En él relata sus encuentros y conversaciones con algunos de los presos más célebres de ese penal, antes de que él mismo fuera exonerado en el 2011 de los delitos de delincuencia organizada y fomento al narcotráfico.
— ¿Cuáles son los programas de televisión que más le gustan, Don Rafa? —le pregunté un día que nos sacaban de la estancia para dirigirnos al comedor.
— Yo veo de todo, Chuyito —me dijo en voz muy baja—, pero principalmente los noticieros y los programas de chismes de los artistas.
  •  Este es un extracto del capítulo dedicado a Rafael Caro Quintero
Allí, en el módulo uno, ya conviviendo abiertamente con la población de reos, con la selección nacional de los considerados por las autoridades federales como los presos de más alta peligrosi­dad de todo el país, fue que distinguí, entre otros, a Rafael Caro Quintero. Siempre callado. Siempre masticando sus pensamientos. Siempre atento a todo lo que se mueve en su entorno.
Ya lo había visto con anterioridad. En una ocasión en que yo era trasladado al locutorio, observé que delante de mí trasladaban a un interno cuyo nombre fue dicho en voz alta al llegar a uno de los diamantes de seguridad. Cuando escuché que lo llamaron "Caro Quintero, Rafael", la inercia de la curiosidad me condujo a levantar la cabeza para ver la figura que caminaba a solo dos metros de distancia de mí.

Ni rastros de aquel joven acusado de narcotráfico, cuyas imá­genes dieron a conocer los noticiarios de 1985, en los cuales re­saltaban sus pequeños ojos negros, su abundante cabellera oscura y un bigote desplegado a todo lo ancho de su boca.

Ahora era un individuo delgado, alto y encorvado, con el peso de los años en la cárcel claramente cargado en los hombros, con la espalda dando muestras de cansancio y la típica rigidez muscular de los presos que así manifiestan todo el odio contenido en el cuerpo. El pelo, aunque muy corto, tupido de canas.

Allí vi a Don Rafa —como cariñosamente le decía la mayo­ría de los presos—, sentado en una de las bancas de concreto del comedor. Estaba, como casi siempre, amasando sus pensamientos, con la mirada perdida a través de las ventanas que dejan ver un desolado y duro patio de concreto, con altas paredes cuya corona de serpentinas metálicas mortalmente afiladas parece arañar el cielo.

Mientras los demás presos se entretenían jugando dominó o ajedrez, absorbidos por la plática y las carcajadas, a Rafael Caro se le escapaba el pensamiento hacia aquellas esbeltas ventanas que co­nectaban con el patio. A veces achicaba los ojos como para visua­lizar mejor las ideas que le rondaban en la cabeza, sentado siempre, cruzando el pie derecho sobre el izquierdo.

Nunca lo vi reunirse en grupo. Siempre que buscaba diálogo lo hacía con una o dos personas máximo. Era muy discreto al hablar, ni una mala palabra salía de su boca. Jamás le escuché comentar temas de narcotráfico o delincuencia, como se estilaba entre otros internos, que buscaban notoriedad y respeto dentro del penal.

— Chuyito —me dijo una vez, mientras estábamos formados para regresar del patio a la estancia—, le voy a dar un consejo, ojalá no me lo tome a mal, pero si quiere sobrevivir a la cárcel y no volverse loco necesita mayor convivencia, no debe aislarse ni mantenerse en una orilla del patio.

— Gracias, Don Rafa, le voy hacer caso a su sugerencia —le contesté con algo de sorpresa, por venir el consejo de aquel hom­bre que la mayor parte del tiempo se la pasaba solo—, voy a tratar de reunirme más con algunos de los compañeros.

— Hágalo —reforzó Caro Quintero—, se va a sentir menos triste y se le va a pasar más rápido el día, porque los primeros meses de la cárcel son lo más duro para el hombre.

— ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, Don Rafa? —le pregunté aún sin recibir del oficial la orden de avanzar.

— Llevo toda una vida aquí —dijo en tono de broma—, ya veo a los guardias y a los presos como si fueran de mi familia.

— Han sido más de 20 años, ¿no? —volví a insistir, ante la apertura de diálogo que me ofrecía.

— He estado recluido durante 24 años —me dijo—, la mayo­ría de ellos los he pasado en cárceles federales, así que ya se puede imaginar todo lo que han presenciado mis ojos de preso.

— ¿Ha visto de todo? —le tendí la pregunta en espera de que contestara en automático.

— Lo que usted se imagine, lo he visto en la cárcel. Saldrían cientos de libros si yo me pusiera a escribir lo que me ha tocado vivir.

— ¿Y no piensa hacerlo algún día?

—No me alcanzaría la vida para contar todo lo que he visto en mis años de reclusión…

Inmediatamente llegó la instrucción del oficial de guardia que vigilaba la formación de presos, para que se guardara silencio en la fila, so pena de aplicar una sanción de aislamiento a quienes estu­vieran dialogando. Rafael Caro era muy observante de las instruc­ciones de los custodios, y casi al mismo tiempo que se nos pidió que calláramos, él dejó de hablar.

...

Rafael Caro Quintero vivía en la celda 150, a un lado de la mía. Tenía como compañero a Luis Armando Amezcua Contreras, mejor conocido como el Rey de las Anfetaminas. En ocasiones pasaban las noches enteras platicando de caballos y agricultura. Lo último de lo que se hablaba en el pasillo uno del penal de Puente Grande era de delincuencia y narcotráfico.

Aquel corredor al que me habían asignado, el 1B, del módulo uno, constaba de 15 celdas, y desde el primer día un oficial de seguridad me advirtió lo que en ese sitio estaba permitido hacer y lo que no. Me explicó que allí las reglas no eran las que ponía la dirección del centro penitenciario, sino las que dictaban día a día cada uno de los internos de diversos cárteles que estaban dentro de esa sección.

Me indicó una serie de normas, no recuerdo si fueron ocho o 10, pero a mí se me quedaron grabadas solo dos: nunca ver a los ojos a los líderes de los cárteles y nunca decirle no a cualquier sugerencia que me hicieran los señores del módulo uno, que se mezclaban con la población en general.

Pese a que en la zona de población las actividades de los in­ternos son mínimas, éstas se pueden comparar a la libertad frente al aislamiento al que me obligaban en el área de segregación. Al menos en los módulos de población general se permite el diálogo abierto entre reclusos, tanto en pasillos como en patios, aulas y comedor. El silencio obligado se limita al momento en que se encuentran en formación al salir de la celda o al regresar de actividades, así como en el trayecto.

Cuando alguien es sorprendido en pleno diálogo por el oficial de guardia, de manera inmediata se aplica la sanción denominada 'Utle' (únicamente tránsito en los límites de la estancia); es decir, que al preso se le priva de la posibilidad de salir de su celda y se mantiene en perfecto estado de incomunicación por periodos que van desde 10 hasta 90 días, por decisión del llamado Consejo Técnico Interdis­ciplinario, que lo conforman los jefes de los diversos departamentos del penal, encabezados por el director, quienes sesionan dos veces por semana y dictan sentencias de aislamiento con total impunidad.

Las sanciones a los internos del módulo uno estaban a la or­den del día, no había semana en que el Consejo Técnico Inter­disciplinario no hiciera sentir su prepotencia, aplicando severos escarmientos ante cualquier falta que se consideraba violatoria al reglamento de disciplina, que variaba según el estado de ánimo de los oficiales en turno.

La falta más común por la que se sancionaba con mayor dis­plicencia era cuando los presos caminaban sin llevar las manos por detrás, sin sostener la cabeza y sin bajar la mirada. El correctivo alcanzaba una amonestación de 10 días de aislamiento, sin acti­vidades ni salidas de la estancia; sin derecho a llamada telefónica, correspondencia o visita familiar.

Durante el tiempo que estuve en el módulo uno, a Rafael Caro Quintero lo sancionaron en una ocasión. Se le sorprendió dialogando con otro interno, quien efusivamente se le acercó para estrecharle la mano con el puño cerrado, cuando ya estaba en la fila, durante el traslado del comedor a la celda. El Consejo Técnico Interdisciplinario lo castigó con 20 días de completo aislamiento.

—¿Es la primera vez que lo sancionan, Don Rafa? —le pregun­té un día desde mi celda.

—No, Chuyito. Esto ya es viejo para mí. Cuando estaba en el penal de Matamoros me la pasé todo ese periodo prácticamente sancionado. No recuerdo cuántas veces me castigaron, pero siem­pre estuve aislado en la última celda de un pasillo para mí solo, sin contacto con nadie. Solo me sacaban al comedor.

Rafael Caro era de pocas palabras, cualquier diálogo que se le buscaba lo concluía en forma rápida, con frases concretas, bien explicadas, opiniones certeras, conceptos muy claros. Nunca de­jaba ideas sueltas en el aire, ni expuestas a la libre interpretación. En el diálogo se notaba su firmeza de carácter, pero siempre sin confrontar.

—¿Estuvo totalmente incomunicado?

—Sí, yo estaba en una celda de ese pasillo y mi hermano Mi­guel en la del otro extremo. Nadie más había en ese lugar.

—¿Les permitían hablar?

—Muy pocas veces. Dependía de los guardias. A veces nos de­jaban intercambiar unas palabras y en otras ocasiones nos obliga­ban a estar en silencio todo el día.

—¿Y cómo mataba el tiempo?

—Haciendo ejercicio. Ésa es la única forma de tolerar el peso de los días en prisión.

A Rafael Caro Quintero la disciplina de la cárcel le formó el hábito del deporte. Siempre solitario, corría sin descanso por más de una hora, la mayor parte de las veces trotando para cerrar a toda velocidad, sin importar que el ejercicio físico en Puente Grande se permitiera solo a las cuatro de la tarde, cuando el sol caía a plomo.

Después de practicar su rutina de atletismo —que siempre ter­minaba con algo de calentamiento muscular, ejercitando brazos y piernas—, a Caro Quintero le gustaba sentarse en una banca, a solas, para observar los partidos de basquetbol, sin manifestar nin­guna expresión de alegría o frustración en el rostro, como lo hacía la mayor parte de los internos.

Solo en dos ocasiones lo observé jugando voleibol. Su posición natural era la de armador, y se caracterizaba por la certeza de sus despejes de balón, los cuales, por lo general, pasaban rasantes sobre la red, casi imposibles de ser contestados por la defensa contraria. Pero la mayoría de las veces se mantenía al margen de los partidos.

—¿Por qué no le gusta jugar voleibol, Don Rafa? —le pregunté en una ocasión.

—No me gusta perder —me contestó secamente.

—Pero en todas las competencias se pierde y se gana, y además es solo un juego —insistí.

—Sí, pero no me gusta perder, por eso prefiero no jugar, me siento más a gusto.

A pesar de su afición por la soledad y el aislamiento, Caro Quintero nunca despreciaba una buena plática, sobre todo si se refería a temas de historia o política. Por eso a veces se le veía hablando tendidamente con algunos presos que ocupaban aquel mismo pabellón, en donde únicamente estaban los internos que cumplían con cualquiera de los cinco lineamientos psicosociales establecidos por el Consejo Técnico Interdisciplinario.

Al módulo uno eran asignados solo los presos que demostraran características de líderes, de intelectuales, con poder económico; los que gozaban de protección o quienes habían trabajado en el gobierno. Por eso la mayoría de los procesados como jefes de cártel se hallaba en ese sitio, aunque también estaba atestado de militares de diversos rangos, desde tenientes hasta tenientes coroneles.

Caro Quintero no era muy afecto a las relaciones con los mi­litares, por eso se mantenía a raya de quienes habían pertenecido a la milicia y que —dentro de la vorágine de violencia que vivió el país— se pasaron en algún momento al bando del narcotráfico y ahora enfrentaban sendos procesos penales, en los cuales se juga­ban decenas de años en prisión.

—¿No le gusta la amistad de los militares? —le pregunté cuan­do en una oportunidad observé cómo con tono despectivo se des­hizo de un militar que por segunda ocasión intentaba dialogar con él, buscando afanosamente su cercanía.

—No, no es eso. No tenemos nada en común —me contestó cortésmente, aquella vez que estábamos en el patio.

—¿Es porque son militares?

—Ya no lo son. Aquí todos somos iguales, mientras portemos este mismo uniforme —me dijo sin voltear a verme, mientras mantenía la vista perdida a lo lejos.

Cuando Rafael Caro estuvo sancionado y aislado en su celda, varios presos de ese pasillo, en forma solidaria, se quedaban en sus estancias los sábados y los domingos —lo cual estaba permitido y se podían omitir las actividades recreativas, si así lo quería el interno—, con la única intención de acompañar al preso más "distinguido" de Puente Grande. Él era uno de los más queridos ahí. Si no fue el más famoso de todos los que han estado en ese penal, sí compite en po­pularidad y en muestras de afecto de la población carcelaria con el propio Chapo Guzmán, no obstante el carácter reservado y callado que siempre manifestó el que fuera detenido en Costa Rica.

A pesar de que muchos reclusos se quedaban para hacerle compa­ñía mientras permanecía en segregación dentro de su estancia, a Caro Quintero no le gustaba charlar de celda a celda; nunca lo vi hablando a gritos desde una estancia a otra. Siempre lo observé conversando en corto, en voz muy baja, casi a hurtadillas, con la característica del diálogo breve. Por eso el tiempo que pasó en el apando se mantuvo casi en silencio, solo platicando con su compañero de estancia.

Lo conocí cuando él tenía 56 años de edad y casi 24 años de estar en prisión. Recluido poco menos de la mitad de su vida. Siempre bajo una estricta vigilancia del Estado por ser conside­rado el capo más grande del narcotráfico, en parte por la presión ejercida por el gobierno de Estados Unidos y en parte por la fama que le crearon los medios de comunicación.

— A mí los periodistas me hicieron la fama más grande de la debida —me dijo un día que le platiqué que yo era reportero—, y me pesa mucho. Hablaron de mí hasta más no poder. Nadie se los podía impedir.

— Si no le hubieran construido tal reputación, ¿cree usted que ya hubiera salido de la cárcel?

— Eso no lo sé, pero siempre pesa mucho lo que hablan los pe­riodistas de los que estamos en prisión. Todo lo que dicen los perió­dicos y la televisión lo consideran los jueces al momento de tomar alguna decisión: de eso no existe la menor duda.

— ¿Usted ha dado entrevistas a periodistas dentro de la cárcel?

— No, ni afuera —me respondió con aquella risita que le ca­racterizaba cuando estaba de muy buen humor.

— ¿Pero me imagino que lo han buscado varios reporteros para entrevistarlo?

— Demasiados, Chuyito. Ya estando en Almoloya, numerosos periodistas me hacían llegar peticiones para que les contara mi historia; muchos querían (y quieren aún) hablar conmigo. Pero yo, realmente no tengo nada que contarles. Lo que he vivido es mi vida y esa parte es mía.

— ¿Y usted no quiere hablar con ellos?

— No, no me interesa hablar con ninguno.

— ¿No le llama la atención relatar sus vivencias desde su punto de vista, con su propia versión?

— En estos momentos no; posiblemente un día autorice o es­criba algo, pero eso será después.

— ¿Ha rechazado a entrevistadores importantes?

— Pues no sé qué tan importantes sean, pero a todos aquellos que me han solicitado una conversación les he dicho que no me interesa hablar de mi vida.

A Caro Quintero siempre lo vi pasearse solo en el patio, cuan­do nos sacaban a tomar el sol o a la actividad de "caminata", que consistía en circular obligadamente en torno a la cancha de bas­quetbol. Nunca se rodeaba de acompañantes. Constantemente apartado, rumiando sus pensamientos, a pesar de las ofertas que se escuchaban de algunos militares para hacerle compañía. Su com­portamiento siempre fue muy discreto.

Al término de la caminata invariablemente optaba por sentarse en una de las bancas más alejadas de la puerta de acceso al patio, la que cariñosamente bautizó como "la oficina". Allí se iba a pasar el tiempo cada vez que salíamos de las celdas, sobre todo si la salida era por las tardes, después de las cuatro.

Allí, en "la oficina", Caro Quintero se sentaba a ver pasar a los otros presos que caminaban incansablemente para llegar rendidos a la noche y poder conciliar en algo el sueño. Pocas veces permi­tía personas en su espacio y en muy raras ocasiones aceptaba que alguien llegara a sentarse a su lado o a platicar.

Cuando tenía ganas de conversar o comentar algún tema que le interesara —siempre de asuntos políticos o noticiosos del mo­mento—, él mismo llamaba al preso con el que quería mantener el diálogo y le hacía la invitación a sentarse en "la oficina", dispo­niendo siempre atención y amistad para el "elegido".

Allí en su "oficina", muchas veces hablamos de temas históri­cos, porque es un aficionado a la historia nacional, principalmente a los hechos que dieron origen a la Revolución mexicana y al posterior establecimiento de los gobiernos revolucionarios, de los que no se limita a conocer los hechos, sino que indaga los detalles que dan origen a las acciones que los enmarcan.
El periodista Javier Lemus escribió el libro “Los Malditos” tras su estancia de tres años en el Penal de Puente Grande, Jalisco. En él relata sus encuentros y conversaciones con algunos de los presos más célebres de ese penal, antes de que él mismo fuera exonerado en el 2011 de los delitos de delincuencia organizada y fomento al narcotráfico. Este es un extracto del capítulo dedicado a Rafael Caro Quintero, publicado con la autorización de Editorial Grijalbo.
***

Allí, en el módulo uno, ya conviviendo abiertamente con la población de reos, con la selección nacional de los considerados por las autoridades federales como los presos de más alta peligrosi­dad de todo el país, fue que distinguí, entre otros, a Rafael Caro Quintero. Siempre callado. Siempre masticando sus pensamientos. Siempre atento a todo lo que se mueve en su entorno.

Ya lo había visto con anterioridad. En una ocasión en que yo era trasladado al locutorio, observé que delante de mí trasladaban a un interno cuyo nombre fue dicho en voz alta al llegar a uno de los diamantes de seguridad. Cuando escuché que lo llamaron "Caro Quintero, Rafael", la inercia de la curiosidad me condujo a levantar la cabeza para ver la figura que caminaba a solo dos metros de distancia de mí.

Ni rastros de aquel joven acusado de narcotráfico, cuyas imá­genes dieron a conocer los noticiarios de 1985, en los cuales re­saltaban sus pequeños ojos negros, su abundante cabellera oscura y un bigote desplegado a todo lo ancho de su boca.

Ahora era un individuo delgado, alto y encorvado, con el peso de los años en la cárcel claramente cargado en los hombros, con la espalda dando muestras de cansancio y la típica rigidez muscular de los presos que así manifiestan todo el odio contenido en el cuerpo. El pelo, aunque muy corto, tupido de canas.

Allí vi a Don Rafa —como cariñosamente le decía la mayo­ría de los presos—, sentado en una de las bancas de concreto del comedor. Estaba, como casi siempre, amasando sus pensamientos, con la mirada perdida a través de las ventanas que dejan ver un desolado y duro patio de concreto, con altas paredes cuya corona de serpentinas metálicas mortalmente afiladas parece arañar el cielo.

Mientras los demás presos se entretenían jugando dominó o ajedrez, absorbidos por la plática y las carcajadas, a Rafael Caro se le escapaba el pensamiento hacia aquellas esbeltas ventanas que co­nectaban con el patio. A veces achicaba los ojos como para visua­lizar mejor las ideas que le rondaban en la cabeza, sentado siempre, cruzando el pie derecho sobre el izquierdo.

Nunca lo vi reunirse en grupo. Siempre que buscaba diálogo lo hacía con una o dos personas máximo. Era muy discreto al hablar, ni una mala palabra salía de su boca. Jamás le escuché comentar temas de narcotráfico o delincuencia, como se estilaba entre otros internos, que buscaban notoriedad y respeto dentro del penal.

— Chuyito —me dijo una vez, mientras estábamos formados para regresar del patio a la estancia—, le voy a dar un consejo, ojalá no me lo tome a mal, pero si quiere sobrevivir a la cárcel y no volverse loco necesita mayor convivencia, no debe aislarse ni mantenerse en una orilla del patio.

— Gracias, Don Rafa, le voy hacer caso a su sugerencia —le contesté con algo de sorpresa, por venir el consejo de aquel hom­bre que la mayor parte del tiempo se la pasaba solo—, voy a tratar de reunirme más con algunos de los compañeros.

— Hágalo —reforzó Caro Quintero—, se va a sentir menos triste y se le va a pasar más rápido el día, porque los primeros meses de la cárcel son lo más duro para el hombre.

— ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, Don Rafa? —le pregunté aún sin recibir del oficial la orden de avanzar.

— Llevo toda una vida aquí —dijo en tono de broma—, ya veo a los guardias y a los presos como si fueran de mi familia.

— Han sido más de 20 años, ¿no? —volví a insistir, ante la apertura de diálogo que me ofrecía.

— He estado recluido durante 24 años —me dijo—, la mayo­ría de ellos los he pasado en cárceles federales, así que ya se puede imaginar todo lo que han presenciado mis ojos de preso.

— ¿Ha visto de todo? —le tendí la pregunta en espera de que contestara en automático.

— Lo que usted se imagine, lo he visto en la cárcel. Saldrían cientos de libros si yo me pusiera a escribir lo que me ha tocado vivir.

— ¿Y no piensa hacerlo algún día?

—No me alcanzaría la vida para contar todo lo que he visto en mis años de reclusión…

Inmediatamente llegó la instrucción del oficial de guardia que vigilaba la formación de presos, para que se guardara silencio en la fila, so pena de aplicar una sanción de aislamiento a quienes estu­vieran dialogando. Rafael Caro era muy observante de las instruc­ciones de los custodios, y casi al mismo tiempo que se nos pidió que calláramos, él dejó de hablar.

...

Rafael Caro Quintero vivía en la celda 150, a un lado de la mía. Tenía como compañero a Luis Armando Amezcua Contreras, mejor conocido como el Rey de las Anfetaminas. En ocasiones pasaban las noches enteras platicando de caballos y agricultura. Lo último de lo que se hablaba en el pasillo uno del penal de Puente Grande era de delincuencia y narcotráfico.

Aquel corredor al que me habían asignado, el 1B, del módulo uno, constaba de 15 celdas, y desde el primer día un oficial de seguridad me advirtió lo que en ese sitio estaba permitido hacer y lo que no. Me explicó que allí las reglas no eran las que ponía la dirección del centro penitenciario, sino las que dictaban día a día cada uno de los internos de diversos cárteles que estaban dentro de esa sección.

Me indicó una serie de normas, no recuerdo si fueron ocho o 10, pero a mí se me quedaron grabadas solo dos: nunca ver a los ojos a los líderes de los cárteles y nunca decirle no a cualquier sugerencia que me hicieran los señores del módulo uno, que se mezclaban con la población en general.

Pese a que en la zona de población las actividades de los in­ternos son mínimas, éstas se pueden comparar a la libertad frente al aislamiento al que me obligaban en el área de segregación. Al menos en los módulos de población general se permite el diálogo abierto entre reclusos, tanto en pasillos como en patios, aulas y comedor. El silencio obligado se limita al momento en que se encuentran en formación al salir de la celda o al regresar de actividades, así como en el trayecto.

Cuando alguien es sorprendido en pleno diálogo por el oficial de guardia, de manera inmediata se aplica la sanción denominada 'Utle' (únicamente tránsito en los límites de la estancia); es decir, que al preso se le priva de la posibilidad de salir de su celda y se mantiene en perfecto estado de incomunicación por periodos que van desde 10 hasta 90 días, por decisión del llamado Consejo Técnico Interdis­ciplinario, que lo conforman los jefes de los diversos departamentos del penal, encabezados por el director, quienes sesionan dos veces por semana y dictan sentencias de aislamiento con total impunidad.

Las sanciones a los internos del módulo uno estaban a la or­den del día, no había semana en que el Consejo Técnico Inter­disciplinario no hiciera sentir su prepotencia, aplicando severos escarmientos ante cualquier falta que se consideraba violatoria al reglamento de disciplina, que variaba según el estado de ánimo de los oficiales en turno.

La falta más común por la que se sancionaba con mayor dis­plicencia era cuando los presos caminaban sin llevar las manos por detrás, sin sostener la cabeza y sin bajar la mirada. El correctivo alcanzaba una amonestación de 10 días de aislamiento, sin acti­vidades ni salidas de la estancia; sin derecho a llamada telefónica, correspondencia o visita familiar.

Durante el tiempo que estuve en el módulo uno, a Rafael Caro Quintero lo sancionaron en una ocasión. Se le sorprendió dialogando con otro interno, quien efusivamente se le acercó para estrecharle la mano con el puño cerrado, cuando ya estaba en la fila, durante el traslado del comedor a la celda. El Consejo Técnico Interdisciplinario lo castigó con 20 días de completo aislamiento.

—¿Es la primera vez que lo sancionan, Don Rafa? —le pregun­té un día desde mi celda.

—No, Chuyito. Esto ya es viejo para mí. Cuando estaba en el penal de Matamoros me la pasé todo ese periodo prácticamente sancionado. No recuerdo cuántas veces me castigaron, pero siem­pre estuve aislado en la última celda de un pasillo para mí solo, sin contacto con nadie. Solo me sacaban al comedor.

Rafael Caro era de pocas palabras, cualquier diálogo que se le buscaba lo concluía en forma rápida, con frases concretas, bien explicadas, opiniones certeras, conceptos muy claros. Nunca de­jaba ideas sueltas en el aire, ni expuestas a la libre interpretación. En el diálogo se notaba su firmeza de carácter, pero siempre sin confrontar.

—¿Estuvo totalmente incomunicado?

—Sí, yo estaba en una celda de ese pasillo y mi hermano Mi­guel en la del otro extremo. Nadie más había en ese lugar.

—¿Les permitían hablar?

—Muy pocas veces. Dependía de los guardias. A veces nos de­jaban intercambiar unas palabras y en otras ocasiones nos obliga­ban a estar en silencio todo el día.

—¿Y cómo mataba el tiempo?

—Haciendo ejercicio. Ésa es la única forma de tolerar el peso de los días en prisión.

A Rafael Caro Quintero la disciplina de la cárcel le formó el hábito del deporte. Siempre solitario, corría sin descanso por más de una hora, la mayor parte de las veces trotando para cerrar a toda velocidad, sin importar que el ejercicio físico en Puente Grande se permitiera solo a las cuatro de la tarde, cuando el sol caía a plomo.

Después de practicar su rutina de atletismo —que siempre ter­minaba con algo de calentamiento muscular, ejercitando brazos y piernas—, a Caro Quintero le gustaba sentarse en una banca, a solas, para observar los partidos de basquetbol, sin manifestar nin­guna expresión de alegría o frustración en el rostro, como lo hacía la mayor parte de los internos.

Solo en dos ocasiones lo observé jugando voleibol. Su posición natural era la de armador, y se caracterizaba por la certeza de sus despejes de balón, los cuales, por lo general, pasaban rasantes sobre la red, casi imposibles de ser contestados por la defensa contraria. Pero la mayoría de las veces se mantenía al margen de los partidos.

—¿Por qué no le gusta jugar voleibol, Don Rafa? —le pregunté en una ocasión.

—No me gusta perder —me contestó secamente.

—Pero en todas las competencias se pierde y se gana, y además es solo un juego —insistí.

—Sí, pero no me gusta perder, por eso prefiero no jugar, me siento más a gusto.

A pesar de su afición por la soledad y el aislamiento, Caro Quintero nunca despreciaba una buena plática, sobre todo si se refería a temas de historia o política. Por eso a veces se le veía hablando tendidamente con algunos presos que ocupaban aquel mismo pabellón, en donde únicamente estaban los internos que cumplían con cualquiera de los cinco lineamientos psicosociales establecidos por el Consejo Técnico Interdisciplinario.

Al módulo uno eran asignados solo los presos que demostraran características de líderes, de intelectuales, con poder económico; los que gozaban de protección o quienes habían trabajado en el gobierno. Por eso la mayoría de los procesados como jefes de cártel se hallaba en ese sitio, aunque también estaba atestado de militares de diversos rangos, desde tenientes hasta tenientes coroneles.

Caro Quintero no era muy afecto a las relaciones con los mi­litares, por eso se mantenía a raya de quienes habían pertenecido a la milicia y que —dentro de la vorágine de violencia que vivió el país— se pasaron en algún momento al bando del narcotráfico y ahora enfrentaban sendos procesos penales, en los cuales se juga­ban decenas de años en prisión.

—¿No le gusta la amistad de los militares? —le pregunté cuan­do en una oportunidad observé cómo con tono despectivo se des­hizo de un militar que por segunda ocasión intentaba dialogar con él, buscando afanosamente su cercanía.

—No, no es eso. No tenemos nada en común —me contestó cortésmente, aquella vez que estábamos en el patio.

—¿Es porque son militares?

—Ya no lo son. Aquí todos somos iguales, mientras portemos este mismo uniforme —me dijo sin voltear a verme, mientras mantenía la vista perdida a lo lejos.

Cuando Rafael Caro estuvo sancionado y aislado en su celda, varios presos de ese pasillo, en forma solidaria, se quedaban en sus estancias los sábados y los domingos —lo cual estaba permitido y se podían omitir las actividades recreativas, si así lo quería el interno—, con la única intención de acompañar al preso más "distinguido" de Puente Grande. Él era uno de los más queridos ahí. Si no fue el más famoso de todos los que han estado en ese penal, sí compite en po­pularidad y en muestras de afecto de la población carcelaria con el propio Chapo Guzmán, no obstante el carácter reservado y callado que siempre manifestó el que fuera detenido en Costa Rica.

A pesar de que muchos reclusos se quedaban para hacerle compa­ñía mientras permanecía en segregación dentro de su estancia, a Caro Quintero no le gustaba charlar de celda a celda; nunca lo vi hablando a gritos desde una estancia a otra. Siempre lo observé conversando en corto, en voz muy baja, casi a hurtadillas, con la característica del diálogo breve. Por eso el tiempo que pasó en el apando se mantuvo casi en silencio, solo platicando con su compañero de estancia.

Lo conocí cuando él tenía 56 años de edad y casi 24 años de estar en prisión. Recluido poco menos de la mitad de su vida. Siempre bajo una estricta vigilancia del Estado por ser conside­rado el capo más grande del narcotráfico, en parte por la presión ejercida por el gobierno de Estados Unidos y en parte por la fama que le crearon los medios de comunicación.

— A mí los periodistas me hicieron la fama más grande de la debida —me dijo un día que le platiqué que yo era reportero—, y me pesa mucho. Hablaron de mí hasta más no poder. Nadie se los podía impedir.

— Si no le hubieran construido tal reputación, ¿cree usted que ya hubiera salido de la cárcel?

— Eso no lo sé, pero siempre pesa mucho lo que hablan los pe­riodistas de los que estamos en prisión. Todo lo que dicen los perió­dicos y la televisión lo consideran los jueces al momento de tomar alguna decisión: de eso no existe la menor duda.

— ¿Usted ha dado entrevistas a periodistas dentro de la cárcel?

— No, ni afuera —me respondió con aquella risita que le ca­racterizaba cuando estaba de muy buen humor.

— ¿Pero me imagino que lo han buscado varios reporteros para entrevistarlo?

— Demasiados, Chuyito. Ya estando en Almoloya, numerosos periodistas me hacían llegar peticiones para que les contara mi historia; muchos querían (y quieren aún) hablar conmigo. Pero yo, realmente no tengo nada que contarles. Lo que he vivido es mi vida y esa parte es mía.

— ¿Y usted no quiere hablar con ellos?

— No, no me interesa hablar con ninguno.

— ¿No le llama la atención relatar sus vivencias desde su punto de vista, con su propia versión?

— En estos momentos no; posiblemente un día autorice o es­criba algo, pero eso será después.

— ¿Ha rechazado a entrevistadores importantes?

— Pues no sé qué tan importantes sean, pero a todos aquellos que me han solicitado una conversación les he dicho que no me interesa hablar de mi vida.

A Caro Quintero siempre lo vi pasearse solo en el patio, cuan­do nos sacaban a tomar el sol o a la actividad de "caminata", que consistía en circular obligadamente en torno a la cancha de bas­quetbol. Nunca se rodeaba de acompañantes. Constantemente apartado, rumiando sus pensamientos, a pesar de las ofertas que se escuchaban de algunos militares para hacerle compañía. Su com­portamiento siempre fue muy discreto.

Al término de la caminata invariablemente optaba por sentarse en una de las bancas más alejadas de la puerta de acceso al patio, la que cariñosamente bautizó como "la oficina". Allí se iba a pasar el tiempo cada vez que salíamos de las celdas, sobre todo si la salida era por las tardes, después de las cuatro.

Allí, en "la oficina", Caro Quintero se sentaba a ver pasar a los otros presos que caminaban incansablemente para llegar rendidos a la noche y poder conciliar en algo el sueño. Pocas veces permi­tía personas en su espacio y en muy raras ocasiones aceptaba que alguien llegara a sentarse a su lado o a platicar.

Cuando tenía ganas de conversar o comentar algún tema que le interesara —siempre de asuntos políticos o noticiosos del mo­mento—, él mismo llamaba al preso con el que quería mantener el diálogo y le hacía la invitación a sentarse en "la oficina", dispo­niendo siempre atención y amistad para el "elegido".

Allí en su "oficina", muchas veces hablamos de temas históri­cos, porque es un aficionado a la historia nacional, principalmente a los hechos que dieron origen a la Revolución mexicana y al posterior establecimiento de los gobiernos revolucionarios, de los que no se limita a conocer los hechos, sino que indaga los detalles que dan origen a las acciones que los enmarcan.

— Tanto que me gusta la historia —una vez me confió—. Qué lástima que aquí no nos dejen pasar libros elegidos por nosotros mismos.

— ¿Le gusta mucho leer, Don Rafa?

— Solo libros de historia, son los que me entretienen; pero ya leí todos los que tiene la biblioteca, se lamentaba.

Era disciplinado, siempre guardaba compostura. Nunca habla­ba cuando los oficiales encargados de la seguridad ordenaban si­lencio en la fila. Y más que ganarse el respeto por el solo hecho de ser Rafael Caro Quintero, entre los internos se le quería por ser un preso nada conflictivo, una persona que se alejaba de los problemas y que —además— cada que podía evitaba que los demás tuvieran conflictos y trataba de ayudarles.

En el módulo uno, había semanas completas en que se prohibía toda actividad y no se permitía salir de las celdas, ni para ir al comedor. La comida era llevada a las estancias en platos de unicel. Ante el frío, dentro de aquellas rejas, los presos sacaban las manos por las minúsculas ventanas que dan al patio para sentir algo de sol.

En ocasiones, los internos —para ir matando el tedio de todo el día— organizaban rondas de canciones, las cuales con frecuen­cia interpretaban algunos de los militares procesados, a quienes se les reconoce dentro de ese sector del penal de Puente Grande por su mal gusto musical, dada su afinidad por la música grupera.

El canto aficionado, a veces, comenzaba después del mediodía y terminaba hasta las nueve de la noche, hora en la que se decre­taba el toque de silencio. En ese lapso se podía escuchar música de todos los géneros, salvo corridos —están prohibidos en todo el penal, y se sanciona a quien interprete temas alusivos al narco y sobre todo alChapo—; los más solicitados eran temas de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.

Caro Quintero nunca manifestó un gusto específico por algún tema musical.

— ¿Qué canciones le gustan, Don Rafa? —en una ocasión le preguntó un excapitán del Ejército allí recluido.

— A mí me gusta toda la música, capi —le respondió desde su celda—, usted aviéntese con la que guste. Usted sabe que se le aprecia el detalle.

— ¿Le gustan los corridos? —insistió el militar.

— Casi no, pero disfruto todo lo que haga sonsonete —explicó jocoso el de Sinaloa.

Y entonces un capitán de los allí procesados interpretó varios corridos, pese a la prohibición oficial para cantar ese tipo de músi­ca, con el riesgo de ser sancionado, de ser privado de la posibilidad de comunicación con el exterior. Era una de las formas de mani­festar el aprecio y el cariño hacia un compañero dentro de las rejas de Puente Grande.

— No le gustan los corridos, pero hay muchos que hablan de usted —le dije—. ¿Esos si le agradan?

— Tampoco —me respondió en tono seco—. No tengo pre­dilección por ninguno.

— ¿Cuántos canciones de este género ha mandado hacer para usted? —insistí.

— No le estoy diciendo que ninguno. No me gustan los corridos.

— Porque hay cientos que hablan de usted…

— Sí, la gente puede cantar lo que quiera, pero a mí no me atrae ese tipo de música y yo nunca he mandado escribir un solo tema para mí, remarcó.

— ¿Cuántos corridos conoce que hablen de usted?, insistí curioso.

— Yo no conozco ninguno. El abogadito que me visita me ha dicho que hay unos 200 que hablan de mí, y aunque no me atrai­gan, se le agradece a la gente que los compone.

— Entonces, ¿qué música sí le gusta?

— Toda la que sea para enamorar —dijo, mientras festejaba con una risita, como era su costumbre.

A los internos bien portados de las áreas de procesados y senten­ciados de Puente Grande se les otorga como estímulo el permiso para tener en su estancia un minitelevisor portátil personal de 18 centímetros. Caro Quintero, igual que menos de la mitad de los reclusos de aquel pasillo, era uno de los privilegiados con ese bene­ficio debido a su buena conducta. El aparato solo estaba autorizado a encenderse de las nueve de la mañana —una vez que concluía el segundo pase de lista— hasta una hora después del mediodía. Des­pués, únicamente se permitía ver televisión de las cuatro de la tarde a las nueve de la noche, hasta que llegaba el cuarto pase de lista.

— ¿Cuáles son los programas de televisión que más le gustan, Don Rafa? —le pregunté un día que nos sacaban de la estancia para dirigirnos al comedor.

— Yo veo de todo, Chuyito —me dijo en voz muy baja—, pero principalmente los noticieros y los programas de chismes de los artistas.

— ¿Le gustan las noticias de espectáculos?

— Sí, me gusta todo lo que tiene que ver con los artistas.

Los diálogos breves que se podían entablar con Rafael Caro, al igual que con la mayoría de los presos de ese sector del reclusorio, casi siempre eran concluidos abruptamente por instrucciones de los oficiales, quienes nos obligaban a guardar silencio y a avanzar en forma ordenada. Y eso había que cumplirlo para evitar empeo­rar la de por sí difícil situación que allí se vive.

Un domingo de cada mes era casi seguro que el aula, en donde se llevaban a cabo labores académicas y de biblioteca, se convirtie­ra en capilla para la celebración eucarística. Hasta ese lugar entraba un sacerdote de la diócesis de Guadalajara, que animosamente lle­vaba alivio espiritual para los presos.

En el interior de Puente Grande, en el módulo uno, existe una mayoría que practica el catolicismo, mientras que algunos se incli­nan por el ala protestante del cristianismo, y muy pocos practican el culto a la Santa Muerte, cuyos seguidores, al menos una vez al mes, hacen oración nocturna desde sus celdas, sin molestar a los que disienten de su creencia.

La práctica abierta del culto religioso es la única actividad que se manifiesta como opcional para la población penitenciaria de Puente Grande. A Rafael Caro lo llegué a ver en varias oportuni­dades durante las ceremonias que a manera de celebración euca­rística adecuaba el cura que hacía la visita carcelaria.

En una ocasión que el cura, incauto, habló sobre el pecado y la maldad que existe en el hombre, deslizó su convencimiento de que los presos tenían que pagar de alguna forma el daño cometido, dan­do por asentada la culpabilidad de todos los que estaban en proceso.

La aseveración del religioso exacerbó los ánimos de algunos asistentes en aquella pequeña aula, pero la voz de Caro Quintero permitió que los exaltados volvieran a la tranquilidad, recordando la buena fe del sacerdote y los riesgos de hablar sin conocer cada caso particular de los que estábamos recluidos.

— Oiga, padre —le dijo Rafael Caro—, si el pecado es algo que todos los hombres tenemos, ¿qué diferencia hay entre usted y yo?

El sacerdote, un tanto ruborizado, se quedó pensativo. No supo o no quiso entrar en polémica y agachó quedamente la cabeza para asentar en voz baja:

— Ninguna diferencia hay entre usted y yo… Todos somos hijos de Dios y tenemos derecho a enmendar nuestras vidas, así como ustedes lo están haciendo.

Nadie volvió a hablar en lo que restó de la ceremonia. El padre siguió su formulario y dio por concluida la celebración, no sin antes agradecerle a Caro Quintero el llamado de conciencia que le hizo con esa breve pregunta. Rafael Caro no respondió nada y solo bajó la cabeza para recibir la bendición del sacerdote, mien­tras otros presos se formaban detrás de él para ser bendecidos de la misma manera.

— ¿Usted es firme creyente, Don Rafa? —le pregunté a los po­cos días de haber transcurrido ese episodio.

— Creo en Dios, como la mayoría.

— Es que la mayoría aquí se olvida de Él…

—Bueno, entonces creo en Dios, como pocos —me dijo, a la vez que me veía y contenía la risa en los labios, mientras estábamos formados para regresar a la celda, luego de la cena, en el momento en que el guardia ordenó avanzar y nos obligó a guardar silencio a todos los que salíamos hacia el pasillo 2B.

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