Asaltar
los cielos/Juan Van-Halen, escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.
ABC
| 7 de agosto de 2015ççç
«El
cielo no se toma por consenso, sino por asalto». La frase es de Pablo Iglesias.
No es obvio recordar otra frase de similar calado aunque desde la realidad de
otra época. La pronunció Francisco Largo Caballero, el «Lenin español», durante
la campaña electoral de febrero de 1936: «La transformación total del país no
se puede hacer echando papeletas en las urnas… Estamos ya hartos de ensayos de
democracia; que se implante en el país nuestra democracia».
Hace
ochenta años, desde el radicalismo de izquierda se prometía lo que ahora. Ayer,
la transformación total del país, y hoy, el asalto a los cielos, que es más
poético, con el costoso riesgo de convertir los cielos en infiernos para llegar
a lo que para ambos políticos, el histórico y el actual, es «nuestra
democracia». Otra supuesta democracia. El empeño letal del cambio desde cero.
La
metáfora de Iglesias no es inocente, y tampoco original. El asalto a los cielos
viene del romanticismo alemán, figura en el «Hiperion» de Hölderlin; lo utiliza
Marx en una de sus cartas a Kugelmann, en 1871; lo emplea Lenin en la edición
rusa de esa correspondencia; así titula sus memorias Irene Falcón, secretaria
de Dolores Ibarruri, «Pasionaria»; y del mismo modo Javier Rioyo y José Luis
López Linares titularon su interesante documental sobre el asesinato de Trotsky
y Ramón Mercader, su asesino. El profesor José Ignacio Torreblanca dio el mismo
título a su libro sobre Podemos. El asalto a los cielos forma parte de la
retórica comunista, y quienes ahora dicen moderarse travestidos de
socialdemócratas, o de lo que convenga, no pueden –y pienso que no quieren–
liberarse de elementos de esa retórica muy anteriores a la caída del muro de
Berlín, que simbólicamente supuso la jubilación del sistema comunista por
oxidado e ineficaz.
El
retórico asalto a los cielos de aquellos muchachos de la Facultad de Políticas
de la Complutense, desmesurados y pedantes, comenzó a hacerse posibilidad con
el 15-M. La falta de respuesta del Gobierno de Zapatero, que miró para otro
lado, el almíbar con que recibieron a los llamados indignados ciertos sectores
y medios de comunicación y el poder de convocatoria, que probablemente
sorprendió a sus propios atizadores, convencieron a quienes luego promoverían
Podemos de que el sistema descartaba una eficaz línea de defensa y se mostraba
dubitativo y agrietado.
El
movimiento del 15-M coincidió con los meses finales del segundo mandato de
Zapatero, caracterizado como el primero por una vuelta al radicalismo, por un
guerracivilismo resucitado y por abrir la espita del odio, ya con la sospecha
generalizada de que el Gobierno había ocultado la crisis en 2007, incapaz de
atajarla, movido por intereses electorales, lo que confirmaría Solbes en su
libro «Recuerdos». No pocos consideran el populismo neoleninista de hoy como
hijo póstumo de la etapa zapaterista.
Para
el núcleo fundacional de Podemos, España vivía en 2011 «un momento comunista».
Iglesias lo entendió así: «Los comunistas nunca ganarán en unas elecciones en
momentos de normalidad; sólo lo pueden hacer en momentos de excepcionalidad
como los que vivía España […] la crisis hace saltar los conceptos existentes»,
y aclaraba: «Para que un golpista como Chávez gane unas elecciones tienen que
haber saltado los consensos sobre los significados básicos». Así ganó
elecciones y llegó al poder la dictadura de Hitler, otro golpista, en una
Alemania azotada por la depresión y la crisis de identidad.
El
Gobierno, confiado en que cada vez habría mejores datos económicos, insistió en
la recuperación que ya es evidente, aunque lenta; se centró en la economía.
Pero las claves eran ya otras. El populismo radical se aupó en la creencia de
que habían saltado «los significados básicos». Las urnas a veces son
caprichosas: Churchill perdió las elecciones tras ganar la guerra; los votantes
rara vez agradecen lo hecho y suelen sopesar mal los riesgos que esconden
quienes prometen paraísos.
La
estrategia de estos nuevos salvadores fue insistir mediáticamente sobre las
consecuencias de una crisis que no es sólo económica, sino que configura, en
paralelo, al menos otras dos crisis: territorial y de valores. Se alimentó la
penetración mediática de supuestas soluciones, inconcretas pero eficaces en sus
mensajes, como arietes de un cambio que tampoco se concretaba, pero que fue
entendido por muchos como salvavidas en un naufragio. Nadie esperaba concreciones
ni programas realistas porque lo que se removía con éxito era el sentimiento,
tantas veces ciego. Si a esa realidad y a esa estrategia sumamos el azote de la
corrupción, la semilla de este comunismo de nuevo rostro había de germinar
fatalmente en mayor o menor medida. Y así fue, aunque no con la contundencia
que sus dirigentes esperaban. No logró ser la fuerza hegemónica de la izquierda
en las elecciones municipales y autonómicas. Para que se dimensionasen
exageradamente sus resultados necesitó a un PSOE desnortado y con un liderazgo
débil que había perdido cientos de miles de votos desde 2011, el suelo
electoral más bajo de su historia. En muchos casos el PSOE actuó como bisagra
de Podemos, no al revés. Lo consigan o no a corto plazo, el objetivo de estos
nuevos comunistas es sustituir al socialismo como referencia de la izquierda y
desterrarlo a la irrelevancia. La actual dirección socialista puso ante el
populismo una alfombra roja. Puede que sólo les quede esperar.
Para
Iglesias y los suyos, el cambio desde cero lo justifica todo. El Derecho «no es
más que la voluntad política racionalizadora de los vencedores» y los medios
empleados han de supeditarse a los fines perseguidos. Desde la falsa
superioridad moral que esgrime históricamente la izquierda se da un paso más:
«La ética tiene que adaptarse a la necesidad de la victoria», como anota
Torreblanca.
Echo
de menos una reflexión académica convincente sobre el tsunami que llevó a los
españoles, que desde la Transición venían apostando mayoritariamente por
opciones políticas centradas a la derecha o a la izquierda, a ser seducidos en
porcentajes relevantes por un partido de aluvión, recién constituido, y cuyos
dirigentes se sitúan a sí mismos en un comunismo superado por el tiempo y la
razón. El fenómeno no supone el encuentro de una salida a ningún problema, sino
el castigo electoral para unos cuya desembocadura puede ser el caos para todos.
Ya vivimos claras evidencias de ello.
Un
proceso constituyente desde el olvido de la Transición y el carpetazo a la Constitución
consensuada hace casi cuarenta años sería suicida. Las instituciones no son
asambleas de Facultad, ni la metáfora de asaltar los cielos es el asalto al
Palacio de Invierno. Muchos nos alejamos de ese lenguaje belicista y no
entendemos el asalto, ningún asalto, como forma aceptable de ejercer la
política. Y no creemos en la falsa democracia de unos –«nuestra democracia»–,
sino en la democracia de todos.
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