Revista
Proceso
# 2029, 20 de septiembre de 2015.
Cuando
el país volteó hacia Guerrero 43 miradas sobre Ayotzinapa/HÉCTOR DE MAULEÓN
¿Quiénes
eran los normalistas atacados la noche de Iguala? Es la pregunta que se
responde, sin atenuantes, en el libro Ayotzinapa. La travesía de las tortugas,
de Ediciones Proceso. Medio centenar de reporteros salen a investigar la vida
de esos estudiantes protagonistas de uno de los capítulos más aterradores y
vergonzantes en la historia de este país y se topan no sólo con la currícula
que en la totalidad de los casos está hondamente tocada por la marginalidad y
el desamparo, sino con la desgracia que el día después carcome a las familias
involucradas. A continuación se reproduce el prólogo de esta novedad editorial
que convierte Ayotzinapa en un desquiciante territorio de todos. El volumen se
presentará el próximo miércoles 23 a las 17 horas en el Centro Prodh, ubicado
en Serapio Rendón 57-B, colonia San Rafael, en la Ciudad de México.
No
era la primera vez que alumnos de primer ingreso recibían una encomienda de
este tipo. Enviar “pelones” de primer año a “botear” y apoderarse de autobuses
comerciales es una suerte de ceremonia no oficial de ingreso en la escuela Raúl
Isidro Burgos. A diferencia de otras ocasiones, aquel 26 de septiembre de 2014,
los alumnos enviados a ejecutar la orden no regresaron.
Sabemos
lo que pasó, y al mismo tiempo lo que pasó sigue siendo un misterio.
“Procedan”, habría dicho el alcalde perredista de Iguala, José Luis Abarca,
cuando le comunicaron por radio que los normalistas andaban recorriendo la
ciudad. Comenzaba la noche de Iguala: la persecución, el ataque a tiros a los
estudiantes, la caída con una bala en la cabeza del alumno Aldo Martínez, la
llegada de la llovizna que lúgubremente iba a acompañar los sucesos de esa
noche, el aullido enloquecedor de las sirenas de la policía de Cocula, cuyos
elementos, armados como para la guerra –pasamontañas, rodilleras, ropa de
camuflaje–, cercaron y rafaguearon a los estudiantes… Los asesinatos de Julio
César Ramírez y Daniel Solís, las heridas de Edgar Vargas, la entrada en escena
del Ejército en el hospital Cristina, y su repentino, inexplicable mutis.
Y
la espiral de horror: el desollamiento de Julio César Mondragón, a quien le
arrancaron la piel de la cara y le extirparon los ojos; la agresión al autobús
de los Avispones de Chilpancingo, que costó la vida al chofer y a un jugador
del equipo; la muerte accidental de la pasajera de un taxi, cosida por las
balas de los municipales; la noche que avanzaba cada vez hacia algo peor: la
entrega, dice la única versión disponible hasta el momento, de los estudiantes
al Chucky, y a su grupo de halcones y sicarios. Oyen bien: la entrega de unos
normalistas que no han cumplido 20 años a un grupo criminal dedicado al
narcotráfico. Una entrega que ocurre por parte de fuerzas del estado. La
versión que luego dieron los sicarios detenidos, de que los muchachos fueron
amarrados y apilados como bultos en la camioneta de redilas que los condujo a
un intrincado basurero municipal; la muerte de algunos en el trayecto, se dice
que por asfixia; el interrogatorio y la tortura de los sobrevivientes, con
intención de saber quiénes eran: “¿Son contras? ¿Son Rojos?”. El encendido de
la hoguera en el agujero conocido como “el hoyo del Papayo” y al otro día, la
recolección de los restos en bolsas de basura arrojadas al río donde luego se
recogió un trozo de hueso perteneciente al alumno Alexander Mora Venancio.
Al
final, el mensaje de texto que El Chucky envió a Casarrubias: “Nunca los van a
encontrar”.
¿Qué
había pasado con los estudiantes? ¿Por qué si su lucha era social y política
les habían dado trato de sicarios? ¿Por qué emboscarlos, perseguirlos,
torturarlos, quemarlos, desaparecerlos? ¿Quiénes eran ellos? ¿Y quiénes eran
los Guerreros Unidos?
La
masacre de Iguala tuvo el mismo efecto de cuando alguien quita de golpe la
sábana blanca que oculta un cadáver putrefacto. El país volteó a mirar Guerrero
y descubrió gusanos y un olor pestífero.
Marco
Antonio Ríos Berber fue uno de los primeros detenidos. Le había tocado “halconear”
la noche del 26 de septiembre. Él llevó a las autoridades a la loma donde
aparecieron más de 30 cuerpos, ninguno de los cuales correspondía a los
normalistas. Ríos Berber se había quedado vigilando un camino la noche en que
los estudiantes fueron llevados al basurero. Pero conocía el sitio en el que
otras personas habían sido inhumadas clandestinamente, y creyó que allí
aparecerían los cuerpos que las autoridades reclamaban.
No
era así. En ese lugar no estaban los normalistas, sino una de las verdades más
crudas del estado de Guerrero. La historia de esos cadáveres estaba narrada en
el teléfono de Ríos Berber. En la galería de fotos que el “halcón” conservaba
–más de 30–, aparecían los retratos de varias personas golpeadas, hinchadas,
desfiguradas. Gente que gritaba o lloraba. Gente antes de morir.
En
esos días, varios grupos criminales se estaban disputando Iguala, el
“escurridero” donde se almacena la amapola producida en el estado; el punto del
que sale alrededor de 70% de la heroína que llega a Estados Unidos. Las
personas enterradas en esas fosas pertenecían a organizaciones rivales: Los
Rojos, La Familia, Los Templarios… cualquiera de los 26 grupos criminales que
hoy han sido identificados en Guerrero. Habían llegado a Iguala a pelear la plaza,
o a llevar armas, o a secuestrar gente, o a mover droga.
Para
los Guerreros Unidos no era difícil descubrir a esos intrusos. Cada que un auto
con placas de otro estado circulaba por Iguala, la policía municipal le marcaba
el alto; si descubría algo fuera de lugar, los sospechosos eran entregados de
inmediato al Chucky: los Guerreros Unidos formaban el verdadero cuerpo de
“seguridad”, el verdadero aparato de justicia del municipio. Lo ocurrido en
Iguala era el hilo de la madeja de un sistema de corrupción, injusticias y
atrocidades sin límite. La tragedia de los 43 estudiantes dejó al descubierto
como pocas veces antes la podredumbre de un sistema infiltrado por el crimen
organizado, y construido y tolerado, inescrupulosamente, por sus primeros
beneficiarios: gobernantes y partidos políticos. Iguala exhibió toda suerte de
delitos y contubernios. Expuso la distancia enorme que existía entre el estado
de Guerrero y la casa en que habitaba el presidente de México. Lanzó a la cara
de todos las condiciones en que viven y mueren los habitantes de uno de los
estados más pobres, más humillados, más agraviados, más violentos e impunes del
país.
En
México, desde que la muerte dejó de ser suceso para transformarse en cifra,
cada muerte nueva sirve para desmentir o confirmar una estadística. La muerte
es una medida nada más: desde que el país produce cadáveres en serie, las
tragedias se han vuelto cuantitativas. Las volvemos simples números y nos
referimos a ellas con la frialdad de las cifras.
Ayotzinapa.
La travesía de las tortugas es un libro ejemplar en muchos sentidos. Porque le
devuelve los rostros a esos números que se desgastan de tanto repetirse, porque
restituye a muertos y desaparecidos la vida que aquella noche les robaron: “Un
reportero busca historias pero en Ayotzinapa encuentra rostros –escribe,
brillantemente en estas páginas, Emiliano Ruiz Parra–. Rostros fijados para
siempre en la cotidianidad de las selfies, en las fotos de adolescentes que
registran su mejor ángulo… El rostro te impone un mandamiento: ‘No matarás’. La
ética ya no viene del sujeto y de la razón (como pensó Kant) sino del rostro
del otro. La ética es el otro…”.
Para
Marcel Schwob, lo único que cada hombre posee en realidad son sus
extravagancias y sus anomalías. Esto hace que en el arte de la biografía la
vida de cualquier hombre tenga el mismo valor, “sea un pobre actor o
Shakespeare”. Esa verdad profunda es la que salen a buscar los 43 periodistas,
los tres editores y los 15 fotógrafos que firman este libro. Cada uno de ellos
hace cuatro visitas a Ayotzinapa y se dirige luego a las poblaciones de donde
procedían los normalistas desaparecidos, heridos o fallecidos aquella noche
infausta. Todos solventan de su propio bolsillo los gastos de traslado y
hospedaje. Suben cerros, van a pueblos, visitan rancherías. Andan detrás de una
pregunta básica que no todos los medios –muchos de ellos empeñados en el
ensalzamiento o la descalificación automáticos– llegaron a hacerse. ¿Quiénes
eran los 43 normalistas que no volvieron del infierno de Iguala? ¿Cómo eran sus
vidas, sus familias, sus problemas, sus sueños, sus lugares de origen?
Esas
preguntas detonan este libro. Por eso afirmo que Ayotzinapa. La travesía de las
tortugas es en muchos sentidos ejemplar: porque procede de la solidaridad de un
gremio: ninguno de los autores ha cobrado por su investigación, nadie obtendrá
un solo peso por el tiempo que han gastado, por el texto que ha escrito. Por
mutuo acuerdo, las ganancias que genere esta obra serán donadas a los padres de
las víctimas.
El
libro es también un catálogo de miradas, un escaparate de estilos al que solo
se exigió precisión e investigación. Sus autores son periodistas independientes
y colaboradores de CNN, Animal Político, Proceso, El Financiero, Frente, El
Universal TV, El Gráfico, Quadratín, La Jornada Guerrero, Emeequis y
SinEmbargo, entre otros. Estos otros 43 (más los tres editores y los 15
fotógrafos) han puesto algo de sí para traer piezas nuevas al rompecabezas.
Para seguir aclarando el misterio que un año más tarde sigue siendo Iguala.
Esta
forma de la luz en medio de las sombras se debe también a los normalistas.
“¿Por
qué Ayotzinapa. La travesía de las tortugas?”, quise preguntar la tarde en que
me invitaron a hacer este prólogo. Una de las autoras se anticipó:
–Ayotzinapa
es una palabra náhuatl que significa “tortuga preñada cuatro veces”. Travesía,
porque la mayor parte de los padres creen que sus hijos están de viaje, en
algún lugar, y pronto regresarán.
Sí.
Luz en medio de las sombras.
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