El
País | 20 de septiembre de 2015..
La
fotografía de Aylan Kurdi, un niño sirio de tres años muerto en una playa de
Turquía cuando con su familia trataba de emigrar a Europa, conmovió al mundo
entero. Y sirvió para que varios países europeos ampliaran su cuota de
refugiados —no todos, desde luego— y la opinión pública internacional tomara
conciencia de la magnitud del problema que representan los cientos de miles,
acaso millones, de familias que tratan de escapar del África y de Medio Oriente
hacia el mundo occidental donde, creen, encontrarán trabajo, seguridad y, en
pocas palabras, la vida digna y decente que sus países no pueden darles.
Es
bueno que haya ahora, en los países más prósperos y libres del mundo, una
conciencia mayor de la disyuntiva moral que les plantea el problema de estas
migraciones masivas y espontáneas, pero sería necesario que, por positivo que
sea el esfuerzo que hagan los países avanzados para admitir más refugiados en
su seno, no se hicieran ilusiones pensando que de este modo se resolverá el
problema. Nada más inexacto. Aunque los países occidentales practicaran la
política de fronteras abiertas que los liberales radicales defienden
—defendemos—, nunca habría suficiente infraestructura ni trabajo en ellos para
todos quienes quisieran huir de la miseria y la violencia que asolan ciertas
regiones del mundo. El problema está allí y sólo allí puede encontrar una
solución real y duradera. Tal como se presentan las cosas en África y Medio
Oriente, por desgracia, aquello tomará todavía algún tiempo. Pero los países
desarrollados podrían acortarlo si orientaran sus esfuerzos en esa dirección,
sin distraerse en paliativos momentáneos de dudosa eficacia.
La
raíz del problema está en la pobreza y la inseguridad terribles en que vive la
mayoría de las poblaciones africanas y de Medio Oriente, sea por culpa de
regímenes despóticos, ineptos y corruptos o por los fanatismos religiosos y
políticos —por ejemplo el Estado Islámico o Al Qaeda— que generan guerras como
las de Siria y Yemen, y un terrorismo que diariamente ciega vidas humanas,
destruye viviendas y tiene en el pánico, el paro y el hambre a millones de
personas, como ocurre en Irak, un país que se desintegra lentamente. No se
trata de países pobres, porque hoy en día cualquier país, aunque carezca de
recursos naturales, puede ser próspero, como muestran los casos extraordinarios
de Hong Kong o Singapur, sino empobrecidos por la codicia suicida de pequeñas
élites dominantes que explotan con cinismo y brutalidad a esas masas que,
antes, se resignaban a su suerte. Ya no es así gracias a la globalización, y,
sobre todo, a la gran revolución de las comunicaciones que abre los ojos a los
más desvalidos y marginados sobre lo que ocurre en el resto del planeta. Esas
multitudes explotadas y sin esperanza saben ahora que en otras regiones del
mundo hay paz, coexistencia pacífica, altos niveles de vida, seguridad social,
libertad, legalidad, oportunidades de trabajar y progresar. Y con toda razón
están dispuestas a hacer todos los sacrificios, incluido el de jugarse la vida,
tratando de acceder a esos países. Esa emigración no será nunca detenida con
muros ni alambradas como las que ingenuamente han construido o se proponen
construir Hungría y otras naciones. Pasará por debajo o por encima de ellos y
siempre encontrará mafias que le faciliten el tránsito, aunque a veces la
engañen y conduzcan no al paraíso sino a la muerte, como a los 71 desdichados
que murieron hace algunas semanas asfixiados en un camión frigorífico en las
carreteras de Austria.
La
capacidad para admitir refugiados de un país desarrollado tiene un límite, que
no conviene forzar porque puede ser contraproducente y, en vez de resolver un
problema, generar otro, el de favorecer movimientos xenófobos y racistas, como
el Front National de Francia. Es algo que está ocurriendo incluso en países tan
avanzados como la propia Suecia, donde la última encuesta de opinión pone a un
partido antiinmigrantes como el más popular. No hay duda que la inmigración es
algo indispensable para los países desarrollados, los que, sin ella, jamás
podrían conservar en el futuro sus altos niveles de vida. Pero para ser eficaz,
esta inmigración debe ser organizada y ordenada de acuerdo a una política común
inteligente y realista, como está proponiendo la canciller Angela Merkel, a
quien, en este asunto, hay que felicitar por la lucidez y energía con que
enfrenta el problema.
Pero,
en verdad, este sólo se resolverá donde ha nacido, es decir, en África y el
Medio Oriente. No es imposible. Hay dos regiones del mundo que eran, al igual
que estas ahora, grandes propulsoras de emigrantes clandestinos hacia
Occidente: buena parte del Asia y América Latina. Esta corriente migratoria ha
disminuido notablemente en ambas a medida que la democracia y políticas
económicas sensatas se abrían camino en ellas, los Estados de derecho
reemplazaban a las dictaduras, y sus economías comenzaban a crecer y a crear
oportunidades y trabajo para la población local. La manera más efectiva en que
Occidente puede contribuir a reducir la inmigración ilegal es colaborar con
quienes en los países africanos y el Medio Oriente luchan para acabar con las
satrapías que los gobiernan y establecer regímenes representativos,
democráticos y modernos, que creen condiciones favorables a la inversión y
atraigan esos capitales (muy abundantes) que circulan por el mundo buscando
donde echar raíces.
Cuando
era estudiante universitario recuerdo haber leído, en el Perú, una encuesta que
me hizo entender por qué millones de familias indígenas emigraban del campo a
la ciudad. Uno se preguntaba qué atractivo podía tener para ellas abandonar
esas aldeas andinas que el indigenismo literario y artístico embellecía, para
vivir en la promiscuidad insalubre de las barriadas marginales de Lima. La
encuesta era rotunda: con todo lo triste y sucia que era la vida, en esas
barriadas los ex campesinos vivían mucho mejor que en el campo, donde el
aislamiento, la pobreza y la inseguridad parecían invencibles. La ciudad, por
lo menos, les ofrecía una esperanza.
¿Quién
que padezca la dictadura homicida de un Robert Mugabe en Zimbabue o el averno
de bombas y machismo patológico de los talibanes de Afganistán, o el horror
cotidiano que yo he visto en el Congo, no trataría de huir de allí, cruzando
selvas, montañas, mares, exponiéndose a todos los peligros, para llegar a un
lugar donde al menos fuera posible la esperanza? Esas masas que vienen a Europa,
desplegando un heroísmo extraordinario, rinden, sin saberlo en la gran mayoría
de los casos, un gran homenaje a la cultura de la libertad, la de los derechos
humanos y la coexistencia en la diversidad, que es la que ha traído desarrollo
y prosperidad a Occidente. Cuando esta cultura se extienda también —como ha
comenzado a ocurrir en América Latina y el Asia— por África y el Medio Oriente,
el problema de la inmigración clandestina se irá diluyendo poco a poco hasta
alcanzar unos niveles manejables.
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