El
Mundo | 9 de septiembre de 2015.
Se
bebe más café que té, hay más fervor papista que anglicano, los sastres
londinenses visten menos a los duques que a los jeques y -para espanto de
victorianos- hasta el sistema métrico decimal ha hecho avances sustantivos. De
la reina Victoria a la reina Isabel, no hay casi nada que no haya cambiado en
Gran Bretaña: la emperatriz de la India ejercía su dominio sobre “un
continente, cien penínsulas, dos mil ríos y diez mil islas”; la Cabeza de la
Commonwealth, sobre una docena de caprichos geográficos y paraísos fiscales.
Entre
una y otra soberana, la pacatería decimonónica se ha abandonado a las sombras
de Grey e incluso Escocia ha pasado del romanticismo de las Highlands a
plantear su independencia. Sí, de finales del siglo XIX a la segunda década del
XXI, son muchas las cosas que han cambiado en Reino Unido. Tras perder un
imperio y ganar dos guerras mundiales, su modelo monárquico está entre las
pocas que no.
Fue
su gran codificador, Walter Bagehot, quien plasmó una de las ventajas que
asisten a la realeza: la capacidad de mantener la corona “escondida como un
misterio”, o bien de “pasearla como en un desfile”. Hoy la reina Isabel supera
las marcas de su tatarabuela Victoria y -hoy igual que ayer- la monarquía aún
parece a la busca de “endulzar la política con la justa adición de
acontecimientos hermosos”. Un ‘royal’ más cínico lo ha llamado “el negocio de
la felicidad”, pero -cinismos aparte- ahí está la misma intuición que ya había
tenido Disraeli: bajo el gobierno del pueblo, la importancia de la corona bien
podía ser mayor y no menor.
Y
no hace falta más que asomarse a una televisión para comprobar que, en efecto,
sigue habiendo personas “a las que siempre preocupará más un matrimonio que un
ministerio”. Es la mezcla de la monarquía a la vez como “encantamiento
místico”, según Bagehot, y como institución “capaz de llevar el orgullo de la
soberanía al nivel de la vida diaria”. Al explicar el apego del pueblo
británico a sus reyes, G. M. Young citará un rasgo “que se suele escapar a los
estudiosos de la filosofía política”: precisamente, “el afecto”.
No
está mal para unas gentes que Koestler vio “sospechosas de toda causa,
desdeñosas de todo sistema, aburridas por las ideologías y escépticas con las
utopías”. E incluso esas razones del corazón tienen su punto de paradoja: al
fin y al cabo, la Historia del país puede leerse como un intento de embridar el
poder real en todo lo que va de la magna carta allá en el siglo XIII a la
sentencia de Macaulay -“el príncipe reina y no gobierna”- ya entrado el XIX. La
propia Victoria, tan dada a meterse en políticas, llevaría muy a mal esa
limitación de su capacidad ejecutiva. Y, sin embargo, la lenta sedimentación de
la monarquía parlamentaria iba a avalar el genio británico para la transacción
pragmática con un modelo en el que todos ganaban más que perdían. La sociedad
podía respaldar a su monarca sin temor a tentaciones despóticas. Las
instituciones lograban equilibrar “el viejo sentimiento de la monarquía
heroica” con “el refinamiento de la constitución”. La reina sumaba enteros de
autoridad e influencia con sus funciones, hoy clásicas, de “ser consultada,
exhortar y prevenir”. Y al Estado, “el digno uso” de la corona le podía aportar
“un valor incalculable”.
odavía
en nuestros días, el uso más digno y el mayor valor de la monarquía
parlamentaria pasará por situar en la Jefatura del Estado a una personalidad
libre de lazos partidistas. Con Victoria como con Isabel, la figura real se
erige en “la luz por encima de la política”, y el reconocimiento de su
autoridad va a depender del mantenimiento estricto de su neutralidad. El
victoriano Bagehot lo explica con elocuencia: para hacer efectiva su condición
de símbolo, el monarca “no debe entrar en los combates de la política, o dejará
de tener la reverencia del resto de combatientes”. Por igual motivo, tampoco
aceptará partidos u hombres del rey. Esa misma independencia dará testimonio de
su superioridad sobre la refriega partidista: si la contienda ideológica afecta
a todas las facciones, el monarca demuestra que hay zonas del Estado sustraídas
a las divisorias de la política del día a día. “La nación”, dice Bagehot,
“tiene dos partidos, pero la corona no es de ninguno”. Es su única manera,
también, de ser de todos.
Con
corrientes republicanas incluso en los tiempos -tan dados al mito- de la reina
Victoria, siempre habrá razones numerosas para apoyar y para deplorar la
monarquía. En todo caso, habrá bastantes menos para pensar que la experiencia
británica no ha sido un éxito para el país. El propio perfil de Isabel II ha
podido ser de utilidad para gobiernos de corte fuertemente reformista, al
ofrecerse como punto fijo de continuidad institucional capaz de amortiguar los
cambios de la política. Por algo la reina ha sido tan estimada -entre otros- de
los políticos de izquierda. Y si la exportación del modelo insular -de España a
Noruega y de Bélgica al Japón- ratifica sus logros, la capacidad de adaptación
de las monarquías las muestra más como pervivencia que como anacronismo.
Por
supuesto, el progreso y la modernidad de sociedades como la sueca o la
holandesa no pueden atribuirse de modo directo a su forma de gobierno, pero
-del mismo modo- tampoco cabe soslayar su aporte en términos de estabilidad.
Ciertamente,
al tratar de la corona, se hace ineludible la consideración de la ejemplaridad.
Lo dejó dicho -hombre de influencia- el príncipe Alberto, consorte de Victoria:
“La exaltación de la monarquía sólo es posible por el carácter personal del
soberano”. Ahí puede argüirse que ni los mayores críticos del sistema
monárquico han podido reprocharle a Isabel II irresponsabilidad o ligereza.
Tanto
‘Victoria and Albert’ como la actual reina sabían que, en tiempos de
deferencias declinantes, a la realeza se le exige cada vez más el empleo
práctico de su naturaleza simbólica. La corona, como escribió Cánovas, “no
puede estar tan alta que se pierda entre las nubes”. Es tanto como decir que
debe ponerse a trabajar.
Con
el propósito expreso de constituirse como “fuerza moral”, la vertiente
filantrópica de la corona fue una de los más útiles empeños de la corona
victoriana. De su época a la nuestra, la labor que más ha prestigiado a las
monarquías ha sido, justamente, su apertura a los proyectos de la sociedad
civil. Se trata de dar voz a grupos, iniciativas y necesidades que rara vez
resuenan entre las prioridades de la política y que son expresión de vínculos
ciudadanos fuera del marco del Estado. Esas acciones de la corona constituyen
la gestualidad “inteligible” que Bagehot pedía a la realeza para mostrar su
utilidad a ojos de los ciudadanos.
Hoy
la llamamos “monarquía del bienestar” y, en años de escrutinio mediático, esa
implicación y esa apertura es lo que se demanda de los soberanos actuales. La
corona obliga aún con aquella “esclavitud precisa” de la que habló Felipe II, y
la cabeza de la nación -como afirma Bogdanor- ya no puede acogerse a su lejanía
para sostener su mística. Así lo ha entendido, durante más de seis décadas,
Isabel II. Y así ha dejado atrás esos años en que sus antecesores se permitían
devolver los dossieres del Gobierno tatuados con el cerco de un vaso de un
whisky.
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