Serpientes de
verano/Javier Reverte, periodista y escritor.
Publicado en ABC
| 9 de septiembre de 2015..
Recuerdo
que, en mis años de joven periodista, durante los estíos apenas sucedían hechos
importantes como para alcanzar el grado de noticia –ni siquiera crímenes
pasionales– y nos las veíamos y las deseábamos para idear una llamativa primera
página. Ávidamente, buscábamos «serpientes de verano», como llamábamos a las
informaciones engordadas y sobrevaloradas con las que dar al periódico un
cierto grado de interés. La expresión venía, como adivinará el lector, de un
enorme reptil anfibio que cada verano era avistado por algunos turistas en el
famoso lago Ness. Nunca se dejaba ver en invierno, sólo en verano. Y creo que
no habrá muchas fotos publicadas tantas veces en el mundo como la del cuello
del bicho surgiendo vertical, parecido al periscopio de un submarino, de las
aguas oscuras de la laguna escocesa.
Ahora,
sin embargo, durante los últimos estíos, hay que escoger a diario, entre
decenas de desastres, cuáles llevar a la primera página –o al titular del telediario
o del informativo radiado–, no ya para atraer la curiosidad de quien lee, ve, o
escucha, sino para alertar sobre las graves incertidumbres que acechan nuestra
existencia. Porque vivimos tiempos de perplejidad y miedo. Y los humanos nos
sentimos más desprovistos que nunca de razones para aspirar a la felicidad y a
un mundo mejor.
Hace
poco, en el semanario francés «Le Point», leía una interesante entrevista con
el filósofo judío francés Alain Filkenkraut. Fue uno de esos jóvenes rebeldes
surgidos de las cenizas de Mayo del 68 –como Gluksman y el algo más tardío y
precoz Henry-Lévy–, cuyos controvertidos pensamientos, crecidos en los pupitres
de la rebelión universitaria, se han adaptado confortablemente al tradicional
«establishment» político.
Daba
Filkenkraut en la entrevista un ingenioso diagnóstico de la era que nos toca
vivir: «Los pesimistas creen que la catástrofe está al llegar. No comparto su
optimismo. La catástro fe está en marcha». Volviendo a lo que señalaba al
principio sobre las «serpientes de verano» no hay que irse al lago Ness para
encontrar titulares que alienten el morbo, porque más bien despiertan nuestro
pavor. La explosión de Tianin (China), por ejemplo, que ha provocado un nuevo
cataclismo en el medio ambiente. O la avalancha de refugiados que huyen de los
territorios de Oriente Medio y Afganistán hacia las fronteras de la estupefacta
e insolidaria Europa. O los libios que mueren en el mar buscando las costas
italianas. O los peligros que se ciernen de nuevo sobre la economía mundial,
tras el desfallecimiento financiero de un país tan poderoso como China y
después del gran fiasco griego. O el avance de la corrupción en los sistemas
políticos más acreditados. O el crecimiento del egoísmo nacionalista. O la
pujanza de Estado Islámico y sus métodos de expandir el terror. O la
posibilidad de que un imprevisto atentado terrorista, organizado por un «lobo
solitario», nos pille en el lugar equivocado a la hora inoportuna. O las
apabullantes cifras de seres humanos que cada día pierden su empleo, su
vivienda y su patria. O los muertos por las guerras y hambrunas. El lago Ness,
con aquel temible monstruo oculto en sus profundidades, nos parece ahora una
charca de pececitos de colores.
El
principal problema de nuestro tiempo es, en mi opinión, que la democracia se ha
debilitado y envilecido y eso hace que nos sentamos incapaces de controlar
nuestro destino. Incluso los filósofos parecen cansados de pensar y ya no
emiten apenas juicios éticos, quién sabe si aterrados y arrepentidos ante las
consecuencias funestas que sus ideas arrojaron sobre la humanidad el pasado
siglo XX. Hace poco, el director de cine Peter Greenway clamaba: «Nos hemos
desecho de Dios, de Satán y de Freud. ¡Por fin estamos completamente solos en
la historia de la Humanidad!». Solos, sí; pero también desvalidos y
desconcertados. No obstante, ¿qué tiene que ver el desfallecimiento de la
democracia con Tianin, con las olas de refugiados sirios, con los ahogados
libios, con la crisis económica, con la corrupción política y con el
terrorismo? Nada en la apariencia, todo en la sustancia.
La
democracia fue un sistema inventado por los hombres para hacerse a sí mismos
más libres dentro de una sociedad más justa. Y con ese espíritu, ese sistema
fue capaz de alzar un modo de vida en común repleto de vitalidad y de vigor.
Cuanto más democrática era una sociedad, más fuerte se hacía. Sencillamente
porque los ciudadanos la veían como algo suyo, como una seña que formaba parte
de su íntima razón de ser.
Pero
hace ya tiempo que los valores que fundamentaban la sociedad democrática se han
pervertido y han vencido las leyes ciegas del mercado libre y del capitalismo
voraz sobre los principios de solidaridad y de justicia. El monopolio del poder
lo detentan ahora las finanzas y ese poder no elegido en las urnas crea un
sistema sin alma, basado, tan sólo, en el beneficio. Hoy, el FMI, el Banco
Europeo, las agencias de calificación, las «troikas» y otros organismos de
parecido jaez son mucho más poderosos que la mayoría de los gobiernos elegidos
libremente. Y peor todavía: a su arrimo, continúan creándose entidades de
decisión económica exentas de control parlamentario.
No
obstante, sin ideales ni valores, no hay democracia posible. Y así surgen las
dictaduras e intransigencias a las que no sabemos enfrentarnos: el Assad,
Estado Islámico, Libia…. Y la corrupción campa libremente por el mundo y hace
posibles los Tianin, burlando leyes de control ecológico. Y el paro y el hambre
aumentan porque lo prioritario es reflotar a los bancos. Y miles de personas
huyen de sus hogares en busca de patrias nuevas que les reciben con muros y
alambradas. Y este volcánico proceso no se detiene sencillamente porque las
convicciones democráticas se han debilitado y nadie las defiende con vigor
suficiente. Hay armas, pero no principios.
Por
cierto: la democracia, un invento griego, la salvaron en Maratón diez mil
hombres libres –entre ellos el dramaturgo Esquilo– luchando contra los
doscientos mil soldados de un despótico emperador persa. Los banqueros del
Ática permanecieron, entretanto, encerrados en sus casas.
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