Un corte de mangas de Irán a Obama?/Jonathan Freedland, columnista de The Guardian
Publicado en EL MUNDO, 17/06/09;
Durante una fracción de segundo, cuando las imágenes de Teherán mostraban a mujeres jóvenes, con gafas de sol de la marca Victoria Beckham y asomando bajo sus pañuelos mechones de pelo rubio oxigenado, mientras hacían cola para emitir su voto en las elecciones presidenciales, daba la impresión de que Irán estaba a punto de poner punto y final a su aislamiento desabrido de los últimos cuatro años. Por la participación histórica, parecía que los iraníes iban a poner de patitas en la calle a Mahmoud Ahmadineyad y que iban a ofrecer al mundo una cara diferente, mucho más abierta. Si hubiera sido ése el resultado de las elecciones, se habría interpretado, en parte, como un primer triunfo de Barack Obama. Sin duda, sus aliados habrían asegurado que la mano que el presidente de EEUU tendió al mundo musulmán en El Cairo hace menos de 15 días había aflojado el puño iraní.
Sin embargo, no es esto lo que ha ocurrido. Al contrario, Obama contempla hoy un paisaje bien distinto en Oriente Próximo, que ha cambiado en apenas un fin de semana por culpa de lo que a todas luces parecen unas elecciones robadas en Irán, al mismo tiempo que se producía una vuelta a viejas posiciones en la política del primer ministro de Israel, Netanyahu. Por ambas razones, surgen interrogantes sobre el planteamiento general de la política exterior de Obama.
Una primera impresión sugiere que el presidente estadounidense ha recurrido a la bien conocida combinación del palo y la zanahoria. Zanahoria en el caso de Irán, en forma de diálogo, respeto y mensajes personales de vídeo cargados de elogios a la civilización iraní. Y palo en el caso de Israel, inequívocamente expresado mediante exigencias explícitas -sin margen para interpretaciones- para que ponga fin a la construcción de asentamientos de colonos en Cisjordania.
De acuerdo con este punto de vista, Obama debería llegar a la conclusión de que las zanahorias no sirven para nada mientras que el palo, sí, puesto que ha empujado a Netanyahu a pronunciar por fin las palabras «Estado palestino», incluso aunque esta expresión haya salido de su boca, tal y como lo expresó un comentarista israelí, como si le hubieran extraído sin anestesia una muela cariada. Obama ha apretado con firmeza las tuercas a Netanyahu, y le ha dado resultado; se ha hecho el bueno con Teherán y no ha conseguido nada. Es hora de sacar la conclusión evidente.
Ahora bien, puede que las cosas no sean tan simples. Empecemos por Irán. Es verdad que la Casa Blanca tenía esperanzas en que su política conciliadora diera lugar a un cambio, después de los años de Bush de condena a las tinieblas exteriores. Si los resultados de las elecciones presidenciales fueran legítimos, significaría que el pueblo iraní habría oído la meliflua palabrería de Obama y se habría quedado igual que antes. Lo cual no es un disparate total: dos organizaciones estadounidenses sin ánimo de lucro realizaron durante el mes pasado una macroencuesta de opinión en Irán con todos los requisitos científicos, y lo cierto es que se encontraron con que Ahmadineyad ganaba a sus oponentes por goleada.
Ahora bien, ¿y si de verdad ha habido un pucherazo electoral? Parece probable, dada la naturaleza inesperada de algunos de los datos, rematada con la circunstancia de que Ahmadineyad haya batido a sus rivales incluso en las localidades natales de éstos. Si el presidente de Irán y las autoridades clericales extremistas a las que sirve como testaferro han amañado las elecciones, se confirmaría la naturaleza del régimen al que se enfrenta Obama. Además, expone al presidente de Estados Unidos a la acusación, ya puesta en circulación por la derecha, de que era un ingenuo si pensaba que podía entenderse en cuestiones importantes con lo que no es nada más que una dictadura teocrática.
El Gobierno de Estados Unidos está listo para presentar sus contraargumentos. En primer lugar, la política de diálogo se planificó ya con la idea de que Ahmadineyad iba a ser presidente durante dos mandatos. Cierto, un destacado miembro del Gobierno me confesó que no faltaban en la Casa Blanca quienes habían empezado a pensar que estaban a punto de «abrir una grieta» en Irán cuando vieron el entusiasmo que estaba causando la campaña de Musavi desde la oposición. Hasta llegaron a creer que estaban a punto de contemplar una segunda parte de las elecciones de este mismo mes en el Líbano, en las que una coalición pro occidental ha derrotado a Hizbulá y sus aliados. No obstante, esa sensación no les ha durado mucho.
Tampoco es que los políticos de Washington sientan náuseas por dialogar con una nación que pone en práctica un simulacro de democracia de puertas afuera sin que le falte detalle, incluso con sus mítines y sus debates, simplemente para machacar brutalmente a los disidentes cuando la población vota lo que no debe. Esos escrúpulos no han impedido a Estados Unidos entenderse con China, Rusia, Arabia Saudí y una larga lista de países. Como explicó Obama hasta la extenuación durante la campaña electoral del 2008, no cree que la diplomacia sea un premio al buen comportamiento sino una herramienta para hacer valer los intereses particulares de Estados Unidos.
Sin embargo, eso no es algo que Washington vaya a ofrecer indefinidamente. «Ya veremos si da sus frutos -puntualiza el miembro del Gobierno-. Si no es así, llegará un momento en que tendremos que probar alguna otra cosa. No es algo ilimitado». ¿Cuándo se agotará la paciencia de los estadounidenses? La respuesta es a finales de este año. A partir de entonces, los diplomáticos occidentales creen que Teherán alcanzará el punto en que ya no cabe echar marcha atrás en el tema nuclear, el momento en el que ya nadie podrá impedirles que se hagan con la bomba.
En este contexto, el equipo de Obama podría incluso hacer una lectura positiva de la reelección de Ahmadineyad. En primer lugar, se maneja la misma hipótesis que tuvo Nixon respecto a China, según la cual el supremo dirigente de Irán, Ali Jamenei, sólo se sentirá lo suficientemente seguro para alcanzar un acuerdo sobre armas nucleares si se siente seguro en su país: no podría permitirse un presidente reformista vulnerable a acusaciones de traición provenientes de la derecha. En segundo lugar, Teherán podría sentir la necesidad de compensar las acusaciones de fraude electoral con un gesto que le restituyera su reputación como, por ejemplo, aflojar la cuerda nuclear. En caso de que no fuera así, y de que Obama decidiera sustituir la diplomacia por algo más fuerte, sus posibilidades de formar una coalición internacional se habrán multiplicado: Washington espera que no surjan muchos argumentos que defiendan la apuesta nuclear de Irán como el interés legítimo de un Gobierno legítimo.
Todo lo cual abona la conclusión de que estamos en un momento todavía demasiado prematuro como para afirmar que Obama vaya a anunciar que ha fracasado en Irán. Esta misma política seguirá en vigor durante otros seis meses, aunque sólo sea para que, en caso de que Irán le dé un corte de mangas a Washington, Obama pueda decir lo que Bush nunca pudo: que lo ha intentado por las buenas.
¿Y qué pasa con Netanyahu? Con él ocurre lo mismo, que nada es tan sencillo como parece. Cierto, el palo parece haber dado resultado en el sentido de que ahora se puede considerar al primer ministro israelí técnicamente comprometido con una solución de dos estados. Ahora bien, ese compromiso ha llegado cargado de condiciones como, por ejemplo, la de que ese Estado debe ser desmilitarizado, sin poseer control alguno sobre su espacio aéreo y sus alianzas exteriores. Y, además, Netanyahu dice que ese Estado sólo será posible si los palestinos reconocen antes a Israel como el Estado del pueblo judío.
Todas estas ofertas las ha formulado sin manifestar la más mínima aceptación de la posición palestina, sin sombra del lenguaje empleado por Ariel Sharon y Ehud Olmert cuando anunciaron sus cambios de actitud en favor de la constitución de un Estado palestino en unos discursos que lograban comunicar los sentimientos de unos hombres que habían recorrido un difícil camino hacia el reconocimiento del otro. El lenguaje de Netanyahu ha sido reticente, las palabras de un hombre que está haciendo el mínimo imprescindible para obtener el respaldo de un exigente presidente de Estados Unidos.
«Los estadounidenses ya le han calado el truco», afirma el analista, Daniel Levy, quien no espera que Obama relaje la presión sobre los asentamientos de colonos simplemente porque Netanyahu haya aceptado hablar de una solución de dos estados. Sin embargo, también en este campo hay oportunidades. El primer ministro israelí ha formulado sus objeciones a un Estado palestino exclusivamente en términos de seguridad para Israel. Y Obama podría responder, según Levy, que ofrece a Israel todo cuanto necesita para desterrar sus miedos, incluso una fuerza de protección bajo dirección de la OTAN, si es eso lo que hace falta. Netanyahu ha presentado el conflicto de tal manera que le ofrece grandes posibilidades a Obama.
Este dramático fin de semana de junio ha representado toda una prueba para la capacidad de decisión del presidente estadounidense. ¿Seguirá por el camino que se ha trazado, tendiendo todavía la mano a Irán aun cuando siga demostrando un amor inflexible por Israel? Así debería ser, en parte para demostrar que su política ha girado siempre sobre una estrategia a largo plazo y no sobre tácticas a corto plazo, pero también porque las últimas horas ofrecen pruebas más que sobradas de que lo está haciendo bien.
Sin embargo, no es esto lo que ha ocurrido. Al contrario, Obama contempla hoy un paisaje bien distinto en Oriente Próximo, que ha cambiado en apenas un fin de semana por culpa de lo que a todas luces parecen unas elecciones robadas en Irán, al mismo tiempo que se producía una vuelta a viejas posiciones en la política del primer ministro de Israel, Netanyahu. Por ambas razones, surgen interrogantes sobre el planteamiento general de la política exterior de Obama.
Una primera impresión sugiere que el presidente estadounidense ha recurrido a la bien conocida combinación del palo y la zanahoria. Zanahoria en el caso de Irán, en forma de diálogo, respeto y mensajes personales de vídeo cargados de elogios a la civilización iraní. Y palo en el caso de Israel, inequívocamente expresado mediante exigencias explícitas -sin margen para interpretaciones- para que ponga fin a la construcción de asentamientos de colonos en Cisjordania.
De acuerdo con este punto de vista, Obama debería llegar a la conclusión de que las zanahorias no sirven para nada mientras que el palo, sí, puesto que ha empujado a Netanyahu a pronunciar por fin las palabras «Estado palestino», incluso aunque esta expresión haya salido de su boca, tal y como lo expresó un comentarista israelí, como si le hubieran extraído sin anestesia una muela cariada. Obama ha apretado con firmeza las tuercas a Netanyahu, y le ha dado resultado; se ha hecho el bueno con Teherán y no ha conseguido nada. Es hora de sacar la conclusión evidente.
Ahora bien, puede que las cosas no sean tan simples. Empecemos por Irán. Es verdad que la Casa Blanca tenía esperanzas en que su política conciliadora diera lugar a un cambio, después de los años de Bush de condena a las tinieblas exteriores. Si los resultados de las elecciones presidenciales fueran legítimos, significaría que el pueblo iraní habría oído la meliflua palabrería de Obama y se habría quedado igual que antes. Lo cual no es un disparate total: dos organizaciones estadounidenses sin ánimo de lucro realizaron durante el mes pasado una macroencuesta de opinión en Irán con todos los requisitos científicos, y lo cierto es que se encontraron con que Ahmadineyad ganaba a sus oponentes por goleada.
Ahora bien, ¿y si de verdad ha habido un pucherazo electoral? Parece probable, dada la naturaleza inesperada de algunos de los datos, rematada con la circunstancia de que Ahmadineyad haya batido a sus rivales incluso en las localidades natales de éstos. Si el presidente de Irán y las autoridades clericales extremistas a las que sirve como testaferro han amañado las elecciones, se confirmaría la naturaleza del régimen al que se enfrenta Obama. Además, expone al presidente de Estados Unidos a la acusación, ya puesta en circulación por la derecha, de que era un ingenuo si pensaba que podía entenderse en cuestiones importantes con lo que no es nada más que una dictadura teocrática.
El Gobierno de Estados Unidos está listo para presentar sus contraargumentos. En primer lugar, la política de diálogo se planificó ya con la idea de que Ahmadineyad iba a ser presidente durante dos mandatos. Cierto, un destacado miembro del Gobierno me confesó que no faltaban en la Casa Blanca quienes habían empezado a pensar que estaban a punto de «abrir una grieta» en Irán cuando vieron el entusiasmo que estaba causando la campaña de Musavi desde la oposición. Hasta llegaron a creer que estaban a punto de contemplar una segunda parte de las elecciones de este mismo mes en el Líbano, en las que una coalición pro occidental ha derrotado a Hizbulá y sus aliados. No obstante, esa sensación no les ha durado mucho.
Tampoco es que los políticos de Washington sientan náuseas por dialogar con una nación que pone en práctica un simulacro de democracia de puertas afuera sin que le falte detalle, incluso con sus mítines y sus debates, simplemente para machacar brutalmente a los disidentes cuando la población vota lo que no debe. Esos escrúpulos no han impedido a Estados Unidos entenderse con China, Rusia, Arabia Saudí y una larga lista de países. Como explicó Obama hasta la extenuación durante la campaña electoral del 2008, no cree que la diplomacia sea un premio al buen comportamiento sino una herramienta para hacer valer los intereses particulares de Estados Unidos.
Sin embargo, eso no es algo que Washington vaya a ofrecer indefinidamente. «Ya veremos si da sus frutos -puntualiza el miembro del Gobierno-. Si no es así, llegará un momento en que tendremos que probar alguna otra cosa. No es algo ilimitado». ¿Cuándo se agotará la paciencia de los estadounidenses? La respuesta es a finales de este año. A partir de entonces, los diplomáticos occidentales creen que Teherán alcanzará el punto en que ya no cabe echar marcha atrás en el tema nuclear, el momento en el que ya nadie podrá impedirles que se hagan con la bomba.
En este contexto, el equipo de Obama podría incluso hacer una lectura positiva de la reelección de Ahmadineyad. En primer lugar, se maneja la misma hipótesis que tuvo Nixon respecto a China, según la cual el supremo dirigente de Irán, Ali Jamenei, sólo se sentirá lo suficientemente seguro para alcanzar un acuerdo sobre armas nucleares si se siente seguro en su país: no podría permitirse un presidente reformista vulnerable a acusaciones de traición provenientes de la derecha. En segundo lugar, Teherán podría sentir la necesidad de compensar las acusaciones de fraude electoral con un gesto que le restituyera su reputación como, por ejemplo, aflojar la cuerda nuclear. En caso de que no fuera así, y de que Obama decidiera sustituir la diplomacia por algo más fuerte, sus posibilidades de formar una coalición internacional se habrán multiplicado: Washington espera que no surjan muchos argumentos que defiendan la apuesta nuclear de Irán como el interés legítimo de un Gobierno legítimo.
Todo lo cual abona la conclusión de que estamos en un momento todavía demasiado prematuro como para afirmar que Obama vaya a anunciar que ha fracasado en Irán. Esta misma política seguirá en vigor durante otros seis meses, aunque sólo sea para que, en caso de que Irán le dé un corte de mangas a Washington, Obama pueda decir lo que Bush nunca pudo: que lo ha intentado por las buenas.
¿Y qué pasa con Netanyahu? Con él ocurre lo mismo, que nada es tan sencillo como parece. Cierto, el palo parece haber dado resultado en el sentido de que ahora se puede considerar al primer ministro israelí técnicamente comprometido con una solución de dos estados. Ahora bien, ese compromiso ha llegado cargado de condiciones como, por ejemplo, la de que ese Estado debe ser desmilitarizado, sin poseer control alguno sobre su espacio aéreo y sus alianzas exteriores. Y, además, Netanyahu dice que ese Estado sólo será posible si los palestinos reconocen antes a Israel como el Estado del pueblo judío.
Todas estas ofertas las ha formulado sin manifestar la más mínima aceptación de la posición palestina, sin sombra del lenguaje empleado por Ariel Sharon y Ehud Olmert cuando anunciaron sus cambios de actitud en favor de la constitución de un Estado palestino en unos discursos que lograban comunicar los sentimientos de unos hombres que habían recorrido un difícil camino hacia el reconocimiento del otro. El lenguaje de Netanyahu ha sido reticente, las palabras de un hombre que está haciendo el mínimo imprescindible para obtener el respaldo de un exigente presidente de Estados Unidos.
«Los estadounidenses ya le han calado el truco», afirma el analista, Daniel Levy, quien no espera que Obama relaje la presión sobre los asentamientos de colonos simplemente porque Netanyahu haya aceptado hablar de una solución de dos estados. Sin embargo, también en este campo hay oportunidades. El primer ministro israelí ha formulado sus objeciones a un Estado palestino exclusivamente en términos de seguridad para Israel. Y Obama podría responder, según Levy, que ofrece a Israel todo cuanto necesita para desterrar sus miedos, incluso una fuerza de protección bajo dirección de la OTAN, si es eso lo que hace falta. Netanyahu ha presentado el conflicto de tal manera que le ofrece grandes posibilidades a Obama.
Este dramático fin de semana de junio ha representado toda una prueba para la capacidad de decisión del presidente estadounidense. ¿Seguirá por el camino que se ha trazado, tendiendo todavía la mano a Irán aun cuando siga demostrando un amor inflexible por Israel? Así debería ser, en parte para demostrar que su política ha girado siempre sobre una estrategia a largo plazo y no sobre tácticas a corto plazo, pero también porque las últimas horas ofrecen pruebas más que sobradas de que lo está haciendo bien.