El
País | 5 de julio de 2015
En
griego, la palabra más escuchada es corralito. Es un argentinismo que resumía
las restricciones a los retiros bancarios que impuso el gobierno de De la Rúa a
fines de 2001. El siguiente gobierno declaró el default, para luego convertir
los depósitos en dólares a moneda argentina y devaluar. Ello porque los dólares
ya no estaban, los bancos no podían hacer frente a sus obligaciones sin la
pesificación. Habrían quebrado.
Algo
parecido está sucediendo en Grecia, que ya tiene corralito y técnicamente esta
en cesación de pagos, aunque no puede devaluar por no contar con moneda propia.
Tampoco declaró el default con un gran espectáculo político, como fue el caso
de Rodríguez Saá en Argentina, un presidente de siete días. Al menos, no
todavía. Comparar siempre supone examinar similitudes y diferencias, incluso
entre gemelos. Veamos.
El
primer tema es el de los orígenes de la crisis. En el caso argentino se remonta
a comienzos de los noventa, cuando la estrategia anti-inflacionaria de Menem y
su ministro Cavallo fue anclar el tipo de cambio acompañado por la
convertibilidad. Por cada peso en circulación había casi un dólar en reserva.
Dio resultado, los argentinos conocieron la estabilidad y Menem alcanzo su
objetivo: cambiar la constitución y reelegirse. El problema es que la
macroeconomía no miente: con la paridad nominal se aprecia el tipo de cambio
real, por simple inercia inflacionaria, y la economía pierde competitividad. Se
acumuló así un déficit de cuenta corriente, que había que financiar, y una
consecuente recesión, que había que gobernar.
Durante
una década, Argentina se endeudó para financiar importaciones y para intervenir
en el mercado y defender la paridad. Ni Menem, ni De la Rúa más tarde,
aceptaron modificar la regla monetaria y devaluar. No fue por “populistas”,
palabra aún más abusada que corralito, sino por ser lo opuesto. Su objetivo era
satisfacer a la ortodoxia monetaria y las finanzas internacionales, pero el
desmadre fue tal que, al llegar 2001, Argentina pagaba intereses hasta cuatro
veces el promedio internacional. La cuestión no era si habría default, sino
cuando. Pero los bancos igual seguían prestándole, cobrando por el riesgo,
naturalmente.
En
el caso de Grecia, una unión monetaria “a medio cocer” explica una buena parte
de su crisis. El arreglo institucional basado en política monetaria rígida,
pero sin coordinación ni supervisión del gasto fiscal y el endeudamiento,
combinó “lo peor de ambos mundos” para las economías menos competitivas de la
región, y no solo Grecia. No pudiendo hacer política contracíclica con emisión
monetaria y tasa de interés, eso le pertenece a Frankfurt, quedaron en libertad
para endeudarse. Como Argentina, Grecia tomó deuda para hacer frente a
obligaciones y, en la abundante liquidez anterior a 2008, los bancos estaban
más que dispuestos a prestarle.
Primera
moraleja: por cada deudor irresponsable, hay un acreedor que juega a la ruleta
rusa
Un
segundo tema es que el potencial “Grexit”, que sería con una inevitable
devaluación, renueva el debate sobre soberanía monetaria. Esa es la pregunta,
como lo fue para Argentina en 2001. Para algunos es una cuestión de identidad
nacional. Para ser tal, un Estado tiene himno, bandera, ejército y moneda. No
sería un tema menor en el Reino Unido dejar de tener Libras y dejar de verle la
cara a la reina Isabel al abrir la billetera.
Pero
no solo se trata de sentimientos nacionalistas, la moneda propia permite
autonomía en la política monetaria. Específicamente, permite hacer política
contracíclica, como hizo Obama con el estímulo fiscal que recuperó el
crecimiento y el empleo mientras Europa continúa en la larga penumbra de su
ortodoxia. Piénsese también en Suecia, por cierto que un buen alumno, sin
populismo ni corrupción, prolijo en sus cuentas públicas, que ha mantenido la
Krona. De hecho, ese fue el resultado del referéndum de septiembre de 2003 que
rechazó la unión monetaria para conservar capacidad de usar la política
monetaria ante los ciclos económicos. Esa había sido su experiencia keynesiana
durante la Gran Depresion, tanto como el rescate bancario en la crisis de 1992.
Segunda
moraleja: la autonomía monetaria es más que papel pintado con los símbolos
nacionales.
El
tercer tema es el de las consecuencias políticas de la recesión prolongada.
Argentina emergió de la crisis de 2001 con la gente gritando “que se vayan
todos” en las calles. El descrédito de la elite política, que todavía hoy se
observa, y la interminable fragmentación de los partidos, que aún hoy se
padece, dan una idea. Ello ha dañado el tejido social y la civilidad
democrática, premiando formas autoritarias de hacer política. Los Kirchner son
el mejor ejemplo.
Grecia
no necesariamente está igual de fragmentada, pero sí dividida, una división que
el gobierno Syriza, con menos opciones a medida que se desarrolla la crisis,
parece haber optado por profundizar. No es solo que hasta el lenguaje del
referéndum fomenta esa división, para no hablar de la confusión del electorado.
Es también que el gobierno no habla con una sola voz, lo cual sugiere
divisiones, ni parece tener claro sus objetivos, lo cual confunde al país y a
los acreedores. En el desorden conceptual y de política, se prolonga la
recesión y se malgasta el capital político que Tsipras tuvo al ser electo. Gane
o pierda el referéndum, las lunas de miel rara vez se repiten.
La
amarga verdad es que en una nación sobre endeudada la austeridad siempre llega.
Si no es por las recetas de la ortodoxia, en este caso por la Troika, llega por
la estanflación del default cum devaluación y, por temporaria que pueda ser,
por la pérdida de la inversión. El cálculo es cuál de las dos opciones es más
larga y más profunda, y optar por la otra. No es un cálculo para cualquier
clase de gobierno. Y esta ha sido la tercera y última moraleja.
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