El
dilema griego/ William Polk, asesor de la Casa Blanca durante la presidencia de J.F. Kennedy.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa
La
Vanguardia |4 de julio de 2015
Centrarse
única y exclusivamente en los aspectos monetarios de la crisis griega equivale
a perder de vista buena parte de lo que preocupa y aflige a los griegos y
también lo que podría posibilitar una solución.
Durante
más de medio siglo, los griegos han vivido tiempos azarosos dominados por el
peligro y el riesgo. Remontándose a los años treinta, vivieron bajo una brutal
dictadura configurada al estilo nazi y dotada de una policía secreta similar a
la Gestapo que enviaba a las voces disidentes a una isla convertida en campo de
concentración. En tal circunstancia, se produjo una peculiar coyuntura.
Mussolini invadió el país. Bajo el desafío de preservar el respeto hacia ellos
mismos y hacia su país, los griegos pusieron a un lado su odio a la dictadura
de Metaxas y se unieron para combatir contra los invasores extranjeros.
Los
griegos se esforzaron de tal modo de forma positiva en la defensa de su país
que Hitler tuvo que posponer su invasión de Rusia para acudir en auxilio de los
italianos. Tal iniciativa salvó probablemente a Stalin, dado que la demora
obligó a la Wehrmacht a luchar en medio del lodo, la nieve y el hielo, y ahorró
tener que enviar tropas británicas precipitadamente a ayudar a Grecia a luchar
contra los italianos. Sin embargo, salvó irónicamente a la dictadura de Metaxas
y a la monarquía. El rey y las altas autoridades griegas huyeron al Egipto ocupado
por los británicos y, en cuanto que nuevos aliados, fueron declarados parte del
“mundo libre”.
Entre
tanto, en Grecia, los alemanes saquearon la mayoría de las industrias, comercio
marítimo y víveres. Los griegos empezaron a notar las consecuencias del hambre
y la escasez. Como observó Mussolini, “los alemanes han quitado a los griegos
hasta los cordones de los zapatos”…
A
continuación, los griegos empezaron a contraatacar. En octubre de 1942,
iniciaron un movimiento de resistencia que en el plazo de dos años se convirtió
en el más amplio de Europa. Mientras Francia hubo de manifestar que únicamente
disponía de menos de veinte mil partisanos, los griegos pudieron exhibir una
fuerza de alrededor de dos millones de efectivos e hicieron frente al menos a dos
divisiones de soldados alemanes, sin ayuda exterior.
Cuando
acabó la guerra, el primer ministro Winston Churchill estaba resuelto a
devolver a Grecia al tipo de gobierno anterior al conflicto, caracterizado por
la monarquía y el antiguo régimen, preocupado por la influencia comunista en el
movimiento de la resistencia. Intentó que las fuerzas angloestadounidenses,
listas para invadir Italia, se dedicaran en cambio a atacar a Grecia. Intentó
modificar tan drásticamente los planes bélicos, que casi fracturó la alianza
militar aliada; al no lograrlo, lanzó a todos los soldados que aún controlaba
contra Grecia y precipitó una guerra civil que desgarró el país. Los líderes
clandestinos resultaron engañados y su movimiento fue aplastado. La burocracia,
las fuerzas de seguridad y los programas propios de antes de la dictadura
prebélica se apoderaron de la situación.
Cuando
el Reino Unido se quedó sin fondos y no pudo financiar su política, Churchill
cedió Grecia a los estadounidenses, que aplicaron la “doctrina Truman” y
suministraron la financiación necesaria. El dinero estadounidense salvó
provisionalmente la situación, pero la mano dura del régimen anterior dio paso
a una nueva generación de aspirantes a demócratas.
Tal
es el tema tan bien ilustrado por la película Z de Costa Gavras, con Yves
Montand en papel de protagonista. Como muestra el filme, el movimiento
progresista fue dominado por una nueva dictadura militar, el “régimen de los
coroneles”. Cuando la junta militar fue derrocada en 1974, Grecia gozó de un breve
periodo de “normalidad”, pero ninguna de las heridas abiertas en la sociedad
había cicatrizado.
Prescindiendo
del partido político que nombraba a los ministros del gobierno, la cuestión es
que la antigua burocracia se autoperpetuaba y seguía al mando de la situación,
prosperaba la corrupción y, factor de máxima importancia, Grecia se había
convertido en un país que Aristóteles habría calificado sin duda de oligarquía.
Los más ricos recurrieron a sus riquezas para ocupar todos los niveles de la
economía y configuraron un sistema financiero básicamente externalizado. El
puerto del Pireo se llenó a rebosar de yates de grandes dimensiones, propiedad
de gente que no pagaba impuestos y Londres se cebó prácticamente a costa de la
economía griega. Los fondos de dinero contante y sonante prosperaban fuera del
país.
Este
panorama podría haber durado muchos más años, pero cuando Grecia se unió a la
Unión Europea en 1981, los banqueros europeos (principalmente los alemanes)
vieron una oportunidad: acudieron en masa a Grecia a ofrecer préstamos. Incluso
los griegos sin suficientes ingresos para responder de los préstamos se los
disputaron y, posteriormente, los acreedores exigieron su reembolso. Presa de
la crisis económica, las empresas empezaron a flaquear, aumentó el paro y las
buenas perspectivas se esfumaron.
En
efecto, no cabe posibilidad alguna de reembolsar los préstamos. Ni se deberían
haber ofrecido ni tampoco aceptado. Para mantenerse a flote, el Gobierno ha
recortado los servicios públicos (salvo en el caso de las fuerzas armadas) y el
pueblo ha sufrido las consecuencias. Con ocasión de las elecciones del 2004,
los griegos no lo habían pasado aún lo suficientemente mal como para votar por
la coalición radical liderada por el partido de la “Unidad” (Syriza). Sólo le
votó un 3,3% de los electores.
Sobrevinieron
luego años de irritación, desaprobación de la clase política y penalidades. El
factor que propició entonces la victoria electoral de Syriza fue una
combinación de rabia popular, que se sentía engañada por los banqueros y por la
insensatez propia, así como por la desesperanza por la constatación de que no
había salida alguna. Tras una serie de fallidos intentos de asegurarse el
mandato, Syriza ganó las elecciones del 2015 con un 36,3% de los votos y obtuvo
149 de los 300 escaños del Parlamento. En la actualidad, las condiciones
reinantes que impulsaron ese voto son aún más acuciantes: la renta nacional de
Grecia ha disminuido alrededor de un 25% y el paro juvenil ha superado el 25%.
¿En
qué situación deja este panorama a los negociadores? Los griegos son presa de
la irritación. Las penalidades no resultan ser una novedad. Conservan vivo en
la memoria el odio contra los alemanes (esta vez, no contra los soldados, sino
contra los banqueros). Una y otra vez han sido denigrados y menospreciados por
sus propios políticos. Alexis Tsipras debe saber que, si a su vez es acusado de
resultar “vendido”, su carrera se ha acabado. Y la oferta ofrecida por el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Central Europeo pesa como una losa frente a
la situación griega. Los griegos observan que lo que sopesan, salir del euro,
es similar a las posturas anteriores de británicos y suecos.
En
consecuencia, a menos que los términos propuestos ofrezcan una auténtica
oportunidad de una vida mejor mediante una condonación de la mayor parte de la
deuda, considero probable que los griegos voten el domingo a favor de una
salida del euro.
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