Aristóteles
advierte a Syriza/Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
ABC
| 10 de julio de 2015
La
política es un invento de la Grecia clásica. La polis, mal llamada
«Ciudad-Estado», era la forma civilizada de la vida en común bajo el imperio de
la ley frente al despotismo y la tiranía. Siempre dispersos y conflictivos, los
griegos se reúnen para derrotar en las Guerras Médicas al formidable enemigo
persa. Allí nacen el mito aristocrático (Maratón y los hoplitas) y más tarde su
equivalente democrático (Salamina y la flota ateniense).
Del mito al logos, a
la Razón, origen de la Filosofía: cuna de nuestra civilización, la Hélade nos
deja el mejor legado histórico y cultural, capaz de nutrir la cultura europea
y, por tanto, universal. El historiador de las Ideas guarda muchos textos en la
memoria. Mi favorito ha sido siempre El Archipiélago de Hölderlin, el loco
egregio de Tubinga, un relato deslumbrante de la Atenas heroica. Para la
Historia, el mejor es Tucídides: cuenta el esplendor en tiempos de Pericles,
para caer después en una decadencia implacable, porque la polis democrática fue
vencida por Esparta en la Guerra del Peloponeso. Pero la cultura es ajena a los
avatares del poder y se prolonga desde Alejandro Magno en el mundo tardío del
helenismo, otra hazaña primordial, para configurar la civilización menos
injusta de la Historia.
El
lector impaciente se pregunta ya por Syriza y por Tsipras, por el referéndum
(más bien plebiscito) más insensato de nuestra época convulsa y hasta por las
alternativas geopolíticas (o sea, Putin: Moscú como Tercera Roma) que acaso
manejan los populistas griegos al margen de la Unión Europea. Un poco de
paciencia. Seguimos en la Hélade, pero hace veinticinco siglos. Nuestro
anfitrión es Aristóteles, discípulo pragmático del idealista Platón y del
moralista Sócrates. En la polis, dice el Estagirita, el ser humano alcanza la plenitud
de su naturaleza. Fuera de ella, sólo pueden vivir los seres inferiores
(animales) o superiores (dioses). Olvidamos las páginas censurables sobre
esclavos, bárbaros y mujeres, producto de tiempos felizmente superados. Sigue
hablando nuestro autor. Hay formas de gobierno «puras», sujetas al imperio de
la ley: monarquía, aristocracia y democracia constitucional o politeia,
antecedente de nuestros modelos actuales de convivencia razonable en libertad e
igualdad. Hay otras formas «impuras» o «degeneradas», sujetas a las pasiones
desbocadas y a la arbitrariedad del poderoso: tiranía, oligarquía y
«demagogia», una suerte de democracia radical cuya mejor traducción actual
sería «populismo».
La
Real Academia Española ofrece una definición muy precisa. Demagogia es «halago
de la plebe para hacerla instrumento de la propia ambición política». Mezcla
palabras respetables con propósitos infames y denuncia injusticias (a veces
ciertas) para caer en otras peores. Es enemiga de la democracia constitucional
(esto es, sujeta a límites y equilibrios), porque lleva las instituciones al
límite de su resistencia y desvirtúa sus señas de identidad. Toda sociedad
enferma de inmadurez es víctima potencial de un virus que arraiga con más
facilidad de lo que parece. Por eso, la clave de la política reside en el
triunfo de las opciones posibilistas sobre los extremismos antipolíticos. De
nuevo Aristóteles: la demagogia es la peor forma de gobierno porque supone la
corrupción de la democracia. Ya lo decían los romanos, hijos espirituales de
los griegos: corruptio optimi pessima… Por cierto que la visión cíclica de la
Historia nos enseña que hay un peligro cierto de caer en fórmulas inaceptables
(incluido, cómo no, el autoritarismo) si se pierden la moderación y el buen
sentido. Aunque no les gusta escucharlo, conviene recordar a los profetas de la
extrema izquierda que el núcleo de su discurso es el mismo que inspira a Le
Pen, al UKIP o a los «verdaderos» nacionales de tal o cual sitio.
Un
sistema de equilibrio político, explica nuestro autor, tiene como fundamento
social y económico la fortaleza de las clases medias. Escribe en la Política:
lejos de la soberbia o de la codicia, son gentes que viven de su esfuerzo y
practican la virtud de la moderación. Ni ellos desean lo ajeno, ni otros
envidian lo suyo. No apetecen los cargos públicos, pero tampoco los rehuyen.
Saben gobernar, pero también admiten ser gobernados. Los mejores legisladores,
concluye, proceden de ese ámbito social, y pone como ejemplos al ateniense
Solón y al espartano Licurgo. Como es sabido, Aristóteles era hombre de clase
media, extranjero en Atenas, hijo de médico, sabio de profesión y maestro de
gobernantes. Estamos en el origen de la Ciencia Política, más allá de ciudades
ideales o idealizadas que no responden a la verdad, sino a la imaginación
(incluso la más brillante: Platón, por supuesto). Hoy día domina en el mundo
académico una interpretación «republicana» de Aristóteles elogiado curiosamente
desde ámbitos progresistas tras muchos años de condena o ignorancia por causa
de los excesos de la escolástica. El hombre, según su célebre expresión, es
«animal político», es humano en tanto que vive políticamente. La convivencia se
basa en el diálogo; es decir, en la discusión racional y libre de los asuntos
públicos, aportando argumentos en el ágora con el objetivo de convencer o ser
convencido. Democracia «participativa» o «deliberativa», la llaman ahora
algunos epígonos tardíos.
Cuando
fallan los valores morales, la polis se resiente. Las páginas de Tucídides
sobre los efectos demoledores de la peste en Atenas por causa de la guerra que
acabó con su hegemonía merecen una lectura con criterios contemporáneos. Por
fortuna, no existe «guerra» hoy día, en sentido literal. Pero sí caos,
incertidumbre, desconcierto… Las buenas gentes, esa inmensa mayoría social, no
saben a qué atenerse. Escuchan discursos patrioteros y dogmas simplificados
sobre la supuesta maldad intrínseca de los mercados y los políticos a su
servicio. Apelan a su «dignidad», ignorando que la única vida digna es –según
otra hermosa idea clásica– la eleutheria, la libertad bajo el imperio de la
ley. Son, en efecto, rehenes de ciertas ambiciones inconfesables, disfrazadas
de una retórica que imita sin talento a los sofistas de aquella época gloriosa.
Nadie les explica que, si no hay política noble y decente, el estado de
naturaleza hobbesiano, la guerra de todos contra todos, reaparece siempre en
perjuicio de los más débiles. Los bárbaros están al acecho, diría el gran
Constantino Kavafis, griego de Alejandría, otro talento excepcional aunque más
platónico que aristotélico.
Tsipras
y otros líderes populistas (incluidos sus socios de extrema derecha) deberían
tomar buena nota del sabio consejo de sus antepasados. La política, espejo de
la vida, exige adoptar las decisiones correctas en el momento oportuno.
Recuerden como empieza El Castillo, de Kafka: «Cuando K. llegó, ya era tarde…».
El sentido de la responsabilidad es la única forma posible de hacer bien las
cosas en una democracia madura. Por el futuro de todos, contando con el «no» en
el referéndum, deseamos lo mejor para nuestros amigos griegos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario